La principal preocupación de España para lograr una goleada en aquel partido ante Malta tenía nombre, apellido y puesto: John Bonello, arquero.
La Roja tenía que ganar por once tantos de diferencia para clasificarse a la Eurocopa del ’84, pero el guardián maltés de los tres palos había sido el mejor jugador en los encuentros anteriores de su equipo, y había sido muy claro a la hora de hablar con la prensa española antes de jugar: “No volvería a mi país si me marcasen once goles”.
No fue la única frase memorable que arrojó aquel día anterior a la goleada histórica. “Nuestro primer partido fue ante Irlanda y por jugar muy abiertos nos hicieron ocho tantos, pero ya aprendimos la lección”, sostuvo. Más: “Estoy seguro de que España no alcanzará la cifra de once”.
La realidad se obstinó en contradecirlo, España ganó 12-1, y él incumplió su promesa de no regresar a su patria. Muchos años más tarde, la televisión de España lo homenajeó con un comercial que rozaba la genialidad: una cerveza lo consideraba el mejor amigo que tuvo el país en su historia, el amigo perfecto.
El premio era justo: nunca una sola persona dio tantas alegrías a tantos españoles al mismo tiempo.
Al menos no hasta que Iniesta metió el gol en la final del mundo que sirvió para enterrar una gesta heroica -una victoria abultada, apenas, para entrar en un torneo- en el segundo plano de la leyenda futbolística de un país.