El escritor Juan Villoro, atinadamente, afirma que “en México el carnaval coexiste con el apocalipsis”. En un país donde la fiesta termina cuando el alcohol perece y las oportunidades se esfuman cuando la ansiedad cae, la responsabilidad del éxito para una selección con autoridad y etiqueta de favorito, fue una ecuación de insospechadas sorpresas para la psicología mexicana.

Los futbolistas de “el tri” pasaron de héroes nacionales a apátridas sin nombre en 90 minutos contra una, hay que decirlo, selección sueca de porte y músculo. Apostatas del sufrimiento, los mexicanos apretujaron la angustia y tensados a lo más cercano que -en este caso- podía ser un celular de alguna marca coreana, esperaban, por qué no, la inminente victoria alemana que nunca llegó.

chicharito-neymar-mexico-brasil_1ae14va1xhjp51jor1sciay67eEs extraño decirlo, escribirlo aún más, pero México es una potencia mundialista, al menos en la etapa que más gusta al planeta: la fase grupos. De las últimas siete Copas del Mundo, solo México y Brasil han podido avanzar en una instancia que a más de alguna prestigiosa selección le ha costado. Hablemos de Italia, Francia, España, Inglaterra, la Argentina de 2002 y, por supuesto, esta Alemania.

Especialistas del resguardo emocional, los mexicanos han dosificado cualidades contra selecciones campeonas del mundo. En 1994 y 2002 los empates a un gol contra Italia le valieron el pase. En 1998, en el último minuto del partido, el que fuera jugador de Boca, El Matador Luis Hernández, anotó el empate a dos goles en complicado encuentro ante la selección holandesa.

En Sudáfrica 2010, un fácil dos a cero contra los franceses y en 2014 una contundente victoria contra los croatas los colocaría en segunda ronda. Sin embargo, el ánimo mexicano se fortalece contra un rival en particular, la especialidad de la casa: el todopoderoso Brasil.

Una y otra vez, la verdeamarelha ha visto la suerte pasar frente a la selección azteca en partidos cruciales. Llegados los Juegos Olímpicos de Londres 2012, a los brasileños solo les faltaba un título para completar su, ya de por sí, histórica vitrina. Con Neymar y Marcelo en la cancha, Brasil, de nuevo, sucumbió a su verdugo. Cayeron 2-1 ante los verdes.

En la Copa Confederaciones de 1999, México fue campeón con un combinado de esos que quedan para la memoria, en su plantel figuraba Cuauhtémoc Blanco, el pintoresco Jorge Campos y un adolescente que, años después, ganaría todo con el Barcelona de Rijkaard y Guardiola: Rafa Márquez. El rival, quién más, si no el Brasil de Ronaldinho.

En 2003, los cariocas fueron invitados a un torneo de, francamente, muy baja calidad como es la Copa de Oro, campeonato oficial de la Concacaf. La selección que entre sus filas tenía a Kaká, debía ganar con autoridad un título de una confederación que, históricamente, solo ha visto contados futbolistas fenómenos (Hugo Sánchez, “el Mágico” González, Keylor Navas, Márquez, por mencionar algunos). Nuevamente México los venció en una final.

La misma suerte ha ocurrido en divisiones inferiores. La primera final que México ha jugado de una Copa del Mundo -de cualquier categoría- fue la sub-17, en Lima, Perú. Y, por qué no, vencieron a los brasileños tres goles a cero. 

Si bien, ya he mencionado que en fase de grupos México es potencia, en la eliminación directa no ha sido más que un noble animador que, a veces, complica sus rivales para, ulteriormente, enunciar la frase que más se escucha en territorio azteca solo detrás del “Viva México, cabrones”: jugamos como nunca y perdimos como siempre.

Cayeron ante Italia en el 70, con los alemanes (bendito karma) en 86 y 98. Bulgaria en el 94, Estados Unidos (quizá la más dolorosa) en el 2002, contra la Argentina de Pekerman y Maradona en 2006 y 2010 y, finalmente, contra Holanda en 2014.

El horizonte se observa para la simpatía mexicana que, a la par del mundial, vivirá este domingo los comicios electorales más importantes de su historia en la que, aparentemente y por primera vez en más de 100 años, la izquierda mexicana podría llegar al poder.

mexInmersa en la polarización electoral, la única vía alterna de unión nacional está puesta en los octavos de final más políticos de su historia (probablemente solo detrás el juego perdido ante Estados Unidos en 2002).

“Imaginemos cosas chingonas”, dijo “Chicharito” Hernández, en un mensaje claro de que el futbol es una alegoría donde solo en la cabeza se le podía ganar a las potencias futbolísticas. ¿Cuál es la ruta que el combinado más psicológico de todos los restantes habrá de tomar? ¿Asumir su -ya comprobada- franca posibilidad de ganarle a Brasil (seamos honestos, por más finales que México le gane a Brasil, siempre será la víctima) o caer, sin vacilar y de manera reiterada, en la pendiente de los octavos de final?  

Los del “profe” Juan Carlos Osorio ya mostraron sus armas, históricamente el futbol mexicano ha sido dotado -al menos- de buen toque de pelota, no así de concentración y contundencia. Y es que el cuadro del colombiano tiene una cuenta pendiente, las eliminaciones directas han sido categóricas confirmaciones de que el apocalipsis está a la vuelta de una fase grupos. Un 7-0 ante Chile en Copa América, un 4-1 frente a Alemania en Copa Confederaciones y un ridículo 1-0 con Jamaica en la Copa Oro.

Si sus jugadores recuperan la memoria, quitemos de en medio el accidentado e incómodo juego ante Suecia, no duden que, de menos, será un partidazo, con futbolistas en ambos cuadros que explotan la velocidad y la técnica por las bandas, un juego que alargue la cancha, que se toque a ras de piso, que dé goles y buen futbol.

Así el panorama, en vísperas de combatir a los que el historiador mexicano llamó como “profetas tropicales del desastre”, anticipados, con miras en el futuro, acervados en el tiempo y con la tarjeta de circulación dentro del DeLorean, han visualizado el réquiem que habrá de componérsele a los caídos futbolistas mexicanos que, con toda seguridad, serán goleados por los brasileños, y al ya vaticinado fracaso del nuevo gobierno. Yo, como refirió Jorge Macchi, “del futuro hablaré más adelante”.

Albert Camus bien pudo ejemplificar las formas del suicidio partiendo de la historia de la selección mexicana. Y es que, como Sísifo, México carga una roca propia, donde el pináculo de su heroicidad rueda en los octavos de final para, nuevamente, esperar cuatro largos años a que comience un Mundial y, entonces sí, se renueven las ilusiones. Solo que en esta ocasión hay una ladera llamada Brasil y, bien saben los mexicanos, digo –pues- sabemos, los que no somos “profetas tropicales del desastre”: la verdeamarelha es la especialidad de la casa.