River es el mejor equipo de la Copa Libertadores y Boca es un boxeador hecho en Hollywood, ese héroe todo sudado pero hermoso al que lo tienen contra las cuerdas y le dan, le dan, le dan, hasta que -de repente- la música cambia y él activa su mano decisiva y letal.
Es más, tan obvio es Hollywood que ni siquiera tenemos que hacer el esfuerzo de imaginarlo: el boxeador es Wanchope, nomás. Grandote el negro, todo armado, una piedra colosal; un guante azul y el otro amarillo, el shorcito con la franja de oro y sus quinientas mil estrellas, la bata que dice “Vinos Maravilla” enorme y a lo ancho, atrás. En el 1-0 le dio de derecha, vio que la pelota volvía a caerle y le dio más fuerte, de primera y de zurda: no era un delantero eso, era un desclasado cordobés dándole a una bolsa un lunes a las cinco de la mañana mientras afuera todavía no amaneció. A propósito, ¿saben cómo apodaron los jugadores de River al arquero que Wanchope volteó? Iván Drago. A Armani, en River, le dicen Iván Drago. Y a Iván Drago lo sacudieron en la primera pero en la segunda no (la segunda es el quite de Wanchope ante un mal control de Zuculini, el pase a Tevez que galopa y se la da a Benedetto en el minuto final) básicamente porque esto es el negocio del entretenimiento, y así deben ser los finales en la industria de la pasión: esperanzadores, abiertos, hermosos como esto está, un 2-2 oscilante que deja todo listo y allanado para que rebalse de pochoclos la segunda parte de la saga en el Monumental.
Y si Boca es Wanchope, River es todo lo contrario, completamente otra cosa. ¿Contra qué se enfrenta la fuerza boba de los delanteros de los Barros Schelotto? Contra la inteligencia de un espía, un chacal. Gallardo ideó un plan con Racing, otro con Independiente, uno distinto ante Gremio y otro ayer. Ha jugado Scocco de titular, Quintero de enganche, Nacho Fernández sí y Nacho Fernández no, Palacios suelto o contenido, se ha jugado de contra o a dominar. El entrenador de River es a los periodistas lo que el clima a los meteorólogos: no le pegamos un equipo jamás.
Ayer, por ejemplo, apareció la línea de cinco. Martínez Quarta y Montiel encerraron a Pavón, Palacios bloqueó la línea de comunicación con Pablo Pérez y el Pity Martínez fue el barrilete cósmico elegido para volar. Yo no sé qué piensan o qué les pasa a ustedes con Gallardo pero a mí se me hace que vive en una mansión que tiene una habitación subterránea a la que cada tanto baja. El secreto (que sólo él sabe) es que hay un espejo ahí. Gallardo baja a la habitación, se para enfrente y en el espejo aparece uno de los Gallardo del pasado, el que jugaba en los River de Gallego, Passarella y Ramón. A veces lo visita el enganche del 98, otras, uno más viejo, como el del arañazo a Abbondanzieri en la semifinal. Es el Gallardo que perdía casi siempre en Brasil, el que casi siempre perdía contra el Boca de Traverso, Dollberg o Marchant. Entonces, Gallardo y Gallardo charlan. La fuerza del entrenador es la memoria, si volvió a River fue para inventarse otra muerte, otro final. Y el espejo ahora le advierte, le dice: es un equipo que juega bien contra otro que tiene la insólita estrella de Palermo. Es Boca. No nos puede volver a pasar.
Y mientras tanto, al fin un partido divertido, dos equipos desafiándose a ganar. Después de tantos años en los que la Escuela de Violencia Comunicacional de Fernando Niembro y Martín Liberman les inoculara a los jugadores un miedo y una condena que los empujaba al horrible 0-0, Barros Schelotto puso tres puntas y después metió a Benedetto y a Tevez, y el equipo jugaba mal y él igual gritaba su frase de campaña: “Vamos, vamos, dale, arriba, ataquemos, va”.
Y Boca fue, y Benedetto metió un gol para que el Nucazo de Guerra cobrara regalías en SADAIC. Habría que chequear con la Escuela de Violencia Comunicacional si murió alguien después de todos los errores que cometió la defensa de River, porque nosotros creemos que no. ¿Y después del pase de Martínez a Pratto mientras la Bombonera aún temblaba por el primer gol? De nuevo: nosotros creemos que no, aunque andá a saber.
Una de las tantas diferencias entre un buen equipo y un gran equipo es qué hace después de un error. Templanza, serenidad, paz y precisión –nervios, derrumbe, oscuridad. River se recuperó siempre, y Boca –un poco más a los tumbos– también. En la serie de la Copa de 2015 nos habían hecho creer la ficción del fin de los tiempos, parecíamos los oyentes de La Guerra de los mundos, el radioteatro que craneó Orson Welles: ahí vienen los extraterrestres, todos vamos a morir. Tanta exageración, tanta mentira confabuló para que una tropa de boludos tajeara una manga y agrediera a los jugadores con gas pimienta en el último clásico copero que se jugó, y si las finales no se juegan porque se ganan, el que se equivoca pierde porque los nervios de Gustavo López y Marcelo Palacios te dicen que lainteligenciaesdefendersevosaseguráprimeroelceroentuarcoqueestoesuna finalyalafinallatenésqueganar, bueno, ¿vieron qué lindo cuando no es así? La final estuvo buenísima porque hubo dos equipos –uno hecho de héroes sueltos; el otro, más frío e inteligente, detrás de una idea, ejecutando un plan– que salieron a ganar. Y que saldrán a ganar también en la segunda, y que según cómo jueguen nos enseñarán a todos que la derrota no siempre te debe condenar. ¿Vamos a matar a River después de la Copa que hizo? ¿Vamos a sepultar a Boca después de todas las veces que resucitó?
“¿Viste que nacieron de la Ribera ambos –se asombra el Flaco Spinetta en una entrevista que le hacen Jorge Dorio y Martín Caparrós–, y dividieron cual andrógino? Hay un gran respeto, es como lo que dice Baudelaire: ‘La izquierda quiere ser la derecha y la derecha la izquierda’. Actúan como el contrario, para incitarse. Yo creo que hay mucho Boca en River y mucho River en Boca –se entusiasma el Flaco–. Y por eso cuando juegan Boca y River, a uno se le produce en la cabeza el Boca River”.
Y en la cabeza lo tendremos, mientras el país se desgañita de dolor y furia, hasta que se juegue la segunda. Ahora pasó la primera. Y Boca y River son más gigantes que anteayer.