Se sabe y se acepta que muchas pruebas atléticas implican una desproporción pasmosa: el entrenamiento de años debe exhibir sus resultados en unos pocos segundos. Por lo tanto, en las competencias suele hablarse de momentos mágicos.
Ninguno de ellos tan sorprendente como el salto de Bob Beamon en los Juegos de México 1968, en el que la hazaña deportiva tuvo algo de iluminación. De irrupción inefable, como los milagros. Tan es así que el atleta jamás volvió siquiera a arrimarse a la marca de aquella tarde en la que, para perplejidad del mundo, batió el récord de salto en largo nada menos que por ¡55 centímetros!
Pero vamos por partes. Nacido en 1946, en South Jamaica (Nueva York, Estados Unidos), Beamon mostró desde pequeño una disposición corporal muy propicia para los deportes. Entre sus deseos y un destino que parecía signado por sus características físicas (alto, ágil, rápido), Bob fue tanteando su vocación. Probó con el básquet (medía 1,92 metro y lo apasionaba este juego) y con las pruebas de velocidad, hasta que recaló en la especialidad de salto en largo.
A los 20 años saltaba 8,33 metros y llegó a México tras haber ganado 22 de las 23 competencias en las que se presentó. Su biografía deportiva era ejemplar, pero no lo convertía en favorito, ni mucho menos, para <photo2>imponerse en los Juegos Olímpicos, donde se enfrentaría, entre otros, al feliz poseedor del récord mundial (8,35 metros), el soviético Igor Ter-Ovanesyan, y el campeón en Tokio 64, el galés Lynn Davies.
La ronda de clasificación ratificó el lugar de Beamon como ladero de los grandes iconos. Luego de dos saltos nulos, en el tercer intento logró el pase a la final con 8,19 metros. No se esperaba de él más que un fogueo en el gran circo olímpico. Algo lógico, ya que tenía sólo 22 años y un futuro que seguramente le depararía mejores marcas.
El periodista Dick Shaap, en su biografía de Beamon, “The perfect jump”, aporta un dato íntimo. La noche previa a la final, el atleta tuvo relaciones sexuales, lo cual, de ser cierto, habla de una vigilia más que relajada, impropia de quien acude a la cita con sus mejores armas, dispuesto a colgarse la medalla más valiosa.
Sin embargo, el 18 de octubre de 1968, a poco de las 4 de la tarde, una alineación de astros sin precedentes produjo uno de los batacazos más resonantes de la historia olímpica. Bob corrió como nunca y saltó como nunca. Tan lejos que parecía impulsado por una fuerza extraña, que algunos atribuyeron a la altura de México. El salto, que público y jueces contemplaron impávidos, concluyó con un gracioso paso de canguro que le dio a la proeza un aire de travesura infantil.
La gesta fue tan descomunal que los aparatos de medición utilizados en la prueba no alcanzaban la longitud suficiente para registrar la marca. La cifra final resultaba increíble: 8,90 metros. El récord hasta entonces (8,35) quedó reducido a cifra amateur.
Cuando el número apareció en los tableros electrónicos, Beamon no supo exactamente cuánto había saltado: acostumbrado a manejarse en pies y pulgadas, no comprendía del todo el sistema métrico. Finalmente, alguien lo ayudó con la conversión.
Bob, acaso el primer incrédulo, corría, se abrazaba con todo el mundo y lloraba. Terminó en el suelo, con un ataque de catalepsia. Luego, a la hora de confesar el secreto, no supo decir nada revelador. Para él había sido un salto como tantos. Los expertos dieron razones técnicas como el excelente estado psicofísico de Bob, la velocidad del viento y la menor resistencia del aire a esas alturas. De todos modos, cualquier explicación sonaba insuficiente.
El récord duró hasta 1991. Fue Mike Powell quien estableció el nuevo tope (8,95 metros), en el Campeonato Mundial de Atletismo disputado en Tokio.
Para reforzar el mito, Bob Beamon jamás volvió a estar ni cerca de su propia marca. No asistió a los Juegos siguientes y tuvo un retiro precoz (y un regreso sin gloria en 1973). Después de México, competir consigo mismo se le hizo demasiado duro.