A la hora de establecer genealogías futboleras, de seleccionar lo mejor de cada casa para ratificar el prestigioso linaje argentino, surge un surtido de nombres y de equipos. La memoria puede viajar hasta los tiempos de Adolfo Pedernera y los cinco fantásticos del River de los años ’40, o anclarse en épocas cercanas, digamos en el reinado de Diego. Depende de cuánto tire la camiseta de los polemistas, de su edad, de sus saberes y de su confianza en las fuentes (tradición oral vs. el irrefutable testimonio de los videos). Ahora bien, hay un equipo que no suscita discrepancias y que, entre el rigor histórico, la ensoñación romántica y cierta teoría libertaria sobre la majestad de la gambeta, es votado como uno de los mejores de la historia, y acaso el mejor: Huracán de 1973.
¿Qué tiene aquel equipo? En principio, la magia del blanco y negro en las pocas imágenes rescatadas, algo que permite reponer el material faltante no con la belleza provista por la nostalgia, sino con la fuerza del deseo. En este caso, un deseo que se consuma cuarenta años atrás. Cuando designamos a aquel Huracán campeón del Metropolitano como gran ejemplo nacional, inagotable fuente de maravillas, estamos hablando de lo que queremos ser. Decimos: esta es la muestra cabal del fútbol argentino. La categoría de Brindisi y Babington, el talento solidario de Larrosa (innovación táctica como cuarto volante, orgullo de equipo moderno), la inspiración de Houseman, genialidad de potrero en estado puro, el instinto goleador de Avallay, el coraje de Basile y el respaldo de todos los demás, una formación de pies sensibles llamados a tocar y tocar, porque ese era el ritmo de la filosofía que venían a honrar. Todos los demás se llamaban Roganti, Chabay, Buglione, Carrascosa y Russo, nombres insustituibles en una formación clavada en los anales deportivos como un bloque, como el bloque sagrado de la santísima trinidad. ¿Era tan así?
EL PROYECTO NACIONAL
En la redacción de Un Caño, donde abundan las canas y las lustrosas peladas, conservamos un recuerdo de la infancia. Voluntariamente idealizado, claro. Los más viejos -algunos de ellos escriben en este número- juran que sí, que ese equipo fue una bisagra luminosa, que la rompían, que empujó los límites, que no hubo ninguno parecido. Y que las imágenes ralentizadas de YouTube son apenas una ilustración defectuosa.
En un año peronista como pocos, Huracán, a su modo, expresó los aires de época en el pasto ralo de las canchas de entonces. Aun con un DT filocomunista, por definir de algún modo al dandy de Menotti, el equipo se proponía revalorizar el acervo local, lesionado por algunas comparaciones que nos mostraban pesados y arcaicos ante la pasmosa velocidad europea. Pues cuando casi todos oteaban del otro lado del océano, donde la preparación atlética de los futbolistas era el pasaporte al futuro, el Huracán de Menotti (sonora contradicción con el internacionalismo comunista) impuso un proyecto que podríamos llamar nacional. Menotti se postuló, en rigor, como un restaurador, y con ese discurso arribaría luego a la Selección.
El grupo de elegidos de Huracán, donde el Flaco había recalado en 1971, actualizaba los mejores atributos de la identidad futbolera argentina. En franco combate al colonialismo alentado luego de la catástrofe del Mundial de Suecia ‘58, en valiente recomposición de la dignidad herida y en freudiano auxilio a un complejo de inferioridad que tendía a estratificarse como una verdad indiscutible. Sin embargo, haría mal cualquier descripción (esta misma, sin ir más lejos) si, en pos de una versión “seria” (con el vocabulario que eso supone), ocultara el carácter festivo que tenían los domingos de Huracán.
Las brujerías de Houseman -un wing que jugaba en el aire se movía como un exquisito bailarín invertebrado, con la pelota atada a los cordones- podían más que mil novedades tácticas. Houseman no es sólo el emblema, el escudito de Huracán de 1973, sino la medida de aquella revolución y la expresión concentrada y perfecta de ese fútbol feliz.
AMOR DE PRIMAVERA
Los tiempos políticos también alumbraban un proyecto que se pensaba revolucionario. Fue durante el corto mandato de Héctor Cámpora, emisario de Perón durante el último tramo del exilio y tío querido (así le decían, el Tío) de la juventud, es decir de los imberbes que el General echaría luego de la plaza, cuando ya había comenzado el fin. Cámpora llegó a presidente (Perón había sido proscripto, esta vez de manera más elegante: una cláusula de residencia, de imposible cumplimiento para un desterrado, le impidió competir en las elecciones de marzo) con el cincuenta por ciento de los votos y un clima de efervescencia que presagiaba una etapa de reparaciones. El pueblo peronista parecía recobrar protagonismo a través de las nuevas generaciones. Pero en esta ocasión, por la mano izquierda de la calle política, en sintonía con Cuba y el Chile de Salvador Allende, lanzado a transformaciones profundas. Cierta jerga exuberante de aquella militancia (que incluía grupos armados) reforzaba el perfil épico de la experiencia.
La multitud en los alrededores de la cárcel de Devoto, acompañando la liberación de los presos políticos, es una buena postal de la eclosión. Quizá no tanto por la brevedad (Cámpora duró en el gobierno sólo cuarenta y nueve días), sino por la euforia, se habla de la Primavera camporista. Como la Primavera de Praga. Flores de vida fugaz, estaciones que no regresan. Año de rebeliones, entonces. Prolífico, mítico. Y, sobre todo, intenso. En la política, la cultura y la cancha.