Nunca les he prestado mucha atención a los árbitros. Aun pecando de ingenuo, sabedor de que pueden definir un partido o dar vuelta un resultado, los considero figuras francamente secundarias. Nunca sé quién dirige a Central, de local o visitante, y me sorprende cuando, al entrar a la cancha, un árbitro es puteado minuciosamente por mis compañeros de platea, memoriosos de actuaciones sospechosas o fallos adversos.
Tal vez Javier Castrilli, últimamente, lograba atraer en algo mi atención, dada la publicidad que se había tejido a su alrededor, y me enteraba de su designación para un partido próximo como si se tratara de un jugador importante.
Me preocupaba el árbitro, eso sí, en épocas en que yo jugaba en torneos amateurs, porque su llegada aseguraba la realización del partido. Si faltaba alguno de mis compañeros, o de los rivales, el partido podía comenzar lo mismo con uno menos. Pero sin la presencia del árbitro, eso era imposible. Conmigo, en definitiva, los árbitros siempre han cumplido con su premisa básica: pasar inadvertidos.
Recuerdo dos imágenes relacionadas con árbitros, nada más, en el transcurso de los años. Una de Nay Foino, grueso, de bigotes, demostrativo, extendiéndole la mano al Gitano Juárez para felicitarlo luego de un gol sensacional que convirtiera el salteño contra Vélez, en cancha de Ñuls. Y otra de Velarde, derrumbándose lentamente, como en cámara lenta, tras haber recibido un proyectil en la cabeza durante un partido de Central contra Racing.
Velarde era alto y de físico levemente romboidal, de caderas anchas, cráneo alargado y tentador, y alguien le tiró un recorte de metal con una honda desde la tribuna canalla. Se dedujo que le habían tirado con una honda porque Velarde, en el momento de caer con la cabeza herida, aparatosamente, como una jirafa, estaba casi en el centro de la cancha y el agresor, por su puntería, bien podría haber llegado a ser, ese mismo año, el misterioso “tercer tirador” en el atentado mortal contra el presidente Kennedy.
Fue el mismo Velarde, justamente, quien dirigió el partido que consagrara campeón a Independiente en 1963, contra San Lorenzo. Y, dado el escándalo que enturbió ese encuentro, la crítica llegó a sugerir que hubiese merecido otro recorte en la cabeza.
Independiente tenía que ganar para consagrarse, pero empezó ganando San Lorenzo, con un gol de su joven y flamante estrella, el Bambino Héctor Veira. Poco después, Hacha Brava Navarro, el rudo y desconsiderado zaguero rojo, lesionó malamente al Bambino y lo sacó de la cancha.
El que cayó a continuación fue Telch, el Oveja, otro de los jóvenes atrevidos de San Lorenzo, también víctima de la violencia de Navarro, Rolan y compañía. Todo ante la complacencia de Velarde quien, para no pecar de presionable o de sentimental, echó sobre el pucho al tucumano sanlorencista Rafael Albrecht.
El partido terminó 9 a 1 en favor de Independiente, convertido ya, a mucho del final, en un verdadero disparate. Al punto que el Coco Rossi, 8 de San Lorenzo, hábil como pocos, se metió un gol en contra casi desde media cancha, como pocas veces, o nunca, se ha visto.
Coco era un pisador extraordinario, antecesor genético de Riquelme, que abría los dedos de las manos como un pianista cada vez que entraba en contacto con la pelota y usaba siempre las medias bajas. En realidad, no usaba las medias bajas sino zoquetes cortos. No era, en rigor de verdad, un pisador con aspecto potreril de medias caídas y camisa afuera, como el Cabezón Sívori o el Hueso Houseman. El Coco lucía prolijo, atildado, de pelo corto y reborde superior del suspensor asomando por encima del pantalón.
La cosa es que midió el tiro casi desde el círculo central y se la mandó de emboquillada a su propio arquero demostrando la bronca que tenían todos los “cuervos” y su propia capacidad para pegarle a la pelota, porque no es fácil hacerse un gol en contra de esa categoría y desde esa distancia.
El 9 a 1, por otra parte, configuraba un marcador absolutamente inusual en una época de campeonatos mezquinos, ahogados por los sistemas defensivos, de muy pocos goles, tanto que, en la fecha número once, se registraron sólo 9 goles, dato controversial para aquellos que insisten en que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y estamos hablando de un torneo donde se alistaban goleadores de la talla de Artime, Sanfilippo, Mario Rodríguez, Lallana, Pichino Carone, el Tanque Rojas y otros.
Independiente terminó campeón pero con la imagen del malo de la película. Navarro, hosco, protuberante, transpirado, lesionando al grácil y dicharachero Bambino Veira, anticipaba esas escenas que luego veríamos, ligeramente impresionados, en Mundo salvaje, cuando un cocodrilo se mastica a una gacela Thompson. Sin embargo, pocos imaginaban que ese conjunto de perversos y villanos iniciaba entonces un largo camino que lo llevaría hasta latitudes, consideraciones y niveles insospechados.
En la primera película de la saga de Terminator, Terminator era una bestia espantosa interpretada por Arnold Schwarzenegger, que perseguía a la chica, al hijo de la chica y al amigo de la chica. Muy malo, despiadado, resultaba francamente duro de matar y se lo podía sacudir de un escopetazo, atropellar con un camión o aplastar con una aplanadora que, terco, obstinado, se reponía nuevamente y volvía a lo suyo con una energía envidiable. Cuando nada hacía esperar de su parte una conversión ética o moral, hubo una segunda película, donde ya Terminator era bueno, luchaba para la justicia y se convertía en el ídolo de los niños, las madres y las novias.
Lo mismo sucedió con aquel Independiente del año ’63, mis queridos amigos. Lanzado ya a la Copa Libertadores, la intemperancia desatada, la crueldad y la fibra de Navarro y Rolan, por ejemplo, estaban de nuestro lado, del lado de los buenos, el de los argentinos.
El rostro de malo de película antigua de Pipo Ferreiro, un narigón de perversos bigotes finitos, adquiría entonces a criolla y sabia templanza de un Jorge Salcedo, por ejemplo. La malicia insidiosa del petiso Mura respondía a nuestra causa.
De allí en más, ganaron todo, absolutamente todo. Iniciaron raid punitivo-futbolístico que interrumpiría de una buena vez por todas la hegemonía que, por aquel entonces, mantenían a nivel sudamericano tanto el Santos de Pelé como Peñarol.
Por supuesto, no todo era garra y esfuerzo en ese equipo. No todo era sangre, sudor y lágrimas. Mura, dañino, ubicuo, habilidoso y constante, jugaba muy bien al fútbol, aparte de luchar como el mejor. Mario Rodríguez y Savoy, llegados de Chacarita, también. El mismo Vázquez, un afilado puntero derecho que no alcanzaría, empero, el esplendor que luego iba a traer Bernao, aportó lo suyo.
Me acuerdo de una que hacía siempre Mario Rodríguez, rápido y descuidista, casi tan petiso como Mura, de ser eso posible. Arrancaba de 10, por ejemplo, y se frenaba, mirando hacia centro como para tirar el centro, a favor de su pierna, la derecha. Y con la misma derecha, la enganchaba enseguida por detrás de su pierna de apoyo, la izquierda, para seguir su carrera hacia la raya, dejando al marcador parado. Y lo hacía cortito, rapidísimo, mecanizado, vivo. Después llegaron Pepé Santoro, en el arco; Guzmán, Acevedo, Maldonado. Prospitti también; el grandote Suárez, un número 9 que, ya en ese entonces, tenía de antiguo.
Cuando con Maldonado al frente (el capitán, el de la barbita) iniciaron ese saludo de levantar, todos, los dos brazos en la mitad de la cancha, estaban haciendo algo más que popularizar una modalidad de saludo que se haría famosa con el tiempo. Estaban saludando, en definitiva, el comienzo de una dinastía, una mística y una leyenda. Una saga, después de todo, como la del mismo Terminator, el héroe que empezó siendo malo y terminó siendo más bueno y admirado que la perra Lassie.
(Publicado en la página 42 del libro No te vayas, campeón, de Editorial Sudamericana, editado en 2000.)