Nunca había corrido cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco metros.
Sus actuaciones regulares no pasaban de los 10 kilómetros, con tendencia a participar en carreras incluso de menor distancia. En su historial registraba sólo alguna que otra prueba de calles sobre recorridos aproximados de 15 kilómetros, con resultados apenas aceptables.
A fines de 1947, a sólo ocho meses del comienzo de los Juegos Olímpico de Londres, había intentado -una vez más- alzarse con el trofeo de la tradicional Maratón de los Barrios que todos los años organizaba la revista El Gráfico. Apenas consiguió una plaqueta y su inclusión en la fotografía de “los diez primeros”.
A pesar de que se acalambraba con frecuencia, Delfo Cabrera quería ganar la maratón olímpica. Cuando todavía era un adolescente, en Amstrong, su pueblo natal, iba y volvía corriendo de la escuela inspirado en el triunfo que Juan Carlos Zabala, El ñandú criollo, había logrado en la maratón olímpica de Los Ángeles de 1932. “Estoy tan cansado que no puedo ni llorar, pero muy contento de que se haya levantado en el mástil por primera vez la bandera argentina”, había dicho al recibir su medalla dorada el atleta argentino de tan sólo 19 años.
Esas palabras eran un mantra que taladraba la conciencia del testarudo Cabrera mientras se entrenaba para para participar de las pruebas de clasificación, que la Federación Atlética Argentina había programado como selectivo de los tres maratonistas que viajarían a Londres para los Juegos Olímpicos de 1948. Empezó mal, en la primera prueba de suficiencia de 20 kilómetros no alcanzó a clasificarse: en plena carrera lo atropelló un automóvil. La lesión no fue grave pero debió abandonar la competencia. Ya repuesto se inscribió en la segunda prueba, esta vez la distancia sería de 30 kilómetros. A pesar de que sus calambres lo obligaron a detener su marcha dos veces, Cabrera llegó segundo detrás del fondista mendocino Eusebio Guiñez. Ellos dos más el porteño Armando Sensini, fueron los seleccionados.
Sus calambres eran producto de su mala alimentación y su dificultad para planificar una rutina de entrenamiento y descanso adecuada. Su trabajo no era precisamente el más indicado para garantizar los cuidados que requiere un deportista: cumplía guardias de 24 horas sin dormir y vivía expuesto al estrés y a todo tipo de peligros: era bombero.
Tras tres semanas de viaje en barco que dificultaron la preparación atlética, la delegación nacional arribó a Londres. A las tres de la tarde del caluroso sábado 7 de agosto, tres argentinos vestidos con camisetas blancas cruzadas por dos bandas celestes en el pecho, esperaban junto a otros cuarenta corredores, en un extremo de la pista del estadio de Wembley, el disparo que daría comienzo a la maratón. De los tres, Cabrera -que portaba el número 233 y según los programas y más tarde en el cartel se llamaba Cabrora- era en los pronósticos el que menos chances tenía. El consejo de su entrenador, Francisco Mura, fue que no forzara la marcha hasta cubrir por lo menos los primeros cinco mil metros. Que no se dejara llevar por el impulso de ser un corredor acostumbrado a las distancias cortas -es decir de buena velocidad inicial- y no un fondista consumado. No extrañó entonces que recién a partir de los 15 kilómetros el santafecino empezara a tallar en la carrera que lideraba un belga, Etienne Gailly. Los otros dos argentinos, Guiñez y Sensini, siempre estuvieron también en la conversación, alternando en el pelotón de los punteros.
La definición de la carrera fue cinematográfica: El puntero Gailly, extenuado, entró a la pista del estadio casi trastabillando. Sus piernas ya no le respondían y su mirada parecía extraviada. Quince metros detrás muy armado, braceando sin esfuerzo, y levantando sus rodillas, ingresó Cabrera. El belga miró para atrás y supo que su suerte estaba echada. El argentino lo pasó como a un poste y con sobria elegancia, casi sonriendo, cruzó triunfal la meta. su marca fue de 2h. 34’ 51”. Eusebio Guiñez ,que tenía 42 años, terminó quinto y Armando Sensini, noveno. Los tres argentinos, entraron en la fotos de “los diez primeros” y al regreso a la patria cada uno recibió una casa de regalo de parte del presidente Perón. Al año siguiente, el 17 de octubre de 1949, Cabrera fue reconocido en la Plaza de Mayo con la medalla de la Lealtad Peronista. Se consideraba a sí mismo un típico producto de la política de apoyo al deporte del peronismo.
En los Juegos Olímpicos de Helsinki de 1952, Delfo Cabrera fue el abanderado de nuestra delegación, mejoró su tiempo de Londres en ocho minutos, pero sólo le alcanzó para clasificarse sexto en la maratón que ganó un fenómeno del atletismo: La locomotora checa, Emile Zatopek. Otro argentino, Reynaldo Gorno, consiguió un notable segundo puesto ganando la medalla de plata.
En 1955 la Revolución Libertadora derrocó a Perón y su ánimo revanchista alcanzó entre otros tantos, también a Cabrera: lo echaron del Cuerpo de Bomberos donde revistaba por el delito de haber sido peronista. El nuevo trabajo del maratonista depuesto pasó a ser el de recoger papeles con un pinche, en el Jardín Botánico.