Pepé Santoro puede dar fe de que las generalizaciones son peligrosas. Su nombre está escrito en las páginas doradas del club y, a los 76 años, es el entrenador de arqueros juveniles desde hace casi 18, pese a algunas interrupciones. Todos los coordinadores lo ratificaron en el puesto. No por su nombre ni su historia, sino por haber creado una verdadera escuela.
Estuvo bajo los tres palos en 343 oportunidades y ganó 10 títulos. También puede colgarse la medalla de haber logrado romper la barrera generacional para continuar en el día a día de Independiente. Seis veces se convirtió en el inesperado piloto de tormentas al asumir como entrenador de Primera de manera interina. “No soy un bombero, soy un soldado”, afirmaba. Más allá de algún ofrecimiento formal, nunca quiso el cargo. Su vocación es entrenar a los arqueros.
Su trabajo podría considerarse como una pequeña cápsula dentro de un club caótico. De allí nacieron interesantes proyectos que cuando salieron del cascarón tuvieron finales menos felices que lo esperado. En esa transición empiezan a actuar las deficiencias del mundo Independiente.
El sonido del despertador a las 5:45 de la mañana le da comienzo a su rutina. De lunes a viernes emprende los 50 kilómetros que separan su casa de Villa Elisa y Villa Domínico para ser el primero en llegar. A las 8 reúne a los 18 arqueros de las Divisiones Juveniles, que durante dos horas realizan intensos ejercicios, perfeccionan la técnica y, sobre todo, hablan del puesto. Los primeros tres días de la semana son dedicados a los trabajos de mayor carga física y luego baja la exigencia con el objetivo de llegar bien al fin de semana. Al fin y al cabo, el 1 debe estar listo para intervenir como máximo 10 veces durante un partido. El viernes practican pelota parada, tiros libres y algunos ejercicios específicos.
“El objetivo siempre es buscar el arquero más completo posible. Los trabajos son con los pies, pegada o devolución. A veces no tenés los mejores elementos, pero hay que practicar lo que salga”, dice Santoro, y explica que la clave para mantenerse en el cargo durante tanto tiempo es no crear problemas.
Habla, corrige, se acerca y tiene un trato personalizado con cada proyecto de arquero. Su relación por momentos es paternal. A lo largo del entrenamiento, la intención es replicar situaciones de partido. Momentos de rebotar la pelota con derecha, con izquierda o salir rápido a tapar un mano a mano.
El arquero es el jugador más denostado por el mundo del fútbol. Lo más grave es la dificultad que tiene para debutar, porque el puesto no se comparte. Eso implica que si uno ataja dos años en Primera, durante ese tiempo habrán subido seis chicos de las Divisiones Juveniles al plantel. Y, lógicamente, no hay espacio para todos.
Además, tienen escaso margen ante alguna equivocación. El error del arquero es sinónimo de gol en contra. Por eso Santoro dice que es el puesto que requiere ser más completo en el deporte moderno. Su testimonio es parte de la biblia futbolera.
—¿Cómo es coordinar un grupo donde la competencia es tan directa?
—Siempre inculco que somos compañeros y que tenemos que convivir. Sabemos que el que tenemos adelante es un rival, y los puestos se ganan y se sacan en el entrenamiento. Si el técnico ve que uno anda bien, le va a dar la oportunidad.
—¿Cómo actúan los chicos ante esa presión?
—Conviven con eso. Cuando te vienen a consultar algo, les inculcás que tienen que buscar la oportunidad. Si no juego y estoy caído anímicamente, nunca me van a dar la oportunidad. Yo los veo, hago mi trabajo con ellos durante dos o tres horas y después tienen la actividad futbolística, que es esencial. Ahí veo cómo se desenvuelven, y cuando hay un error, se lo marcamos. Al otro día le preguntás si lo entendió y lo hacés pensar.
—¿Sirve retarlos, por ejemplo, para marcarles los errores?
—Lo tenés que hacer doler. ¿Cómo? No poniéndolo. Y cuando baje a tierra, lo volvés a poner. La parte psicológica es así. Al jugador profesional le hacés doler en las multas, en donde le saques un pesito. En Inferiores no tenés plata, entonces le sacás el chiche: jugar.
El laboratorio Santoro empieza en la primera etapa: detectar arqueros con proyección. Para él, la prioridad es el biotipo. Medir más de 1,85, la estirpe, tener buena estampa y huesos livianos. La segunda etapa es la formación, donde la premisa es jugar la mayor cantidad de partidos en Inferiores que sea posible. Su ladero casi siempre fue Tato Medina. Allí se perfeccionan las condiciones, el agarre, el anticipo, la pegada y algunos atributos, como leer el juego y la voz de mando. El trabajo psicológico lo sintetiza en “bajar los decibeles después de una buena actuación y levantarle el autoestima cuando le fue mal”. El último examen ya es fuera de su jurisdicción: analizar su actuación ante un estadio lleno.
En los últimos años, pese a que las Divisiones Inferiores no se destacaban por sus logros, Independiente se ganó el mote de “fábrica de arqueros”, como tituló Clarín en una nota de 2008. La repetición de una metodología ilustra a la perfección la importancia del trabajo a largo plazo.
Pese a la buena cosecha, Santoro guarda un registro de su época bajo los tres palos: en el Metropolitano de 1971, fue el último arquero surgido de las Inferiores de Independiente campeón de un torneo local. Originados en otros clubes, después levantaron un título Roberto Rigante, Héctor Baley, Carlos Goyén, Eduardo Pereira, Luis Islas y Leonardo Díaz. En las conquistas internacionales del nuevo milenio, los titulares también llegaron desde otros equipos: Hilario Navarro en 2010 y Martín Campaña en 2017 y 2018. Es cierto que reducir el éxito a ese dato es injusto, pero la historia de quienes ocupan el puesto bajo los tres palos rojos acumula más desgracias que alegrías, pese a las enormes expectativas que generaron en su momento.
“Molina, arquero para rato”, tituló el diario La Nación el 3 de noviembre de 2003. La tarde anterior, Lucas Molina, de apenas 19 años, había quedado en el recuerdo de los hinchas. Fue la figura de un magro empate 0-0 contra el poderoso Boca en La Bombonera. Atajó absolutamente todo lo que le tiraron en su segundo partido. Hasta el entrenador rival, Carlos Bianchi, se encargó de felicitarlo. “Cuando estábamos en el partido vino un centro desde la izquierda, salió como uno o dos metros del área chica y cayó con la pelota. Ahí nomás dije ‘Bueno, chau, hoy tenemos asegurado el rendimiento de él”, recuerda Pepé Santoro con nostalgia.
Lucas había atajado para la Selección Sub 17 en el Mundial 2001. A los 16, debutó en la Reserva del Rojo y, con 18 años, fue convocado al Sudamericano Sub 20, disputado unos meses antes del cruce contra Boca. El Apertura 2003 lo había iniciado como tercer arquero, pero la rescisión de contrato del veterano Luis Islas y una lesión de Damián Albil le abrieron las puertas transitoriamente.
No fue fácil que le dieran las llaves del arco a un joven de 20 pirulos. Al año siguiente, Independiente incorporó al experimentado Carlos Navarro Montoya, uno de los ídolos de Molina. Pero el 28 de noviembre de 2004, dos días después de que fuera arquero de la Reserva contra Estudiantes de La Plata y suplente en Primera, sucedió una tragedia.
Molina falleció de muerte súbita cuando estaba en la casa de su novia en Berazategui, en uno de los hechos más tristes de las Divisiones Inferiores del club.
En esos momentos la pelota deja de rodar ante la vida, que se convierte en algo frágil. El futuro se transforma en cenizas y la tragedia lleva a pensar en lo humano. El competitivo sistema que opera de manera impersonal sobre tantos chicos se detiene durante un segundo para descubrir que detrás de ese proyecto de arquero, había un pibe de 20 años.
Un video de mala calidad en YouTube mantiene vivas sus atajadas del partido contra Boca, que con el paso de los años sumó visualizaciones entre los melancólicos. Adrián Gabbarini, arquero de una categoría menor, aporta una anécdota de esa tarde:
“Cada vez que veo ese partido se me pone la piel de gallina. Él iba a atajar en Primera y yo en Reserva, pero el día anterior practicamos juntos centros y pelota parada. Yo tenía unos guantes Uhlsport nuevos que me había dado mi representante. Lucas tenía unos Nike, creo que se los había dado Costanzo en la Selección, pero no se sentía cómodo. Me preguntó si le dejaba probar los míos. Agarró dos o tres pelotas, le gustaron y se los presté. Al día siguiente, yo usé los Nike y él la rompió toda. Al tiempo, Uhlsport le ofreció contrato por los guantes y me pidió de vuelta los del partido para encuadrarlos. Le dije que sí, después de todo lo que había atajado, y me regaló dos guantes nuevos a mí”.
En ese momento, otro Molina hacía ruido en las Inferiores bajo las órdenes de Pepé Santoro. Emiliano, de la categoría 88 y amigo del Kun Agüero, también tenía pasta de crack. Titular en el Sudamericano que disputó con la Selección Sub 17 en 2005, se sumó al plantel de Primera tras la muerte de Lucas. Su hambre de gloria era insaciable: una vez le rogó al doctor Peidro su aval para jugar, pese a que tenía apendicitis.
De buen porte, había llegado al club en Infantiles, donde rápidamente empezó a ser conocido. “Pedía permiso para entrenar con los arqueros de Inferiores, pese a que, al principio, no tenía edad. Un día me faltaba uno, lo mandé a él y rindió con total normalidad. Eso te va marcando el temple”, recuerda Santoro.
El 13 de junio de 2005, la tragedia volvió a golpear las puertas del club. Emiliano Molina había atajado durante la tarde en la Reserva contra River y, a la noche, sufrió un accidente de auto en el puente Pueyrredón. Chocó contra un camión y sufrió graves lesiones. Politraumatismos, extirpación de un ojo, 12 horas de cirugía y el respirador artificial lo dejaron al borde de la muerte. Semanas antes, había cerrado de palabra una importante venta al fútbol italiano. Durante los días siguientes, la evolución fue favorable y el manager Perico Pérez ya pensaba en el rol que cumpliría dentro del club al no poder continuar su carrera profesional.
Si la noticia de por sí había tenido un impacto negativo por la mala suerte de los Molina, se profundizó cuando, el 26 de junio, Emiliano falleció estando internado en el Hospital Fiorito. En menos de seis meses, dos talentosos arqueros con el mismo apellido —aunque ningún parentesco— tuvieron igual destino.
Además de perder a dos joyitas a las que tanto tiempo les había dedicado, Santoro sufrió la partida de dos chicos muy queridos: “Al estar diariamente con ellos, duele. Les tomás estima, cariño. Es como un segundo hijo tuyo. Me estaba recuperando de lo de Lucas y vino el problema con Emiliano. Otro golpe arriba del lomo. La vida es así, te golpea, y hay que salir y recomponerse. Más cuando te vas poniendo grande, como yo”.
A las ya naturales complejidades del puesto se les había agregado el fantasma de la desgracia sobrevolando. Ser arquero de las Inferiores de Independiente implicaba un prestigio por la tutela de Santoro, pero también un riesgo por el final tan cercano de los Molina. Los arqueros —amigos, compañeros y rivales por el puesto— sintieron temor durante meses.
“Después de lo que pasó con Emi, quise volver a mi pueblo. Estaba asustado. Tenía miedo de salir a la calle, de subirme a un auto. Me empecé a dar manija y pensaba lo peor”, le confesó Oscar Ustari a la extinta revista El Gráfico en 2006. Había debutado en octubre de 2005 y no soltaría el arco hasta su venta.
También habituado a representar a las selecciones juveniles, Ustari se enteró de la muerte de Emiliano días antes de jugar la final del Mundial Sub 20 contra Nigeria. Todo el equipo lo recordó con un brazalete negro y el arquerito lloró abrazado al Kun Agüero antes de dar la vuelta olímpica.
Su caso es el de mayor éxito de la escudería. Fue convocado como tercer arquero al Mundial 2006, siendo el argentino más joven en el puesto con solo 19 años. La consolidación en el Rojo fue ayudada por el contexto: en su primer torneo terminó en el cuarto puesto, bajo las órdenes de Falcioni y la estelar figura de Sergio Agüero.
Elástico y de buena pegada, en el departamento médico de las Inferiores lo recuerdan como la mejor marca en una plataforma con la computadora que medía el salto. Después de 64 partidos, y hasta un gol convertido de penal, en julio de 2007 se incorporó al Getafe a cambio de 8 millones de euros en lo que fue —y es— la venta más cara de un arquero del fútbol argentino.
Si su carrera no continuó en ascenso no fue por culpa de Independiente, las Inferiores, el contexto ni la técnica, sino de las lesiones. En 2007 se perdió la Copa América por un desgarro en la cadera. En agosto de 2008, atajando en los Juegos Olímpicos de Beijing, sufrió la rotura de ligamentos cruzados en los cuartos de final. En marzo de 2011 se fracturó la mandíbula; y en junio, durante un entrenamiento previo a un amistoso contra Nigeria, se rompió los ligamentos de la otra rodilla y se perdió la Copa América 2011. En 2013, ya en Boca, sufrió un desgarro cuando tuvo la posibilidad de reemplazar a Agustín Orion, el titular. A fines de 2015, en Atlas de México tuvo una lesión de meniscos; y en noviembre de 2017 se luxó la rótula en una imagen no apta para sensibles, ya que tenía la pierna completamente deformada.
La línea sucesoria se volvió borrosa tras su venta. Las carencias estaban en los puestos de campo; y el exceso de jugadores, en el arco. Fabián Assmann, categoría 86 igual que Ustari, debutó en el Clausura 2007. Su amigo Adrián Gabbarini, categoría 85, hizo lo propio en el Apertura 2009; y Diego Rodríguez, categoría 89, en el Clausura 2011. A los tres, de muy buenas características y con edad de Primera, se les sumó Hilario Navarro, que llegó en 2008 desde Racing y tenía la experiencia que algunos decían que les faltaba a los chicos. Titular en la conquista de la Copa Sudamericana 2010, ese año fue elegido como el mejor arquero de América.
En enero de 2011, Clarín reunió a los cuatro y tituló “Arqueros para todos los gustos”. En esa entrevista que derrochaba elogios, Assmann declaraba: “Va a ser fundamental que Adrián [Gabbarini] o yo nos vayamos. Necesitamos continuidad y perder las dimensiones del arco o los tiempos es bravo para un arquero. Yo quiero jugar o pelear el puesto, y acá va a ser difícil”.
Gabbarini, que en su momento había tenido una oferta de 6 millones de euros del Napoli, dejó Independiente en junio de 2013; y Assmann, por quien el club había desechado una propuesta de Boca, hizo lo propio un año después. Para ese entonces, el titular era el Ruso Rodríguez, arquero que quedó marcado por el descenso y el ascenso. Justamente estando en la B Nacional obtuvo el récord de imbatibilidad del arco rojo en el profesionalismo: 819 minutos consecutivos sin recibir goles.
Nada fue suficiente. Los errores determinantes que tuvo después lo transformaron en constante foco de insultos, memes y burlas. Pasó a ser el punching ball preferido de los hinchas y terminó yéndose para descomprimir la situación en agosto de 2016. “Es una masacre lo que hicimos con el Ruso. Le echamos todas nuestras frustraciones a este tipo, que se comió goles como todos los arqueros”, analiza como hincha Norberto Verea.
Los tres chicos formados por Pepé Santoro tuvieron su momento de auge y permanente titularidad. Los unió la repentina gloria, pero también coincidieron en la salida por la puerta de atrás. Como error institucional, no fueron vendidos en el momento acertado, y como falencia paradójica del sistema, la oferta era superior a la demanda, lo que terminó depreciándolos. Los dos primeros dejaron el club en condición de libres, mientras que Diego Rodríguez significó un ingreso para el club: se fue a Rosario Central, que pagó 650 mil dólares por el 50% del pase, suma insignificante en proporción al desprecio con el que tuvo que convivir.
Él mismo analizó por qué a los cuatro les costó afianzarse. En una entrevista de 2014 con El Gráfico, dijo: “La razón es que éramos cuatro arqueros con características totalmente distintas. Entonces, venía un entrenador y ponía a uno según el estilo que le gustaba, y después asumía otro técnico y hacía lo mismo. No creo que haya sido por nuestras capacidades, porque todos rendimos en algún momento”.
Adrián Gabbarini, consultado para este libro, aporta su explicación: “Independiente no te espera. En mi caso, tuve una lesión que me llevó ocho meses de recuperación y no jugué más en Independiente. Fue una de las piedras que me quedaron. Tenía una oferta de Alemania. Creo que, si seguía, se me daba una venta. Comparada no me quiso vender porque estaba armando un equipo importante, me mejoró el contrato, me puso cómodo en el club y yo no estaba desesperado por irme. Me costó llegar mucho a Primera y lo estaba disfrutando. Estuve cerca de ir al Mundial 2010”, recuerda.
Eso de que le costó no es exageración. A los 15 años fue mozo en un asado del plantel de Primera durante una pretemporada en Mendoza. Gabba, oriundo de Guaymallén, aprovechó la cercanía y le contó a Néstor Clausen, entrenador del equipo en ese entonces, que era el arquero del pueblo. Tres días después cambió la bandeja de achuras por los guantes, fue a Buenos Aires para una prueba y Pepé Santoro le dio el OK de admisión.
Cuando sus papás viajaron a conocer la pensión antes de firmar el contrato, pensaron que no permanecería mucho tiempo. La mamá lloró y el padre le vaticinó un poco optimista: “Acá no durás ni seis meses”. Hoy, Gabbarini todavía registra con detalle aquellos primeros años.
—¿Con qué club te encontraste al llegar desde Mendoza?
—En 2002 estaba todo devastado. No teníamos para comer, no teníamos seguridad, no teníamos nada. Algunas personas de la villa se metían a chorear. Dos días antes de salir campeón en 2002, se metieron y tuvimos suerte de que no pasara a mayores. Robaron el vestuario de Primera y la confitería donde nosotros comíamos. Había dos guardias de seguridad en todo el predio, se nos metieron en la pensión y empezaron a los tiros. El campeonato tapó mucho. Al otro día, los de Séptima, Octava y Novena se fueron a sus casas. Los más grandes nos quedamos.
—¿Dónde estaban durante el tiroteo?
—Nosotros estábamos adentro, ¿sabés el cagazo que teníamos? Obviamente, no se lo conté a mi viejo. Fue groso en serio. Yo iba a la escuela a la noche, en Wilde, enfrente de las torres, y caminabas por las calles y veías a los pibes con la ropa de utilería. Había una casa atrás con camisetas, pantalones, se subastaban los botines de Milito. A ese nivel. Gracias a Dios no pasó a mayores. Si tocaban a uno de la pensión, se pudría. Yo le dije a Comparada que tuvo mucha suerte de que no le pasara nada a un pibe. Desde algo en la cancha por no tomar desayuno o que se le metiera uno y le mataran un pibe de la pensión. No había seguridad, no había nada.
—¿Quién estaba a cargo de la pensión?
—Nadie nos controlaba. Yo sabía que estaba ahí porque quería llegar a Primera, pero tuve un montón de compañeros que eran excelentes jugadores y, quizás por no estar contenidos, no llegaron. Si bien muchos jugamos en Primera, para lo que es Independiente a nivel país no son tantos.
Dos años después de haber llegado al club, Gabbarini se volvió a sus pagos. “No aguantaba más, no me querían dar el pase, veía pibes cagándose de hambre y yo, con 16 o 17 años, no podía hacer nada”, recuerda. Pepé Santoro volvió a surgir entre las tinieblas y se encargó de que pudiera atajar en Independiente Rivadavia de Mendoza. A los pocos meses, volvieron a llamar al arquerito, que tuvo su segunda oportunidad en el Rojo y, después de vivir un tiempo durmiendo en el sofá del departamento de David Abraham (defensor de la categoría 86), firmó su primer contrato profesional.
“Pepé me tuvo en Sexta, Quinta, Cuarta y todos los años de Primera. En mi carrera conocí entrenadores que trabajan mejor que él, pero no conocí a ningún tipo que tenga tanto amor por el puesto, por el jugador y porque vos llegues a Primera. Y si no sos vos, es el otro. Tiene amor por lo que hace, y ni hablar del amor por Independiente. En esa época no había pelotas, ni lugar para entrenar ni comida. Le traían a un pibe de Misiones y lo tenía entrenando una semana. Esa es la clave de lo que fue Pepé para los arqueros”, sentencia Gabbarini.
Uno de los mejores experimentos del laboratorio fue Emiliano Damián Martínez, categoría 92. Su caso es excepcional en todo el sentido de la palabra. Llegó de Mar del Plata con edad de Novena División y generó asombro entre los arqueros más grandes que formaban parte del grupo. Uno de ellos recuerda que no podía saltar las vallas ni hacer flexiones de brazos. Lo apodaron Dibu porque parecía un dibujito. A Santoro lo cargaban y le preguntaban en chiste: “¿Cuánta plata te dio el padre?”. Era muy chico de contextura, pero Pepé había reparado en un detalle: tenía pies muy grandes. Hoy mide 1,93.
Al poco tiempo, Martínez fue convocado al Sub 15 y, dos años después, al Sudamericano Sub 17. En ese certamen, disputado en Chile, fue figura del equipo que perdió la final contra Brasil. Llamó la atención de unos ojeadores de Arsenal que estaban en el torneo y querían llevárselo. Cuando Dibu se enteró, pensó que se trataba del club de Sarandí. Pero se había equivocado: era su homónimo inglés.
“Yo lo llevé a Inglaterra y estuvimos 10 días haciendo la evaluación. No le extrañó el trabajo porque era el mismo que hacíamos acá. Lo aprobaron enseguida y para mí sirvió muchísimo la experiencia, viendo la forma de trabajar y los campos de juego”, dice Santoro, con el pecho inflado.
Tenía 17 años y significó un ingreso de 650 mil euros en 2010, que por algunas cláusulas posteriores se convirtieron en más de un millón. Una de las claves para la adaptación fue el rápido aprendizaje del inglés: en el club le pagaron un bonus de 20 mil libras tras haber aprobado un examen a cuatro meses de su llegada. Aunque no logró afianzarse nunca como arquero principal de los Gunners, su carrera está comenzando.
La temprana venta de Martínez evitó que se sumara a la sobrepoblación del arco de Primera y esquivó la posibilidad de que su futuro fuera carcomido por el contexto de Independiente.
Precisamente lo contrario sucedió con Facundo Daffonchio, categoría 90, que estuvo durante 10 años en el club y se fue a los 26, cansado de esperar su chance. En Atlético Tucumán, hasta el momento, tampoco pudo debutar. De su misma camada, el correntino José Luis Cornaló llegó a jugar el Mundial Sub 17 de Corea del Sur en 2007, pero tampoco defendió el arco rojo en Primera. Tras su salida pasó por Boca Unidos, Mandiyú de Corrientes y Villa Mitre de Bahía Blanca.
La lista de los arqueros juveniles que parecían tener proyección a futuro y quedaron en el camino es extensa: Alan Depotte, categoría 93, era uno de los preferidos de Milito, pero pasó a Deportivo Madryn; Matías Rossi, categoría 94 y convocado para el Sudamericano Sub 15 de 2009, actualmente se desempeña en la liga pampeana; Juan Calderia, categoría 96, arquero del último equipo campeón de las Inferiores de Independiente, en 2010, no tuvo su chance y pasó por Aldosivi y Banfield, ambos clubes de su ciudad natal, Mar del Plata.
Quizás la historia más actual y que refleja la competitividad por el puesto sea la de Gonzalo Rehak, categoría 94. El 25 de noviembre de 2017 jugó su segundo partido en Primera, nada más y nada menos que contra Racing. Holan había dispuesto esa noche un equipo suplente para cuidar a los titulares, enfocados en la Copa Sudamericana.
Rehak fue una de las figuras en el memorable triunfo rojo, pero tuvo que salir por un desgarro faltando menos de 15 minutos. Lloró desconsoladamente y aguantó en cancha todo lo que pudo. En una pierna, atajó un remate desde afuera y después se agarró de la red del arco como si no quisiera soltarlo nunca más. Esa imagen dijo mucho más que mil palabras.
Su sueño era prolongar ese momento ocupando un lugar de privilegio, que para algunos fue un trauma, para otros un deleite, pero para todos un desafío. Desde Lucas Molina hasta Rehak, los arqueros son un capítulo aparte en un club que los prepara y que, a veces, también los devora. La historia de los arqueros es la historia de un club caníbal.
Capítulo 9 del libro “Alerta Rojo”. Para comunicarse: libroalertarojo.com.ar