Pasaron ya casi dos décadas desde mis 15 años. Viendo y escuchando a los jóvenes de hoy, me doy cuenta de cuánto cambió todo. Qué difícil es encontrar por estos días aquella última pizca infantil que teníamos nosotros a esa edad antes de dar el salto definitivo a la adolescencia. Recuerdo que en esa época coleccionaba mis últimas figuritas.
Si bien no lo hice con esa ilusión incomparable que se tiene en la infancia, cuando uno compraba el álbum, los paquetes y rogaba que estuviera la que nos faltaba… Había algo de aquellos años en los que pegaba, en la parte de adentro de mi carpeta del secundario, las figuritas del Mundial de Italia 90. En total tendría unas ocho o nueve. No recuerdo todas pero seguro tenía la de Thomas Hässler, la de Klinsmann, la de Van Basten y mis dos preferidas: los ingleses Chris Waddle y Paul Gascoigne.
En esa época, algún entrenador de inferiores me probaba de mediocampista y es por eso que sentía una gran admiración por estos nuevos volantes multifacéticos, todoterreno, que recuperaban y que además jugaban muy bien con la pelota. Años más tarde, el destino me llevaba hacia Inglaterra para jugar en el Middlesbrough. Lo que no sabía era que esa misma temporada fichaba para el Boro uno de los jugadores que había pegado en mi carpeta ocho años atrás.
Nuestro primer encuentro (un reencuentro para mí) fue de lo más decepcionante. Apenas bajado del avión me llevaron a ver un partido amistoso que estaban jugando mis futuros compañeros con un equipo de Tercera División. En el medio de la cancha vi a un cincuentón, bastante panzón y pelado, que trataba sin mucha suerte controlar el balón. No sabía si era el presidente del club dándose el gusto de jugar unos minutos con el equipo o una vieja leyenda local a la que estaban agasajando con un partido homenaje.
Al preguntarle al agente inglés que me acompañaba quién era ese que estaba dando semejante espectáculo, una mirada helada como el clima de esas latitudes me miró y dijo: “Mr. Paul Gascoigne”.
El gran Gazza, el último ídolo popular del fútbol inglés de ese momento, tenía, aunque no lo parecía, sólo 31 años. Volvía de su paso por el Glasgow Rangers luego de muchas lesiones y con los primeros síntomas de estar perdiendo el control de su vida a manos de la bebida.
Sin embargo, en las semanas siguientes, pude conocerlo mejor ya que me tocaba cambiarme muy cerca de él en el vestuario. Allí, descubrí a una persona sencilla, abierta, alegre, un eterno adolescente al que le gustaba siempre hacer bromas, contrastando claramente con el vestuario frío y silencioso que reinaba cuando él no estaba (algo que pasaba seguido por sus salidas nocturnas).
Paul Gascoigne siempre fue un antihéroe; “un mal ejemplo para la juventud”, decían algunos. Creo que él nunca quiso ser espejo de nadie o, tal vez, ni siquiera pudo plantearse serlo, encerrado como estaba en el maldito mundo de la bebida. Llegaba al entrenamiento en un Peugeot 505 rural destartalado (tal vez el último que quedaba en el Reino Unido), vestido sólo con un equipo de gimnasia y lo digo literalmente, porque debajo no llevaba nada, ni remera, ni medias, ni siquiera calzoncillos, a pesar de los pocos grados que hacía. Los días de partido llegaba sobre la hora y, en vez de hacer la entrada en calor, se quedaba en el vestuario fumando y tomando café.
Llegado el momento, se ponía la ocho y salía para ser ovacionado por todo el estadio. Pero la ovación tenía más que ver con el pasado que con el presente. Su primera internación para tratar sus adicciones se decidió después de que, en una minigira por Irlanda, se robara el micro en el que viajábamos y, totalmente borracho, lo chocara contra unos coches.
El “descanso” fue de seis meses. Pero a las tres semanas estaba de vuelta, jurando una vez más que dejaría de beber. Eso sí, después de esos 20 días de encierro parecía otro; serio y callado; un fantasma que ahora se cambiaba en el vestuario frío y silencioso que reinaba cuando él no estaba. Al poco tiempo el juramento fue incumplido, lo volvieron a internar y ya no lo volví a ver.
Mis días en el Boro habían terminado y me tuve que volver sin poder contarle nunca la historia de la carpeta y su figurita. Hace poco leí una noticia que hablaba de su última y exitosa internación. Contaba que hacía cuatro meses que no bebía, que esa era su última oportunidad y que trataría de aprovecharla. Me puse feliz. Sentí que esta vez sí podía lograrlo, que después de diez años de búsqueda encontraba la salida. Sin pensarlo empecé a hurgar en unas viejas cajas y, entre tantas cosas, encontré la carpeta. Adentro, aún pegada, la figurita de Mr. Paul Gascoigne.