En la década de 1970, se llamaban marcadores de punta y no laterales. Tenían más pinta de mecánicos que de atletas profesionales y, lejos del protagonismo táctico del que gozan en la actualidad, integraban la lista de segundones. Antihéroes por definición, de perfil mínimo por conveniencia –a algunos les rebotaba la pelota–, eran la contracara del carisma luminoso del número diez, el crack. El cuatro y el tres se limitaban al duelo obsesivo –nunca exento del tronar de canilleras– con el wing que surcaba su zona. Era un partido aparte, una batalla individual, como el pica-pica del truco.
En esa región casi anónima, Jorge José González, el Negro (en rigor, un típico mulato yorugua), llegó a ser un ídolo de Rosario Central. ¿Cómo? Con tenacidad, entrega, celo en la marca y, sobre todo, la identificación con la camiseta surgida de una continuidad de años. González, número cuatro que empezó de tres (es decir, un abonado al remo), se ganó el cielo por la persistencia. De hecho, es quien jugó más partidos con la camiseta de Central: algunos le computan 478; otros se estiran hasta 519, entre competencia doméstica y Copa Libertadores, desde 1966 hasta 1978. Más que Poy, que Palma, que Kempes, que cualquiera de las glorias que agitan con orgullo los canallas. También es el futbolista que estuvo en mayor cantidad de clásicos ante Newell’s: 37, con 12 victorias, 19 empates y 6 derrotas (acá hay unanimidad entre los estadígrafos).
Los números de récord y el bicampeonato (1971 y 1973) lo llevaron al panteón de los próceres. Pero hubo un episodio, una jugada, que lo transformó en un personaje literario, pues fue copartícipe de una proeza documentada, real, que tiene a su vez la consistencia de un sueño. Ocurrió, cómo no, el 19 de diciembre de 1971, en cancha de River, frente a Newell’s Old Boys, por la semifinal del torneo Nacional. El Negro González, en una de sus proyecciones, le envió el centro a Aldo Poy para que se zambullera en la palomita que los centralistas convirtieron en postal de la felicidad. Años de trajinar la raya, de tratar la pelota con cordialidad, de marcar bajo el código de la lealtad, de ofrendar hasta el último aliento son un detalle al lado de ese centro mágico, según la escala dictada por la rivalidad rosarina.
Cuando jugaba en Racing de Montevideo, su ciudad natal, se frustró su anhelado pase a Peñarol, la meca uruguaya. El premio consuelo resultó Rosario Central. No era lo mismo, claro, pero el Negro, superado el fugaz desánimo, se mudó a Rosario con ganas de quedarse. Debutó en un amistoso frente al Rapid de Viena (excentricidades del fútbol de entonces), en 1966. Dos meses más tarde, ante River, cumplía su bautismo oficial. Spilinga, Mesiano y Carlos Griguol, que también debutaba, son algunos nombres de aquel equipo remoto que conducía Manuel Giúdice. González, más dotado técnicamente que los colegas de su puesto, acreditaba un paso por la selección olímpica uruguaya.
Luego fueron doce años en la primera de Rosario Central, en los que convirtió diez goles, vio desfilar infinidad de compañeros y participó de la ofensiva que les disputó a los tanques de Buenos Aires el mote de equipo grande gracias a los dos primeros títulos de la historia canalla. Se fue del club en el Metropolitano de 1978. A su lado jugaban Bauza, Bóveda y Orte. Y Griguol ahora oficiaba de entrenador.
Más tarde recaló en Vélez, tan silenciosamente como había arribado a Rosario y allí estuvo hasta 1980. Esta campaña le permitió una nueva marca: ser el extranjero con más partidos disputados en la Argentina. El fin de su carrera llegó en Uruguay, con escalas breves en River y Racing, para cerrar el círculo del relato clásico. La vuelta a Ítaca, la isla de Odiseo.
Pero ya lo dice un poeta premio Nobel: es tan corto el amor y tan largo el olvido. A González, que se fue del fútbol casi con lo puesto (eran otras épocas, otros contratos), no sólo se lo tragó el anonimato, que mal no le sentaba. También lo jaqueó la pobreza. Murió muy joven, a los 46 años, pero ningún archivo dice de qué modo ni registra testimonios de familiares o amigos.