“El que nos puso en la cabeza que podíamos ganar fue Magnano. En la charla previa nos miramos y pensamos que estaba loco”, recuerda Leo Gutiérrez. “Nos dijo que acá nadie venía a sacar fotos, que nadie iba a jugar como si fuera una exhibición, que íbamos a entrar a ganar, a hacer lo que teníamos que hacer y a dejar al descubierto sus errores”, agrega el jugador más ganador de la historia de la Liga Nacional. Y rememora los detalles técnicos: “El partido fue tal como lo planificó: que no anoten los tiradores, que agarren la pelota Ben Wallace y los demás internos. Muchas ayudas, defensas zonales, correr contragolpes y dormir la pelota cuando había que hacerlo”.
Por su parte, Gabi Fernández, quien por aquel entonces ya había emigrado a Europa, donde jugaría en Francia, España e Italia, evoca: “Los más pensantes decían que era muy difícil. Cada jugador que nombraba Rubén era el mejor de la NBA de ese año, y en algún punto hasta nos lo tomábamos con gracia”. Uno de los que lo asimiló de esa manera fue el Puma Montecchia: “Yo le dije a Manu que Pierce le iba a hacer 30 puntos, todos nos decíamos cosas así. Pero fuimos a la charla y Rubén nos dio el planteamiento con una seriedad total, hablando de salir a jugarles de igual a igual, de defender duro. Nos metió en la cabeza que eso era lo que teníamos que hacer. En ese torneo estábamos afiladísimos y si bien uno veía un poco imposible llegar a ganarles, sentíamos que ese día se podía dar”. En la misma línea se ubica Palladino, quien afirma que “fue muy motivadora, nos hizo entender que podíamos vencerlos. Entramos convencidos de que los podíamos derrotar”. El capitán de aquel equipo, Hugo Sconochini, no recuerda nada en particular de ese momento porque “Rubén era un maníaco de la preparación de cada partido, las previas siempre estaban cargadas de detalles: cómo defender, qué hacer en cada momento. La charla fue igual a las que dio cuando jugamos con Uruguay o con Chile. Eso hizo que el equipo tomara confianza, que se sintiera a gusto al jugar un partido que, observado desde otro punto de vista, era imposible. El era el comandante que les decía a las tropas que iban a ganar ese duelo. Fue un momento muy importante del proceso de esa generación”.
Campeón de tres Ligas Nacionales, dos Sudamericanos de Clubes y dos Ligas Sudamericanas con Atenas de Córdoba hasta el momento de su asunción, Magnano tenía sobrados pergaminos para hacerse cargo de la Selección nacional. El responsable de pronunciar aquellas palabras que tanto motivaron al plantel argentino llevaba también más de ocho años en la comisión técnica del seleccionado mayor, y además había trabajado en muchas selecciones menores. Todo eso le permitió, según sus propias palabras, “lograr una formación de nivel internacional”.
¿Cómo recuerda él esa ocasión? “Ningún entrenador en la faz de la tierra deja de tener la esperanza de lograr una victoria. Yo creía que el equipo estaba para competir contra Estados Unidos, y mi deber como técnico era insuflar esa confianza. No solo debía hacerlo con palabras, desde el trabajo también tenía que brindarles los elementos que creía que podían darnos el triunfo. Sinceramente, no me acuerdo demasiado qué dije de lo táctico, lo único que recuerdo es que hice hincapié en la intensidad y la agresividad defensiva; la defensa individual fue en un noventa por ciento, o más, lo que nos permitió tener ese rendimiento”, se explaya, y agrega acerca de las sensaciones de los jugadores: “Diez años después, cuando me enteré de lo que sentían, me sorprendí. Algunos sonaban sanamente incrédulos; no sabía que ellos mismos se habían puesto a bromear nombre por nombre. Se ve que me mintieron bien en ese momento, porque yo los miraba a los ojos y pensaba que creían que se podía ganar. Me alegra que hayan podido tomar algo que uno les dijo, alguna pequeña cosa, ya fuera de la parte emotiva, psicológica o incluso táctica, para despertar esa credibilidad y esa confianza. Como entrenador, haber llegado a ellos durante esa charla me deja extremadamente contento. Creo que el entrenador también debe tener esa capacidad, pero en el momento, para mí estaban todos convencidos, igual que yo”.
Después de la charla técnica, llegó el momento de la verdad: la clásica arenga al ritmo de “esta es la banda de la Argentina” y a la cancha, en busca del batacazo.
EL PARTIDO
Salvo por la camiseta, nada tenía que ver este equipo estadounidense con aquel combinado de jugadores libres al que la naciente Generación Dorada había vencido algunas semanas antes en un amistoso de preparación. Ahora estaban frente a algunas de las estrellas de la liga más poderosa del mundo.
Tan complicado pintaba el trámite, que el diario La Nación se había referido al desafío como “una misión casi imposible” y había planteado la disyuntiva de “elegir entre jugar de igual a igual en busca de un triunfo histórico o regular fuerzas para el decisivo choque de cuartos de final”. En la misma línea se explayaba el diario Olé, en cuyas páginas se afirmaba antes de comenzar el torneo que “el sueño de la medalla dorada es imposible porque Estados Unidos todavía es inalcanzable”. Pero todo eso quedó sepultado cuándo el árbitro lanzó el balón al aire y Jermaine O’Neal, que venía de ser elegido el “jugador que más mejoró” en la última temporada de la NBA, cacheteó hacia atrás la pelota, que quedó en manos de Ginóbili. Movimiento de balón, posesión larga y un sablazo de Sconochini para que el propio Manu, que cortaba hacia el aro, anote los dos primeros puntos del partido. Una señal de lo que se vería a lo largo de los cuarenta minutos.
De entrada, las intenciones de Argentina eran claras, y los rostros fieros y concentrados de los cinco leones que estaban en la cancha lo demostraban. En la segunda posesión rival ya se pudo ver a Pepe Sánchez marcando pegado e incomodando a André Miller, o a un Oberto pegajoso impidiendo la línea de pase y saltando a ayudar y cachetearle la pelota al base yanqui, provocando que el segundo ataque de los locales terminara en un triple incómodo lanzado desde lejos y errado sobre la chicharra. Y en el siguiente avance, nuevamente la insoportable marca del base argentino provocó un campo atrás de su par norteamericano y la consiguiente pérdida del balón.
Las señales eran claras, aunque en ese momento nadie las notaba. Transcurridos 3′ 20″, el escolta de los San Antonio Spurs lanza un triple y erra, pero Wolkowyski madruga a toda la defensa rival, se adueña del rebote y rápidamente le sirve la pelota a Sánchez, que estira la diferencia a 6. En el banco, los argentinos se levantan para festejar cada acción positiva de sus compañeros, mientras los hombres que acompañan al entrenador yanqui George Karl permanecen inmutables. Es que la victoria no significa lo mismo para los dos bandos.
Apenas pasados los cuatro minutos de juego, se enciende una luz de alarma para Magnano: el número 5, la gran figura de su escuadra, comete la segunda falta personal y por lo tanto se va temprano a sentarse y descansar. Pero lo reemplaza Andrés Nocioni y el equipo no se resiente, ni siquiera cuando, faltando 3′ 14″, el único titular que queda en cancha es Sconochini, que también saldrá algunos segundos después. Argentina tiene una idea de juego y la convicción necesaria para ejecutarla, por eso siguen haciendo pases extra, cortando, moviéndose y convirtiendo puntos. Por momentos es baile, y las muestras de impotencia de los muchachos de la NBA no se hacen esperar: tras un tapón extraordinario de Luis Scola sobre O’Neal cuando este se aprestaba a realizar una volcada, el propio pivote de los Indiana Pacers le cometió una falta al número 11 de la Selección, y cuando este se encontraba en el suelo, lo pisó deliberadamente. Era innegable: estaban nerviosos, y no podían ocultar su impotencia.
Tras finalizar el primer cuarto con un marcador soñado (34-21), los argentinos pensaban: “Bueno, ahora se despiertan y en cinco minutos lo dan vuelta”. Pero en vez de eso, el Dream Team eligió el camino de la intimidación mediante bravuconadas, como la piña en el estómago que le dio Antonio Davis, pivote de los Toronto Raptors, al Puma Montecchia, transcurrido poco más de un minuto del segundo parcial. “Todavía me duele”, bromeó el base diez años después, y concluyó con seriedad: “Creo que en ese momento se reflejó la impotencia que ellos tenían”. “Es otra muestra de que sentían que no podían hacer nada y tenían que empezar a golpear”, agregó Wolkowyski. “Los golpes nos fortalecían más. Pensábamos: ‘Nos están pegando porque no pueden, así que vamos a seguir’. Y también nosotros teníamos algunos gladiadores que iban para adelante como caballos”, reflexionó Lucas Victoriano. “Nos hizo dar un paso hacia adelante, nos hizo agrandarnos. Nos hizo decir: ‘Si estos tipos quieren guerra, van a tener guerra'”, concluyó el Chapu Nocioni.
Si buscaban asustar a ese equipo y vencerlo con ese tipo de tácticas era porque, evidentemente, no lo conocían: la res-puesta instantánea a esa acción fueron un triple y una veloz recuperación de la pelota por parte de Palladino.
Al volver del entretiempo, el tanteador mostraba una impensada diferencia de 16 puntos. El trámite se hizo parejo, pero si uno prestaba atención a los detalles y la gestualidad, se daba cuenta de que todo seguía igual. Esto se exteriorizaba, por ejemplo, cuando tras una buena defensa de su equipo, con tapón incluido, en la que no pudieron apropiarse del balón, Karl se tomaba la cabeza con ambas manos mientras que Paul Pierce se quedó protestando vaya uno a saber qué. La estrella de los Celtics fue uno de los líderes de la levantada estadounidense en este período, en el que achicaron la brecha a solo 6 puntos cuando quedaba menos de un minuto y provocaron que, por primera vez desde el salto inicial, el estadio entero se levantara a alentar, comandado por la hermana de Reggie Miller, que arengaba y gritaba con ganas desde la tribuna. Una buena conversión de Manu sobre el cierre le dio un poco de aire al seleccionado argentino, que con un resultado de 68-60 se preparó para soportar el aluvión estadounidense en los últimos diez.
¿Soportar? Los soldados de Magnano tenían otra idea y salieron a jugar el cuarto definitivo como si fuera la final del mundo, y no apenas un partido de segunda fase. Cada conversión, cada buena defensa, cada balón recuperado era efusivamente festejado de pie por todos los integrantes del banco. Pepe Sánchez desde la conducción, Oberto con un aporte inconmensurable en la zona pintada, Ginóbili sumando con destellos de crack. Todos ponían su granito de arena, todos tiraban del mismo carro para que los de celeste y blanco volvieran a plasmar en el tanteador la enorme diferencia que hubo entre los dos equipos esa tarde. Cuando faltando menos de seis minutos Hugo Sconochini metió una tremenda bandeja volada por encima de la marca y les dio una ventaja de 13 puntos a los visitantes, Fernández abrazó de atrás a Nocioni para controlarlo en su festejo, mientras que Scola pegaba saltitos, Palladino aplaudía y todos celebraban a su manera. Ya lo empezaban a sentir: la hazaña estaba al alcance de la mano.
En los últimos minutos, los nervios empezaron a presionar y eso se tradujo en muchísimas pérdidas del balón. Pero la baja efectividad de los norteamericanos y la gran defensa de los argentinos hicieron que la ventaja se mantuviera hasta el final. Cuando faltaban treinta segundos para terminar, y luego de que Baron Davis —que había promediado más de 40 minutos por encuentro en los Charlotte Hornets en la temporada 2001/2002— fallara un triple, el resultado ya era irreversible: el Dream Te am iba a caer por primera vez en su historia, y lo iba a hacer a manos de esta Generación Dorada en plena formación.
Esos instantes finales son un delirio. Los suplentes, abrazados, saltan y cantan. Sconochini empuja a Magnano. El puñado de hinchas que está en la tribuna enloquece, y las cámaras enfocan a un adolescente con la camiseta de la Selección de fútbol que llora a mares. Magnano, siempre tan serio y parco, aparece en cuclillas junto a la mesa de control con una inocultable sonrisa de oreja a oreja, levantándole el pulgar a alguien.
En la cancha, Montecchia se da el lujo de mirar para otro lado cuando le pasa la pelota a Manu. Pierce anota dos triples en los últimos dos ataques estadounidenses, que solo sirven para maquillar el 87-80 final y hacerlo decoroso, pero nada de eso importa: suena la chicharra y los integrantes del banco invaden la cancha a los saltos. Montecchia se cuelga de Leo Gutiérrez, Pepe Sánchez y Victoriano se acercan a la tribuna a festejar. Tras los saludos protocolares con los rivales, los doce jugadores se juntan en una ronda en el medio. Hablan, se arengan, saludan a la gente, ríen. Montecchia y Ginóbili, compañeros desde la infancia en Bahiense del Norte, se funden en un abrazo. No dejan de saltar y cantar mientras se retiran al vestuario, conscientes del golpe que han dado, pero quizás sin imaginar que eso era apenas el comienzo.
LOS FESTEJOS
El vestuario argentino está de fiesta, y no es para menos. Aunque al día siguiente deban enfrentar un duelo clave frente a Brasil para tratar de acceder a semifinales, nada de eso importa ahora. Los ojos del inundo entero están posados sobre el equipo que acaba de vencer por primera vez en la historia al Dream Team.
“El post fue bastante alocado. Mucho festejo, mucha Entrevista. Todos los medios argentinos y del resto del mundo estaban centrados en nosotros”, rememora el Puma Montecchia. “Cuando terminó el partido, vino un montón de gente a saludarnos, a felicitarnos por el momento histórico que era para el básquet”, agrega el Torito Palladino. La celebración siguió en el micro, y cuando llegaron al hotel Embassy Suites, donde se alojaban, se produjo uno de los momentos más emocionantes e inolvidables de la historia de la Generación Dorada.
“Vos entrabas y tenías que subir por una escalera mecánica hasta el segundo piso, donde estaba el hotel, que en cada piso en forma de ele tenía balcones que daban hacia el hall. Ahí estaban todas las delegaciones, cada una en su balcón, y cuando llegamos empezaron a aplaudir”, recuerda Leo Gutiérrez. “Fue de película, increíble. Nos sentíamos superestrellas, aplaudidos por todos. Fue una linda sensación”, describe Montecchia. “Con la competitividad que hay, fue impresionante ver que todos estaban esperándonos para aplaudirnos. Equipos que te querían matar estaban ahí, en reconocimiento porque demostramos que se le podía ganar a Estados Unidos. ¡Hasta los yugoslavos nos aplaudían como chicos!”, evoca Fernández. “Nosotros veníamos en el colectivo cantando felices, pero recién ahí, cuando estábamos subiendo la escalera que daba al hall, nos dimos cuenta de que habíamos hecho algo muy grosso. Recuerdo que vi a Nowitzki aplaudiéndonos. Lo disfruté muchísimo, y hoy que estoy retirado lo valoro más todavía”, detalla Palladino.
Pero el reconocimiento trascendió el mundo del básquet: “Más tarde llegó un fax que había mandado Maradona. ¡Maradona! ¿Entendés? El Diego nos alentaba, nos decía `Vamos, muchachos’ y cosas así. Imaginate para nosotros lo que significó que un tipo como él estuviera pendiente. Son cosas que a uno lo conmueven”, se emociona el escolta argentino, quizás sin llegar a comprender, aún en la actualidad, la dimensión de lo que hicieron sentir a Maradona y a cientos de miles de argentinos con su enorme gesta.
Capítulo III del libro “Dorados y eternos”.