Es común creer que el miedo es lo contrapuesto al coraje o a la valentía, pero ambos están sobre el mismo camino y se juntan al momento en que tomamos decisiones. Porque cuando uno toma una decisión, siempre tiene miedo. ¿A qué? A que algo salga mal y no ser aprobados por otras personas.

Hay que asumir que todos podemos equivocarnos, aun cuando nos hayamos preparado de la mejor manera posible para hacer las cosas bien. Pero no hay que olvidarse: constantemente está el riesgo de equivocarse. Por eso, no hay que temerle a esa posibilidad y debemos aceptar el error como un aprendizaje.

eli1Tanto en un partido de fútbol como en la vida en general, si uno se equivoca y se queda enganchado en el error de un minuto atrás, la calidad de sus decisiones futuras bajará y cometerá a su vez otros errores. Pero si se saca esa equivocación de la cabeza para seguir tomando nuevas decisiones, las cosas podrán ir mejor. Después habrá tiempo para analizar por qué se produjo determinada equivocación: si tuvo que ver con lo emocional, con la concentración o con algo más técnico, como la posición en la cancha, en el caso del árbitro. Entonces se trabajará para que aquello no vuelva a suceder o suceda menos veces. Pero siempre sabiendo que al tomar una decisión hay que vencer al miedo.

Se teme al error porque se presenta de muchas maneras y no sabemos cómo ni cuándo irrumpirá. Existe el miedo a equivocarse, a defraudarse a uno mismo o a defraudar a los demás. Pero recién cuando reconozco el miedo y me digo que lo voy a atravesar, aparece el coraje. Es fundamental que las personas que experimentan algún tipo de temor se animen, sin embargo, a tomar una decisión, más allá del resultado. Porque uno aprende. Y ahí ya ganó. A veces hay que dejar que los demás digan que uno es un burro y esas cosas; uno mismo podrá demostrar en algún momento que no lo es. Sólo es cuestión de tiempo y paciencia. En ocasiones, y después de alguna equivocación, uno quiere la revancha enseguida, demostrar sin demoras que puede hacer las cosas acertadamente y que es posible remediar. Pero hay que tener tiempo, paciencia y aprender. Es fundamental. El primer paso para eso es reconocer que se tiene miedo, pero no hacia afuera sino a uno mismo.

Uno puede demostrar cualquier cosa frente a los demás, pero antes debe ser auténtico consigo mismo, prepararse para que el miedo no influya negativamente en determinada decisión y estar en el estado de ocupación en lugar del de la preocupación.

Quiero aclarar que por más que ejemplifique con la profesión del árbitro –que es en la que me muevo–, todas las personas transitan los mismos caminos. No hay diferencias de fondo.

No hace mucho me puse a pensar en cuando empezamos un proyecto para mejorar el arbitraje en Paraguay. Al principio estábamos muy positivos, con ganas de hacer cosas, de aplicar cambios. Se pensaba por dónde se podía empezar, cómo, a partir de cuándo. En tanto, el rendimiento de los árbitros iba bien. Las críticas y los halagos nos pasaban de largo. Éramos como un jet. Pero de repente algo cambió. Fue a partir de una semana en que las cosas no salían del todo bien. Había cuestionamientos y errores a los arbitrajes. La gente comenzó a hablar mal de nosotros. En los medios de comunicación destacaban nuestros errores. El panorama varió totalmente.

Aunque no lo veamos, el miedo siempre está
De aquella alegría inicial pasamos a ver todo negro. El grupo entró en un sentido negativo. Apareció el miedo a que las cosas siguieran saliendo mal cuando antes no le temíamos a nada. Ahí la cuestión fue decidirse a cambiar, hacer borrón y cuenta nueva y darle para adelante. El cambio también es una elección. En ese momento, hablamos mucho entre nosotros, los árbitros. Nos juntábamos para analizar por qué nos ocurría eso y expresamos cuáles eran los errores que cada uno pensaba que teníamos. Incluso afloraron los temores y nos dimos cuenta de que eran los mismos en todos. Aprendimos con los hechos que cuando uno enfrenta al miedo reiteradamente puede desterrarlo. Pero que el miedo nunca se va. Es como que se esconde y se queda latente, agazapado para aparecerse de pronto y es en ese momento en el que uno se engancha negativamente. A veces con una pavada o un hecho menor. Por ejemplo, algo que dijo un dirigente o un periodista o un jugador. El problema es cuando uno se termina focalizando en escuchar aquello negativo que se dice, que tal vez es lo mismo que se decía antes pero no se le prestaba atención porque las cosas funcionaban de mejor manera. Es indiscutible que si uno escucha determinadas cosas en un momento especial, eso que se dice también penetra en el estado de ánimo. Simplemente porque antes no se tenían en cuenta las críticas negativas. En medio de esto, hay algo más complicado: y es que ese mensaje externo puede lastimar.

eli1Uno, enganchado, permite que vuelva el miedo y lo que antes se pasaba rápidamente, ahora no. Se hace cada vez más poderoso, se agranda. Lo bueno lo vemos chiquitito y lo que no está bien nos parece gigante y nos atormenta. Eso es lo que nos aflige.

Hay que trabajar mucho en esa mirada. Tener en claro cómo nos manejábamos cuando las cosas iban bien y no desenfocarnos. Para salir de ese mal momento, para reencauzarnos y no hacernos una mala pasada, el primer paso es estar dispuestos a cambiar de canal. Eso es un avance. Después, lo que sigue, es trabajar. Porque hay que empezar de nuevo para enfrentar el miedo, el mismo miedo que antes superamos, pero sabiendo que nunca se irá. Es un error creer que desaparecerá o que lo vencimos definitivamente. Por eso hay que animarse a convivir con él. Se lo puede superar pero no vencer simplemente porque siempre ocurrirán cosas que nos harán temer algo. Siempre.

Esto ocurre constantemente y nos abarca a todos. En el arbitraje, debe tomarse como algo plural, porque estamos incluidos no sólo los jueces, sino también los dirigentes, los jugadores, los técnicos, etc. En una empresa, lo mismo: sus integrantes, desde el gerente general al último empleado, pueden verse alcanzados por el temor y provocar una cadena de bajos rendimientos con sus malas consecuencias.

Sólo de manera unida se puede salir adelante, porque la mirada conjunta nos hace ver el mismo problema desde distintas posiciones, porque hay ocasiones en que el error lo vemos tan grande porque es el miedo el que nos focaliza con cuestiones negativas.

Vanidad y omnipotencia
A menudo no nos permiten ser auténticos, y menos aún reconocer nuestros errores. Nos preparan para actuar mirando hacia afuera, para tener demasiado en cuenta la opinión de los demás. Esto hace muchas veces que nos interese más lo que crea el otro que lo que piense o sienta uno mismo. Por eso, es común que haya miedo al no consentimiento ajeno, lo que deriva en que nos duela o nos mortifique lo que opinen los otros.

Y como nuestra mirada suele estar depositada hacia el exterior, tendemos a magnificar lo que realmente ocurre. Eso nos sucede porque nos salimos de foco.

Cuando aparece algún tipo de miedo a una equivocación, suelen irrumpir al mismo tiempo, y profundizarse en nosotros, la vanidad y la omnipotencia. Eso tiene que ver con el poco poder de aceptación al error que, por lo general, tenemos. Es muy común que nos quedemos dando vueltas y vueltas alrededor de una determinada equivocación. A veces permanecemos tan varados en el porqué de determinada equivocación que colapsamos. En ese cuadro de situación, lo primero que se rechaza es la crítica que nos hace alguien desde afuera, porque no nos puede entrar nada. En cierto punto, es lógico, porque si uno se siente pésimo consigo mismo, ¿cómo no va a tomar a mal que encima aparezcan las críticas externas? En ese entonces, el miedo ya está instalado.

eli4A algunos les pasa que después de sentirse vanidosos y mostrarse soberbios se caen y pierden todo tipo de confianza en sí mismos. Frente a esa situación de exposición, optan por ocultarse. Tienen miedo a mostrarse. Es un proceso de autoflagelación. “¿Por qué me equivoqué si no me equivoco nunca? o ¿por qué no se equivoca el otro?”, puede alguien preguntarse mientras encuentra primero excusas para no aceptar lo que le sucede. Pero una persona sólo va a poder sentirse mejor, o iniciar el camino para estarlo, recién cuando se reconozca a sí mismo que se equivocó y empiece a trabajar para superar ese error.

Es normal que uno la pase mal en ese proceso de la frustración. Ése no es el gran problema. Lo peor es que cuanto más tiempo se permanezca en ese estado, más complicado será salir. Por eso siempre lo mejor es aceptar la realidad, cómo nos encontramos y qué errores cometimos. Entender que antes que todo somos seres humanos y, por lo tanto, las equivocaciones son comunes. Se trata de aprender por qué algo nos salió mal. Buscar la razón por la que se falló es también necesario para salir adelante. La solución es buscar y encontrar las causas, para que no vuelva a suceder. Si negamos los hechos, se van a repetir más veces. Vuelvo a poner como ejemplo mi caso, en cuanto árbitro de fútbol: en ocasiones uno comete un error porque 110 estaba concentrado. Me ha sucedido que debí aceptar que me posicioné mal en el terreno de juego ante determinada jugada y que esa mala ubicación fue la que no me permitió ver que hubo una mano de penal en un área. ¿Cuál fue el problema, entonces? Que tenía un mal campo visual. O sea, para la próxima trataré de no cometer la misma equivocación.

Pero no tengo que olvidarme de que siempre volveré a equivocarme. Seguramente con otra cosa, pero el error estará en cualquier actividad que encare. Sólo si acepto eso, estaré en condiciones de luchar para que esas equivocaciones se repitan menos.

Asumir los errores
Hay que aceptar los errores con coraje y con hidalguía, aunque sea doloroso darse cuenta de que uno se equivocó. Pero antes hay que reconocerlos frente a uno mismo. Porque a veces uno se equivoca por distintos motivos. Por ejemplo, por miedo escénico, ante la presencia de 40 mil personas que gritan en contra, como el caso del árbitro de fútbol, que tiene a toda una cancha que lo insulta; o por miedo al “qué dirán”, al ser evaluados. En algunas ocasiones ante el error se responsabiliza a la mala suerte. Ésas son excusas para no asumir la responsabilidad plena. Porque hacerse cargo, enfrentarse a uno mismo, es lo más complicado, lo que más cuesta asumir.

Los miedos también son difíciles de asimilar, nos llevan a cometer errores. Porque es muy duro aceptar que se tuvo temor frente a determinada situación que se creía dominada o superada. Es muy factible que a partir de ese reconocimiento interno surjan otras cuestiones que venían de muy atrás en el tiempo. El ser humano no es una máquina. Hay días en que uno se levanta mal y se equivoca porque no está lúcido o por algún otro motivo. Puede deberse a cosas tan comunes como no dormir bien o tener una discusión familiar cuando, por ejemplo, alguien iba rumbo al trabajo. Son cuestiones normales.

A cada persona le gusta, e intenta, manejar todo lo que hay a su alrededor. Pero eso es imposible.

Aceptar las reglas del juego
Si nos cuesta tanto manejar lo que nos ocurre, imaginen lo que es manejar a terceros. ¡Es imposible! “A mí me gustaría que mi maestra sea así, mi mamá fuera de esta forma y mi papá de tal otra”: todos tenemos un ideal respecto de la persona que tenemos al lado. Pero la realidad nos muestra otra cosa.

Es más, a veces hasta no sólo queremos cambiar al que está a nuestro lado, sino también los hechos que dependen de otros. Me refiero a la frustración que viene a partir de terceros. Uno tiene que hacer lo que está a su alcance, pero no puede convertirse en responsable de la parte que no nos atañe.

Siempre hay decisiones que tienen que ver con uno y otras que dependen de terceros, en las que no tenemos incidencia. Uno debe hacerse cargo de la parte que le corresponde. Después, si la decisión determinante no nos favorece, hay que aceptarlo. Lo que nunca debe faltar es una mirada hacia uno mismo.

libro350Quiero decir, que uno puede prepararse de la mejor para conseguir determinado logro y creer que está para recibir hasta el premio como el Mejor del Año, pero hay que saber que ese galardón no depende sólo de uno, no de un jurado, por ejemplo. Y encima, a lo mejor a alguien de ese jurado le gustó otro trabajo más que el que hicimos nosotros. Ahí no podemos influir en la decisión. Con esta ejemplificación queda claro que no todo depende de nosotros.

No tendría que haber lugar, en ese caso, para la frustración. Uno tiene que sentirse satisfecho con lo que hizo y punto. Contentarse con haber hecho todos los esfuerzos necesarios como para obtener el mejor resultado, si es que así lo hizo. Si no lo eligen los demás, sólo aceptarlo. Hubo veces en que dirigí un partido de tal manera que pensé que fue el mejor de mi vida. Pero luego me encontré con la sorpresa de que nadie dijo nada. En otras ocasiones hasta sentí que no dirigí bien y las críticas fueron más que positivas, a pesar de que yo no lo sentía así. Esto se debe a que hay visiones diferentes. Sólo que más allá de esas visiones, hay alguien que debe tomar una decisión. Y esa decisión no siempre se inclina por lo que hicimos. Ratifico, entonces, que no todo depende de uno.

Si le preguntara a cada persona que conozco cuántas veces se aplaudió a sí misma, casi todos me van a responder que casi nunca. También podría ampliar ese interrogante a uno mismo. Eso ocurre porque hay un montón de condicionantes que no nos permiten aplaudirnos. Uno puede llegar a hacerlo en un espacio de intimidad o soledad, pero no cuando está ante los demás. Ahí cuesta más. Un futbolista puede celebrar un logro y hasta mostrarse contento porque lo aplauden en una cancha. Parece que en ese escenario el aplauso está más aceptado y permitido. Lo mismo ocurre cuando a alguien lo ascienden en un empleo: suele buscarse más el aplauso de los demás que el propio, que es el que más debería reconfortar. Pero donde al ser humano le falta mejorar es en aprender a felicitarse a sí mismo, a sentirse contento y conforme con lo que logró. A escuchar la voz propia, esa que siempre nos quiere hablar y que cada uno de nosotros debería escuchar. Esto que opino puede aplicarse en cualquier ámbito de la vida y no sólo en el del arbitraje.

Ya tenemos demasiado con nosotros mismos como para hacernos cargo de las decisiones de otros, así que hay que sacarse el peso en ese sentido. Lo de uno es hacer las cosas de la mejor manera posible; lo demás ya nos excede. Que yo haya ido a dirigir al Mundial de Alemania en 2006 dependió de mí, pero también de otros factores, como por ejemplo que haya habido otras personas que me eligieron entre tantos candidatos.

En lo personal sabía que estaba preparado para dirigir la final. Por lo tanto, si me tocaba, como me tocó, mejor. Pero tampoco olvidaba que muchas veces me preparé muy bien y no dirigí otros partidos que sabía que estaba en condiciones óptimas como para dirigirlos. Le tocó a otro colega. Hay que aceptar esas reglas de juego.

El gran problema surge cuando uno no acepta esas cosas. Cuando digo que determinado competidor no tiene nivel, que yo soy el mejor o que el otro dirige porque es amigo de tal o cual, estoy aceptando mi frustración, no me hago cargo de mí y, encima, destrozo a un tercero que tal vez se preparó igual o mejor que yo. Todos caemos en ese tipo de errores. Pero pararse en ese lugar no sirve, más allá de que on general la sociedad vive y se demuestra de esa manera.

El miedo madre
Hay un cierto miedo de tipo existencial que se acrecienta con el paso del tiempo. Al principio no nos damos cuenta de su existencia ni de su incidencia, pero luego se va haciendo más consciente. Me refiero al miedo a la muerte. Cuando uno es joven, lo tiene como algo muy lejano; por lo tanto, no se piensa demasiado en ella. Hasta que empiezan a desaparecer los seres queridos mientras vamos creciendo. En rangos lógicos, primero se nos van los abuelos, después un tío adulto, luego los padres y así. Eso tiene una incidencia cada vez mayor en cada uno de nosotros porque se van acumulando ese tipo de despedidas. Porque más allá del dolor que se siente porque uno quiere a esa determinada persona, también aparece la incertidumbre y la toma de conciencia de que eso también nos va a ocurrir a nosotros, más allá de que no sepamos cuándo; incluso es momento de análisis de nuestras propias vidas…

eliEse miedo existencial es lo que siempre llamo “Miedo madre”. Obviamente, el psicoanálisis sabe explicarlo mejor, pero en rasgos menos profesionales y más coloquiales, eso es lo que nos pasa con este tema.

Mi primer contacto concreto con la muerte fue cuando falleció mi padrino, a mis 18 años. Fue muy fuerte aquello, porque se trató de la primera pérdida grande en cuanto a lo afectivo. Recuerdo que fue un golpe muy violento para mí, que me generó nuevos pensamientos, dudas y, obviamente, temores. Muchísimos.

Siguen pasando los años y tino a medida que crece se va dando cuenta de que comienza a jugar su segundo tiempo en la vida. Me refiero a la toma de conciencia de cómo pasa el tiempo y cómo vamos haciéndonos grandes. Ese es el momento en que uno intuye que ya se está más cerca de la línea de llegada que de la de partida. Es cuando entendemos que nos queda menos tiempo para hacer cosas, sobre todo las que soñamos. Comprendemos además que si queremos alcanzar algún sueño ya no podemos pensarlo tanto sino que hay que poner manos a la obra.

La primera vez que tuve conciencia de eso fue a mis 47 años, más o menos. Todavía lo recuerdo. Me dije “acá empecé a jugar mi segundo tiempo”. Si bien lo notaba desde antes, siempre hay una excusa para no verlo y seguir pateando hacia adelante proyectos, planes, anhelos. Pero en algún momento hay que ser conscientes del paso del tiempo. Eso es imposible de detener. Ojo que no lo hablo en términos negativos, porque los años también traen cosas positivas, alegres, que nos dan mucha felicidad. Cada etapa de la vida tiene sus cosas buenas y malas.

Tiempos
En mi caso, en el primer tiempo de mi vida les di más fuerza a mis objetivos y desarrollos. Uno crece más atrapado por la famosa persecución de la zanahoria: amar a una mujer y casarse con ella para crear una familia propia, con hijos, y ya encarar hacia un futuro determinado; tener cierta solidez o tranquilidad laboral y económica. También se sueña con hacer cosas que nos gusten, que en definitiva son los logros a los que apuntamos. Se les pone mucha energía a esas cuestiones. Pero en tanto, no nos damos cuenta de que hay algo muy importante: es que se pierde el hecho de disfrutar de las cosas más simples que nos da la vida. No está bueno pensar sólo en el objetivo. También hay que mentalizarse acerca de cómo se logra algo determinado, teniendo en cuenta que siempre hay un precio o costo que pagar para llegar a donde queremos.

En el primer tiempo de la vida se vive más acelerado, a un ritmo tal vez frenético. No observamos hacia los costados a ver qué nos ocurre y, muchas veces, hasta pasamos de largo algo tan sencillo como detenernos a preguntar qué necesitan o cómo están nuestros seres queridos, por ejemplo. Eso es normal que pase. Ahora, ¿es lo ideal o mejor? No, pero es común.

Por mi parte, vivo de otra manera lo que llamo el segundo lempo de la vida. Me propongo disfrutar más de mis hijos, de mí familia y de mi trabajo. Intento sentirme de la mejor manera a cada segundo, siempre y cuando se pueda. En esta etapa cambian las perspectivas. Se valora más todo lo que nos sucede. No quiero decir que antes no, sino que uno no se detenía a contemplar lo que ocurría a su alrededor. Ahora estoy en una etapa en la que quiero detenerme pura disfrutar de las cosas buenas y que no se me pasen tan rápido o sin darme cuenta de ellas.

Ese segundo tiempo no aparece de un día para el otro. No es que hay un click y pasamos de forma urgente del primero al segundo.

Tal como sucede en los partidos de fútbol –y creo que este deporte sirve como ejemplo para aplicar en otros ámbitos de la vida–, hay un entretiempo. Las cosas se van dando de forma clara, normal. Pero así como no existe un acontecimiento especial, sí hay una mirada muy personal que nos va permitiendo vislumbrar el cambio, aunque de manera paulatina. Es que uno, de manera constante (como en otros momentos de la vida pero quizás de manera más profunda; los escenarios se repiten) va evaluando qué cosas le gustan, cuáles no, en qué debe o quiere trabajar, qué cambiaría, qué lo pone contento, qué lo entristece y qué le preocupa y ocupa. Creo que por ese timming constante de ir haciéndose preguntas internas es que se va formando ese entretiempo –transición– entre lo que llamo el primer tiempo y el segundo de la vida.

Defensa
Cada uno fabrica un mecanismo de defensa ante los miedos que se le van apareciendo. Pero de lo que más nos cuidamos es del otro, hacia el afuera, hacia el qué dirán. Porque por lo general lo que buscamos es no sentirnos atacados ni invadidos por componentes externos. Por ejemplo, por la sociedad en general. Apuntamos a tapar nuestro temor a relacionarnos con otros o a cometer errores. Por eso nos resulta muy importante, y hasta cómodo, el mecanismo de defensa que utilicemos, ya que en base a él apareceremos ante los ojos ajenos como un producto medio distorsionado de lo que somos. Voy a utilizar un ejemplo: cuando vemos a una persona soberbia, omnipotente, lo que en realidad vemos es un mecanismo de defensa ante su miedo, ante su inseguridad, que desea ocultarles a los demás, ocultándoselo en primer lugar a sí mismo. Sólo ese ser es consciente de su miedo. En consecuencia, fabrica su defensa en base a su propia experiencia, que no es más que la consecuencia de las historias que vivió. O sea, algo que tiene que ver con miedos propios, con cierta inseguridad. En otras palabras, temor a salir herido de una determinada situación.

Esos temores y esa forma de defenderse y actuar en base a los temores es lo que forja la personalidad y el carácter de cada uno. Hay que tener en claro que convivimos de manera constante con el miedo. Es por eso que no hay que olvidarse nunca de que esos miedos serán parte de nosotros y que, lejos de desaparecer, reaparecerán muchas veces. Aun cuando creamos que se fueron para siempre. Podemos dominarlos un tiempo, pero a la larga reaparecen.

Hay que aprender y aceptar la convivencia con el miedo.

(*) Extracto del libro “Partido ganado”, editado por Editorial Conecta.