Siempre dije que el Mundial de Alemania fue, para quienes representamos a la Argentina, un desastre total. Por todo. Sin embargo ahora, a 28 años de distancia, le encuentro algo positivo: marcó el fin del desorden, de la desorganización, de la improvisación. Fue una experiencia tan funesta que se convirtió en una especie de nunca más. Y hoy, para entenderlo, se hace imprescindible una revisión histórica para ubicarnos en el tiempo y el espacio.
Yo estaba jugando en Cruzeiro, de Belo Horizonte, desde 1971. Llevaba ya tres años sin integrar la selección argentina. Un día se apareció el Polaco Cap y me anunció que estaba dispuesto a convocarme para jugar el Mundial. Acepté, porque sabía que no iba a tener otra oportunidad, pero en aquella época los jugadores le rajábamos a la Selección porque jugando para ella en lugar de aumentar nuestro prestigio nos arriesgábamos a perderlo. Me asombraba cuando mis compañeros de Cruzeiro esperaban, con la radio pegada a sus oídos, la posible convocatoria. En Brasil era todo lo contrario. El Polaco vino y me dijo que pensaba reforzar el equipo con varios de los muchachos que estaban jugando en el exterior. Y yo era uno de ellos. ¿La verdad?, creo que fui el primer jugador repatriado. No recuerdo otro. Después esto se hizo una práctica común.
Cap me habló también de la forma en que se iba a trabajar. Él sería la cabeza de un trío de directores técnicos. Víctor Rodríguez iba a ser su ayudante y Puchero Varacka el coordinador. Esto también era nuevo para el fútbol argentino. Yo me acordaba de que, cuando era pibe y para un Sudamericano —creo que fue el de 1959, que se jugó en Buenos Aires— la Selección había sido dirigida por un triunvirato integrado por Victorio Spinetto, José Barreiro y Pechito Della Torre, pero esa experiencia no se había repetido y nunca se había dado en un Mundial. Seguramente no fue buena, pero estoy seguro de que la de Alemania ’74 fue peor.
Cap era un gran tipo, una gran persona, pero hacía más de dos años que estaba dirigiendo a Deportivo Cali, en Colombia. Le dieron la Selección seis meses antes del Mundial, en enero de 1974. Lo nombró Baldomero Gigán, un ejecutivo que manejaba una cadena de cines en Buenos Aires y Mar del Plata. Gigán era interventor en la AFA, pero enseguida fue reemplazado por Fernando Mitjans, un hombre de confianza de José López Rega, ministro de Acción Social, y escribano personal de la vicepresidente de la Nación, Isabel Perón. Mitjans ratificó al Polaco pero también se tuvo que ir antes de que empezara la Copa: lo reemplazó David Bracutto, que era el presidente de Huracán y trabajaba en los servicios médicos de la Unión Obrera Metalúrgica. Cuento estas cosas para marcar bien las diferencias con lo que ocurre ahora, cuando Julio Grondona lleva más de veinte años en su cargo.
El equipo partió de Buenos Aires 37 días antes de la iniciación del Mundial para jugar cinco amistosos que, finalmente, fueron seis. Pasamos por España y empatamos O a O con Granada; fuimos a París y le ganamos 1 a O a Francia; de allí a Inglaterra, donde igualamos 2 a 2 con una gran actuación de Mario Kempes, que hizo los dos goles. Después Holanda nos ganó 4 a 1 en Amsterdam y perdimos 2 a O con Fiorentina, en Italia. Ya instalados en Alemania, le ganamos 1 a O a Bayern 1860. Lo curioso era que a medida que hacíamos la gira se iban sumando jugadores. En España, ingresaron Cacho Heredia y el Ratón Ayala, que estaban jugando en Atlético de Madrid y el arquero Carnevali, que estaba en Las Palmas; Hugo Bargas vino del Nantes, de Francia y después llegó Chirola Yazalde, que estaba en Sporting, de Lisboa. Chirola tenía un tobillo a la miseria, pero igual lo hicieron jugar.
Los amistosos sirvieron para darnos cuenta de las calamidades que se venían. No había un mínimo de organización; no teníamos la menor información de cómo jugaban nuestros rivales y vimos, enseguida, la impotencia de los técnicos para encontrar el equipo definitivo. Cada uno pensaba de una manera. El Polaco tenía su idea; Víctor Rodríguez, otra y en el medio quedábamos nosotros. A mí me llamaba la atención lo poco que Cap conocía a los jugadores. Me hacía un montón de preguntas y yo le contestaba: “Polaco, hace tres años que estoy jugando en Brasil”.
Para colmo de males, la elección de los hoteles fue terrible. Algunos eran cinco estrellas, pero inadecuados para una delegación deportiva por el continuo movimiento de pasajeros. Otro estaba ubicado en medio de dos autopistas, con un tránsito infernal de camiones. No podíamos dormir, y la comida era atroz. No porque fuera mala, sino porque era la que habitualmente consumían los alemanes y a nosotros no nos gustaba. Me acuerdo que un día vinieron a visitarme los brasileños Joáo Saldanha y Gerson. Llegaron a la hora de la cena. Empezamos a hablar y yo, sin darme cuenta, no dejaba de mirar el bife que se estaba comiendo Gerson. El brasileño se dio cuenta y me dijo: “¿Querés?”. Me dio vergüenza decirle que sí. Al día siguiente llegó Paulino Niembro, el padre de Fernando. Paulino era dirigente de AFA. “¿Qué necesitan?”, me preguntó. Le dije: “Traé un cocinero”. Me miró con cara de asombro hasta que le expliqué qué pasaba. Dos días después llegó un gordito que se llamaba Troilo. Nos hizo bifes a la portuguesa. Se llevó una ovación. A la noche repitió el menú, pero ya los aplausos fueron menos. Después siguió con el bife a la portuguesa todos los días. Cuando le preguntamos si no sabía hacer otra cosa nos respondió: “No, es lo único que sé hacer, yo no soy cocinero, soy el bufetero de San Lorenzo”. A partir de ese momento no cocinó más, pero igual se quedó hasta que terminó la Copa.
No había planes ni organización. Entrenábamos donde podíamos. Cuando íbamos a realizar la última práctica, antes del debut con Polonia, fuimos a la cancha y estaban jugando un partido por la Liga Comercial de la ciudad de Stuttgart. Tuvimos que ir en busca de un potrero. Me acuerdo que hicimos los arcos con la ropa, como cuando éramos pibes.
Polonia, nuestro primer rival, era un equipo fuerte. Dos años antes, los mismos jugadores habían sido campeones en los Juegos Olímpicos de Munich. Ese partido lo pudimos haber ganado, pero perdimos 3 a 2. Le regalamos los dos primeros goles. En un córner saltó Carnevali para atrapar la pelota, chocó en el aire con Pancho Sá, perdió la pelota y Lato la mandó adentro. Después me equivoqué yo, hice un pase hacia adentro y Szarmach llegó antes que Sá. Heredia puso el 2 a 1 y los teníamos ahí nomás, pero Carnevali sacó corta una pelota y Lato, como siempre, no perdonó. Nos volvimos a acercar con un gol de Babington y, sobre el final, Kempes se perdió el empate. Ya ese día comprendimos que, aunque individualmente todos éramos buenos, no funcionábamos como equipo. Se improvisó demasiado. Cacho Heredia había jugado durante la gira previa de 5 y en ese partido lo pusieron de 6; y de 5 jugó Huguito Bargas, que era 6; además, para que Pancho Sá no quedara afuera jugó de lateral izquierdo. Y el Mencho Balbuena, que era wing wing, trabajó de volante todo el partido. Hoy estos cambios no asombrarían pero entonces sí, porque la mayoría de los jugadores eran especialistas.
El segundo partido fue contra Italia, en Stuttgart. Ellos tenían un equipo mediocre y nosotros teníamos el partido dominado, sobre todo después de que Houseman nos puso en ventaja. Más tarde hice un gol en contra y terminó 1 a 1. Fue increíble. Le metieron una pelota a Benetti en forma de centro, el tano quiso pararla y se le adelantó; yo me apresuré y al tratar de rechazar con una especie de media chilena le pegué a la pelota con el tobillo y la clavé en un ángulo. ¡Me quería morir!
El tercer partido fue contra Haití, en Gelsenkirchen. Era clave para nuestra clasificación. Necesitábamos ganar y que Polonia venciera a Italia. Se dieron los dos resultados. Nosotros ganamos 4 a 1 y los polacos 2 a 1. Los goles los hicieron Yazalde dos, Houseman y el Ratón Ayala.
Tres días después nos tocó jugar contra Holanda. Nos masacraron. En el primer tiempo nos pasaron por arriba. La primera llegada nuestra fue como a los 20 minutos del segundo tiempo. Pateé un tiro libre, me quedó el rebote y me taparon cinco tipos. Ya nos habían dado un paseo bárbaro en el amistoso que perdimos 4 a 1. Parecía que jugaban con dieciocho jugadores. Nos metían paredes y más paredes. Yo veía pasar la pelota por mis narices y no la podía agarrar. Nos abrumó la sensación del pressing que nos hacían. No podíamos darnos vuelta, no podíamos tener la pelota. En el amistoso que jugamos en Ams-terdam, ellos tiraron una pelota desviada y Carnevali salió corriendo a buscarla. Yo le grité: “¡Pará, no te apurés!”. Me contestó: “Pero… si vamos perdiendo 2 a 0”. Y yo seguí, a los gritos: “¡Por eso mismo, pará que nos van a hacer diez!”.
Ese Holanda fue la excepción a la regla. Siempre el campeón es el mejor. Menos esa vez. Nosotros estábamos acostumbrados a un fútbol de uno contra uno y en ese equipo todos jugaban de todo. Se venían, se venían y no había forma de pararlos. Todas las pelotas pasaban por el Flaco Cruyff. Van Hanegem, que era un jugador terrible, imponía la pausa. Y metían como locos. A Rep le pegué una patada bárbara. Me acerqué a Sá, que lo estaba marcando, y le dije: “No te preocupes más que este se va”. No sólo se quedó sino que, de ahí en más, me mató a patadas. Todo en Holanda era una sorpresa para nosotros. Hacían el calentamiento corriendo una hora en la cancha auxiliar. Nosotros los veíamos mientras tomábamos café, algunos fumando. Cada período lo dividían en tres tiempos de quince minutos. Entraban con todo en los primeros quince, bajaban el ritmo en los segundos y después volvían con todo en los últimos quince. ¿La verdad? Eran una topadora. Todos: Cruyff, Rep, Rensenbrink, Van Hanegem, Neeskens… Y en el fondo tenían a Krol, Risbergen, Haan, Jansen y a Suurbier, un gordito en el arco.
En ese partido se terminó el Mundial para mí, porque me lesioné en el aductor y no jugué contra Brasil ni contra Alemania Democrática. Contra Brasil perdimos 2 a 1. Fue uno de los peores equipos de Brasil que vi en mi vida, pero los goles los hicieron los dos únicos sobrevivientes de un pasado de gloria: Jairzinho y Rivelinho. El gol nuestro lo hizo Miguelito Brindisi, de tiro libre. Un día después de ese partido viajamos a Gelsenkirchen para esperar el partido con los alemanes. Paramos en un hotelucho que parecía un motel. Estábamos aburridos y me puse a jugar al ping pong con Carlitos Babington. Íbamos chico a chico y estábamos definiendo a 21 puntos. Cuando estábamos 20 a 20 se acercó un dirigente, el doctor García, y nos dijo: “Paren de jugar que se murió Perón”. Me acuerdo que terminamos el partido. Después, los dirigentes levantaron un altar en un rincón del hotel y al día siguiente se ofició una misa.
Dos días más tarde, con el empate 1 a 1 contra Alemania Democrática, terminó el Mundial para Argentina. A mí me quedó un sabor amargo porque me di cuenta de que no alcanza con tener buenos jugadores, buena defensa, buenos volantes y buenos delanteros si cada uno juega por su lado. Y nosotros no tuvimos coherencia en ningún momento. Ni afuera ni adentro de la cancha. No tuvimos las ideas claras. Un día jugábamos a una cosa y al otro día cambiábamos. Ahí comprendí que un técnico tiene que saber lo que quiere y morir con su verdad. Y nosotros habíamos tenido tres técnicos que pensaban distinto. Y dos preparadores físicos: Jorge Kistenmacher y Alberto Álvarez, que no se hablaban.
Los años me dejaron un consuelo: la experiencia fue tan mala que significó un quiebre total. Menotti tomó la selección y empezó una nueva era que se prolonga hasta hoy.
Testimonio de Roberto Perfumo al periodista Daniel Arcucci publicado en el libro La Argentina en los Mundiales – El Ateneo – 2002