El gambeteador de las buenas costumbres
Hay frases hechas que resuelven situaciones repetidas. Uno de esos lugares comunes denuncia al habilidoso excesivo porque «le sobra una gambeta». El aficionado ama y odia al gambeteador; contiene el aliento a la espera del desenlace de la jugada y cuando comprueba que el balón está perdido y la esperanza también, pasa de cómplice a censor y deja caer la frase como una aburrida guillotina: «Pero pasa el balón hombre, que siempre te sobra una gambeta». Los entrenadores somos igual de ventajistas y como además tenemos poder de decisión, los sustituimos por un jugador más práctico. Así las cosas, los regateadores son como esos gorriones que van por las plazas dando saltitos con una desconfianza hereditaria, en ello les va la supervivencia. Al Valencia acaba de llegar Ariel Burrito Ortega, un inconsciente al que le sobran cinco gambetas (aclaro que para eso le debieron salir bien al menos cuatro) y no saben ustedes lo contento que estoy. Para empezar, Ortega me recuerda a la infancia: el desorden del baldío, el fútbol puro, la prestigiosa habilidad… Un jugador en serio (como todos los que logran desequilibrar) que invita a sonreir. Salió de Jujuy, al norte de Argentina, con su cara parecida a la de cualquiera y el balón pegado al pie. Amagando, frenando en seco y saliendo por el sitio menos pensado gambeteó al policía de la esquina, probablemente al colegio y por supuesto que a los entrenadores que pretendieron domesticarlo, a los periodistas descreídos y a los hinchas que le gritaban: «tocala». Pasó por River Plate, es indiscutido en la selección argentina y llegó a Europa, siempre con el balón atado al pie. No los conté, pero a estas alturas deben estar sobrándole dos o tres millones de gambetas. Afortunadamente. (Marzo de 1997)
La belleza moral del fútbol o Guardiola
Debe ser dificil y hermoso ser algo más que un jugador en un club que es algo más que un club. Guardiola lo es, lo sabe y le gusta; se le nota en el gesto apasionado, en la inteligente sensualidad de cada toque, en su innegociable idea del juego, en el compromiso de sus declaraciones.
El periodista Antonio Pippo escribió un hermoso libro sobre Obdulio Varela, el mítico medio centro uruguayo, y cuando quiere encontrarle el alma al misterio del fútbol uruguayo la encuentra en Juan Pintos: «Aquel mortífero, puntero izquierdo de la selección, que jugando a los cuarenta en un pueblecito del interior, cobraba en kilos de carne por partido». Evoco la pureza de la anécdota porque también hay algo de ingenuidad en la rabia competitiva de Guardiola; a su juego se le nota el orgullo del barrio, se le adivina la ética de intentar ganar mereciéndolo, se le descubre la infancia rebelde a la derrota, se le asoma el sándwich en el bolso, se le notan, en fin, las ganas de que sea domingo otra vez (siempre domingo) para jugar el partido soñado mil veces en la interminable espera. El individualismo, cada día más castigado por aquellos entrenadores que no saben respetar la diferencia, tiende a desaparecer. Se tiende al colectivismo, que consiste en convertir la excelencia en una pieza del gran mecano que es el equipo. Guardiola no se deja. El medio centro debe ser el jugador que pone la casa en orden. Si tiene categoría (humana y futbolística), como Pep, la casa la amueblará él; si sus convicciones son blandas (me sobran los ejemplos), tarde o temprano hará lo que le manden y aunque se disfrace de organizador, sólo será el encargado de hacer la limpieza.
Para seguir con Uruguay, cuentan que cuando Tito Borjas le dio el pase de gol a Héctor Scarone, no le dijo «¡tuya, Héctor!», sino «¡suya, Héctor!», porque el respeto era demasiado. Como el que yo le tengo a Guardiola: suya, Josep. (Diciembre de 1996)
Vencer al miedo
Cuando Valderrama jugó en el Valladolid a su manera: tocando cortito mil veces por partido, su propio público lo quería asesinar. Maturana, su entrenador, reunió a la plantilla y le propuso a su compatriota que jugara sólo los partidos de visitante hasta que la situación se normalizara. Valderrama levantó la mano para pedir la palabra y dijo: «Se lo cambio, profesor. Juego los partidos de casa y descanso los de fuera». Esas actitudes que llevan implícita una buena carga de valentía, dignidad y convicción la suelen tener aquellos profesionales orgullosos que nunca te dejan tirado en mitad de una batalla. Con ellos se puede ir a cualquier parte. El Valencia se enfrentó esta semana a la pasión turca del Besiktas y puedo asegurar que la experiencia pone a prueba el sistema nervioso de los jugadores. En esos casos saber jugar es sólo parte del problema. Anoche, no sé si se enteraron, se enfrentaba el Real Madrid contra el Barcelona. Capello le pidió al madridismo que le metiera el primer gol al Barcelona. El miedo como herramienta. Los hombres de Robson, por su parte, habrán tenido (Benedetti dixit) el miedo como huésped. Ahí empieza el partido. (Diciembre de 1996)
Textos publicados originalmente en el diario El País de España.