Empecemos por Attilio. Attilio que no viene a nacer en un año cualquiera. Attilio nace en 1949, mismísimo año de la tragedia de Superga, en la cual, por un accidente aéreo, mueren todos los integrantes del Gran Torino, lejos el mejor equipo de la época. Es el episodio que inicia una cadena de desgracias granates y el que, al mismo tiempo, quizás también marca el destino de este niño recién nacido.
Attilio pertenece a una familia acomodada de Turín, crece y estudia, es aplicado en la escuela y representa el orgullo de un prestigioso padre psiquiatra que intenta mostrarle a su hijo el camino que alguna vez él recorriera. Pero Attilio sigue creciendo y se hace hincha del Toro, se convierte en un ultra. En su cuarto no hay pipas ni preguntas existenciales, sólo cuelgan pósters y fotos de Luigi Meroni, porque él quiere ser futbolista, quiere ser como Meroni.
Meroni se transforma en el eje de la reconstrucción del Torino durante la década del 60, es un equilibrista de la línea de cal, un domador del blanco césped, un tipo que además de futbolista es pintor y poeta, estilista y fana de Los Beatles, amante también del jazz. Una especie de George Best en versión dolce vita, díscolo, excéntrico, bohemio, alguien que deja plantada en el altar a la mujer que más lo amó y que se casa con otra arrebatada de un matrimonio por conveniencia.
Por su forma de jugar, lo apodan la farfalla granata (mariposa granate) y un día Edmondo Fabbri lo convoca por primera vez a la Nazionale, aunque también le avisa que para jugar tendría que cortarse el cabello. Meroni se niega y enfrenta a los cronistas con su mascota, una gallina a la que, jalándole el pescuezo, hace responder por él: “ella dice que no está de acuerdo con la decisión de Fabbri”. Y se va.
Attilio se mira al espejo y sólo quiere que el reflejo le devuelva a Meroni. Se deja un incipiente bigote, abundantes patillas y un largo mechón de pelo que le cruza la frente. Usa camisas de cuello alto y cuenta, maravillado, que un niño lo confundió en la calle. Attilio va a la cancha, como siempre, sale sin voz y contento por el 4-2 a la Sampdoria y el doblete de Meroni. Es 15 de octubre de 1967 y Attilio ya maneja. Tiene 19 años y una reluciente licencia de conducir, volantea por la calle Re Umberto, vaya paradoja, la misma donde se fundó la Juventus, el clásico rival del Torino. No llega a frenar, Attilio, y entonces atropella a un hombre que cruzaba sin mirar. Attilio se baja del auto y mira. Se ve a él mismo. A su espejo. Y lo rompe.
Meroni agoniza y muere, a sus 24 años, rumbo al hospital Le Molinette. “Se me echó encima, no sabía quién era hasta que al bajar del vehículo lo vi tendido en el suelo. Enseguida llamé a mi padre, que era médico, y fuimos al hospital pero no se pudo hacer nada”. Attilio aún no cae y explica, se explica: “Mi amor hacia Gigi Meroni era tan sólo superado, y por poca distancia, por el que les tenía a mis padres”.
Unos 50.000 hinchas del Toro despiden a Meroni y, al rato, una buena parte de ellos se muda hasta la casa de Attilio para brindarle su apoyo. No es suficiente. Attilio cae, inevitablemente, en un pozo depresivo del que no saldría hasta diez años después. No se convierte en médico ni en futbolista. Es un hombre de negocios. Su amigo Francesco Cimminelli compra el Torino en 1999 y nombra como presidente a Romero. A un tal Attilio Romero.