Hoy, frente a The Strongest, en el Monumental, River estrenará una camiseta muy vistosa, que combina naranja y negro, colores ajenos a la tradición del club pero que tienen una explicación histórica.
Esta vez, los cráneos del marketing buscaron una irresistible coartada para que el hincha fiel compre el nuevo modelo, que se consigue a la módica suma de 1.149 pesitos. En lugar de colocarle un ribete más acá y un escudito más allá o de darles un aire gótico a los números, acudieron a un hermoso recuerdo. Un 2-0 en la Bombonera con dos protagonistas excluyentes: el Beto Alonso, que metió los goles, y la pelota de color, precisamente, naranja. Fue el 6 de abril de 1986, hace exactos 30 años.
Así como hubo, en el remoto esplendor beat, una extraña de las botas rosas y ahora tenemos una niña de los tacones amarillos, aquel fue El Partido de la Pelota Naranja. El postre de la panzada millonaria –tarde dulce si las hubo– fue la vuelta olímpica. River llegó a La Boca campeón, se había consagrado mucho antes del fin del torneo. De modo que aprovechó la ocasión para dar otro rodeo triunfal. O medio, porque las hostilidades de la tribuna local impidieron el paseo completo.
Alguna vez dijo el Beto Alonso que fue el Loco Gatti, arquero de Boca, el que propuso alterar el austero espectro cromático de las pelotas, que por entonces eran en blanco y negro, como las películas de Buster Keaton. La lluvia de papelitos (también blancos) solía cubrir el césped en los partidos muy concurridos, entonces Gatti pensó que el naranja era lo bastante chillón como para evitar confusiones. Pancho Lamolina, árbitro de aquel encuentro y rey del siga-siga, no opuso objeciones.
En el segundo tiempo, todo volvió a su sitio. Es decir, la Tango aburrida de siempre rodó en lugar de la bola psicodélica. Pero antes, el Beto Alonso resignificó el color que hasta entonces sólo se asociaba a los geniales holandeses de 1974. Vino un tiro libre desde la derecha, la defensa de Boca se olvidó de Alonso, y Alonso, solito, puso la cabeza y le cruzó la pelota (naranja) al Loco Gatti. Con una mano en el corazón, no fue un golazo. En rigor, debe ser de los más normalitos de los 149 que convirtió el Beto en la primera de River. Pero la memoria colectiva acuñó aquel clásico como ejemplo del golpe perfecto. Y todo lo ocurrido alcanzó un rango épico.
En el equipo jugaban Pumpido, Ruggeri, Morresi y Gallego, entre otras figuras que aportaban brillo y pragmatismo en dosis parejas. La gran estrella, Enzo Francescoli, en aquella época en la cima de su rendimiento, faltó a la cita. El entrenador era el Bambino Veira, todavía en su etapa de pelos largos y blondos, como si el espíritu de Los Matadores permaneciera fresco.
Ese año fue descomunal para River: también ganó la Copa Libertadores y la Intercontinental. Pero quizá ninguno de los partidos de esas gestas caló tan profundo en la sensibilidad del público.
En la postal de la felicidad, Alonso tuvo una segunda intervención fulminante. Con la pelota formal (por eso el gol se recuerda menos) selló la victoria con un tiro libre, que se deslució en el camino. Alguien en la barrera levantó el brazo y rompió la parábola que había diseñado el pie del Beto. La intromisión no fue obstáculo para que el diez de River consumara su festejo de rodillas, estrujándose la camiseta y con la cara crispada por la conmoción (así de histriónico era Alonso a veces).
Ese gesto, entre el éxtasis y el llanto (como si se le hubiera aparecido la Virgen) es otra imagen indeleble del triunfo convertido en mito. Y en una bella camiseta.