La rivalidad de La Plata es ciertamente despareja. Estudiantes, del cual se habla en la nota vecina, ha salido campeón de todo, incluido el título intercontinental, y ha fundado una identidad que marcó a fuego los debates futboleros y cuyo máximo exponente es Carlos Bilardo. No por espesor teórico (Osvaldo Zubeldía, su maestro, era muy superior), pero sí por éxitos deportivos.
Dicho rápido, el bilardismo, instalado en la Selección durante años (aún queda un admirador confeso en Humberto Grondona) ha sido, de algún modo, una expansión de los dominios de Estudiantes, no creo que para bien.
Gimnasia, su recontra enemigo, aún mira con envidia a los tantos equipos chicos que dieron la vuelta olímpica y lamenta la ostensible desventaja que acumula en el clásico. Estuvo cerca varias veces de salir campeón, con equipos de gran nivel, pero nunca se le dio. Claro, la larga espera no ha mellado el entusiasmo de la enorme cantidad de público que lo sigue, que lo ha elegido como depositario de su fervor. El orgullo de los hinchas suele residir en esa dinámica, en ese amor asimétrico, antes que en las copas que descansan en las vitrinas. Y está bien. La lealtad no es más que el deseo renovado, así que vale la pena.
Si la grandeza la sostienen sobre todo las conductas, Gimnasia no tiene deudas con su público por la sequía de títulos. Ni por alguna estruendosa goleada padecida ante los primos y agitada por aquellos como dedo en la herida. No.
Si alguna vez hubo un error imperdonable fue privilegiar el odio sobre la dignidad y pensar que perjudicar al adversario histórico valía más que defender la camiseta propia con la debida ética profesional.
Corría el año 2006. Boca y Estudiantes competían por el título. Al equipo dirigido entonces por Alfio Basile (presto a abandonar el barco para retomar la conducción de la Selección), le tocó visitar a Gimnasia, que se puso en ventaja en el primer tiempo con un penal. En el descanso, el entonces titular del club platense, Juan José Muñoz, irrumpió amenazante en el vestuario del árbitro Giménez para quejarse por el uso reiterado de la tarjeta amarilla en perjuicio de los futbolistas locales. Resultado de la apretada: Giménez suspendió el partido.
Si la grandeza la sostienen sobre todo las conductas, Gimnasia no tiene deudas con su público por la sequía de títulos. Ni por alguna estruendosa goleada padecida ante los primos y agitada por aquellos como dedo en la herida. No. Si alguna vez hubo un error imperdonable fue privilegiar el odio sobre la dignidad y pensar que perjudicar al adversario histórico valía más que defender la camiseta propia con la debida ética profesional.
Antes de la reanudación, casi dos meses después y con La Volpe como entrenador de Boca, los muchachos de la barra pasaron a convencer a los jugadores de que convenía perder. Así le embarrarían el camino al título a Estudiantes. El miedo no es zonzo, y Gimnasia hizo un pobre segundo tiempo, tan pobre que perdió 4-1.
Poco más tarde, en cancha de Vélez, Estudiantes le ganó a Boca y se consagró campeón, con lo cual el boicot adoptó además un tinte ridículo.
Es cierto, los barras no encarnan la ética del club ni la de los jugadores, que actuaron en preservación de su integridad física. Pero el odio autodestructivo (inmolarse para hundir al enemigo clásico) es un rasgo extendido en el fútbol. En general, no supera la fantasía. Gimnasia lo llevó a la práctica. Fue, sin dudas, su más grave fracaso.