Maradona ha vuelto a la teta de mamá. Después de haber rozado la muerte por exceso de fiesta en Uruguay, después de que le aparecieran un hijo y una hija que no había reconocido y después de que su abogado contara que en Cuba tiene tres hijos más, después de que se conociera un video en el que maltrató a su actual mujer y después de haberse peleado con la Claudia y de haber dicho que la va a hundir, después de haber bardeado a presidentes y de haberse tiroteado con Guillote, Bilardo, Riquelme y Verón, de haber dicho una cosa y al mes una totalmente distinta, después de haberse cruzado hasta con Dalma y con Gianinna, después de haberle dicho a un periodista que la tenía adentro y después de haber anunciado que no nos comamos el chamuyo del 4-1 de Alemania a Inglaterra y que su selección se fuera con un 0-4 de un Mundial, el hijo de rulitos que hace 22 años perdió sus superpoderes en un River-Boca en el Monumental ha vuelto y, obvio, lo abrazamos todos. El día que dudamos de él simplemente nos dijo que se la chupáramos, pero así es la historia con los hijos: con los hijos no hay memoria. Es solo amor e incondicionalidad.
Hace poco, una persona que lo trató durante unos cuantos años me dijo una frase maravillosa: “Diego cree que todos le debemos algo. Tiene en el cuerpo una actitud como si cada persona con la que se cruza le debiera agradecer. Así se mueve, así actúa, con esa impunidad”. La frase es maravillosa porque en ella está la matriz de cómo es ser el tipo que un día le metió dos goles a un equipo inglés.
Maradona es el hombre más libre del mundo —hace lo que se le canta en el momento que se le canta— pero es, por eso, el más solo también: porque quién va a bancarse estar con alguien así. Mezcla de la furia negra de las clases bajas y los pavoneos de un rey, Maradona tiene una condena más: ya no sabe lo que es vivir sin que millones de personas lo amen —y le duele, le hace ruido, cuando no es así.
Mientras trabajaba en la Segunda División de un club árabe (mientras vivía en una mansión cuyo patio era una de las playas del Golfo Pérsico, ese cielo gigantesco y un mar multimillonario todo para él) les preguntaba a sus colaboradores por qué no lo llamaban del fútbol argentino. Una manera de decir ¿por qué no me aman?, ¿cómo no van a necesitar de mí?, ¿cómo se olvidan, argentinos, del hijo que los alegró?
A diferencia de los ídolos de este siglo, el técnico de Gimnasia es encima la última cadena que nos une a una época que ya desapareció. Cristiano Ronaldo, Messi, Federer, Griezmann, Mbappé, Nadal, Usain Bolt o Neymar han crecido bajo el asesoramiento de la lógica impoluta de una multinacional. No hay conflictos, no hay reveses, no hay ruido en sus discursos: todo es lindo, todo es amable, nadie se debe enojar.
Las fotos en Instagram siempre tienen que ser con la familia, el bronceado debe ser el correspondiente y si hay alguna diferencia fuerte con el presidente de nuestra institución se le debe poner el filtro de la paciencia y la serenidad. Son ídolos hablados, matizados: como el rebote será gigantesco y millonario, alguien antes le dio letra, alguien habló por él. Deportistas que se ganaron que en 50 años todavía hablemos de ellos, deportistas que saben que se mueven como productos que hay que vender bien. Operan, mandan a colaboradores en off, se escudan para que nadie los mire rarito.
Messi se enojó con alguna cúpula recién a los 32 años —la Copa América de la corrupta Conmebol—, y eso que Messi debe ser uno de los tipos más calentones y exigentes de la Tierra (un rasgo que lo ha llevado adonde lo ha llevado pero que la empresa de su familia eligió esconder). Mientras tanto, en el mundo que ya no está más, Maradona le dice a un colaborador que quiere conocer al Papa, le dicen que sí, le consiguen la cita, es a las nueve y media de la mañana de un día de la semana que viene, Maradona se despierta a las once y media en Nápoles, le da un beso a la Claudia, cae en Roma cinco horas más tarde, conoce al Papa y a la vuelta dice que por qué no vende todo ese techo de oro que hay en el Vaticano, lo hace guita y le da de comer a los pobres que no pueden morfar. ¿Cómo no sentirse cruzado por semejante desparpajo? Es la aniquilación de las reglas. Maradona es la bruta y desbocada sinceridad.
La interpretación sobre los ídolos nunca sucede alrededor de su rendimiento o sobre qué clase de tipo son, eso no es lo importante. Lo importante —lo atrayente— es a quién o qué representan, qué historia han venido a contar. Messi es el duende talentoso que con su zurda ha eclipsado a todo el universo y al que solo una tierra se le niega, pero esa tierra es justo la suya: la patria de la que eligió irse para cuidar que su magia llegara al máximo esplendor. Cristiano Ronaldo es el flaquito con granos al que boludean en la primaria que un día se jura que será el mejor del mundo y entonces se inventa, se cincela a sí mismo: un boxeador que de tanto repetirse que es el más grande de todos un día lo logró. Mientras tanto, Carlos Tevez tuvo tanto miedo de que se olvidaran de dónde venía que por las dudas mandó a hacer una serie sobre sí.
Mientras todo esto sucedía en La Plata le pregunté a un ex jugador de Dorados cómo había sido entrenarse con Maradona, con qué técnico nos vamos a encontrar. A cambio de estrategias, el jugador me entregó una historia. Había llovido fuerte en Culiacán y él y sus compañeros debían entrenarse al otro día. La cancha había aguantado bien, así que no hubo dramas para trabajar. Cerca del final reapareció la lluvia. Dorados aún jugaba mientras la cancha empezó a mancharse de charcos. Finalizó el partido y Maradona pisó uno. Caminó y pisó otro. Chapoteó un poco. Empezó a bailar. Un jugador se le acercó e hizo lo mismo, a ése se sumó uno más. En la platea, allá arriba, unos periodistas charlaban sin creer lo que veían, menos todavía cuando Maradona se tiró de panza a una de las lagunitas de Culiacán. Era la danza de la niñez repentina. Un hombre rengo de 59 años al que le habían diagnosticado que se cuidara porque debían operarlo de un hombro y una rodilla —un abuelo rengo de 59 años que para caminar usa un bastón— andaba haciendo patito entre el barro y la lluvia. Baila, salta, se tira. Todavía baila, todavía salta, todavía se tira, porque Maradona es presente puro. Maradona es la más bella y horrible impunidad. Es algo que también puede llamarse libertad.