Unas horas después de que el Real Madrid goleara a la Juventus y conquistara Europa por segunda vez me puse a ver uno de esos videos lisérgicos, que tienen efectos nocivos en la pareja o la salud: los 105 goles que metió Cristiano Ronaldo en la Champions League. Vi goles en el Manchester United, vi goles de hace diez años, vi goles con la 9 del Real Madrid; lo vi al lado de Heinze, lo vi al lado de Gago, lo vi desatar esos tiros libres que parecía que le había absorbido los poderes al brasileño Roberto Carlos, como los monstruos de Space Jam. El buen periodista deportivo debe siempre llegar a una conclusión, una verdad irrefutable, y a mí se me ocurrió algo así: este tipo se inventó un futuro que no era para él.
Ronaldo ha entrenado a su cuerpo para que se mueva a la velocidad de su inteligencia, su imaginación. En muchísimo más de la mitad de un video que dura 18 minutos hay dos patrones: la potencia y la ubicación. O da un paso atrás, como en el 1-0 a Juventus, cuando la defensa ya lo olvidó, o la mata en el lado ciego de la jugada, a la espalda del último defensor, activando esos derechazos que parece que los detona Corea del Norte y no un ser humano normal. En la mayoría de los 105 gritos hay anticipos de primera, hay cabezazos, hay segundas jugadas en las que gana el rebote, hay goles abajo del arco, hay más cabezazos, más anticipos: parece Palermo. Salvo una bicicleta que fue supersónica, no hay poesía, no hay repentización. Mientras a algunos cracks parece que los lleva el cuerpo –que ellos son sólo un médium de una habilidad celestial– Ronaldo sabe siempre lo que va a hacer, es un cyborg que puede anticipar, recordar y explicar algo que obviamente planeó.
A veces pienso a los jugadores de fútbol como una tesis, una posible respuesta a un camino que la mayoría no conocerá jamás. Al escritor francés Honore de Balzac le preguntaron una vez qué era un personaje de novela –qué condiciones eran indispensables para serlo– y él contestó: “Puede ser cualquier hombre de la calle, pero es alguien que va hasta el límite de sí mismo”. Algunos jugadores son hombres que han ido al límite de sí mismos, hombres que han crecido en las arenas movedizas de palabras que son siempre un escándalo –el éxito, el fracaso, la fama, la pasión–, y encima lo han hecho de chicos, preadolescentes, en la misma soledad mental que cualquiera.
No sé en qué edad viven ustedes, a qué yo le responden con sus actos, pero cuando Ronaldo llora mientras levanta el Balón de Oro quizá le esté diciendo al Ronaldo de los 15 años –el nene al que sus compañeros del Sporting Lisboa agarraban de punto porque tenía otro acento, el nene al que operaron de un problema en el corazón que no lo iba a limpiar de la vida pero sí del fútbol, que acaso fuera lo mismo para él– que se tranquilice, que ya no llore como lo hacía en la pensión. Su mamá, María Dolores dos Santos Aveiro, ha contado en Ronaldo, el documental, que a veces lo gastaba –ella lo gastaba– porque con su padre no lo habían buscado, porque la familia ya tenía tres hijos y no quería ninguno más. “Lo quise abortar”, dijo su mamá. Es la historia oficial, la que el millonario ha querido que se sepa. Traducción: ni mi vieja me quería, y miren, mírenme ahora –adórenme–, acá estoy.
Acaso una de las diferencias entre Messi y Ronaldo (aunque a Messi habría que compararlo, siempre, con Federer) es que mientras el argentino nació con la obligación de confirmar el futuro, el portugués se lo inventó. No es lo mismo ser el mejor –y que tu destino, terrible, sea demostrarlo– que salir a cazar una realidad que sólo existe en tu propia ficción.
La periodista Sabrina Duque ha escrito en la revista Etiqueta Negra una escena sobre Ronaldo que es fenomenal. Imaginen un club, imaginen una concentración. Imaginen que es de noche, imaginen a profes vestidos con la joggineta del Sporting Lisboa caminando hacia una puerta porque un ruido los alteró. Es de noche. El ruido, descubren, viene del gimnasio. Como si estuvieran por encontrarse con El Aleph, llegan a la puerta. La abren. Uno de los chicos del plantel se ha escapado de su habitación. Uno de los chicos del plantel se ha escapado de su habitación y ahora está ahí, con pesas atadas a los tobillos, solo, gambeteando conitos. La fuerza de sus derechazos industriales –sin flexionar la rodilla– ha nacido de madrugada y en soledad.
En Díganme Ringo –la biografía de Oscar Natalio Bonavena– Ezequiel Fernández Moores, su autor, cuenta que como el boxeador era grandote, forzudo, irreverente, todos le cantaban en el barrio “vos vas a ser boxeador”, y “a fuerza de repetírmelo”, se ríe Bonavena, “me lo creí”.
Cristiano Ronaldo es eso.
No es un jugador de fútbol: es un boxeador.
105 goles
Artículo publicado originalmente en La Agenda.