Cuandó salí corriendo de Cambridge y volví a Londres, en pleno verano de 1984, encontré trabajo dando clases de inglés a estudiantes extranjeros en una escuela del Soho. Fue un trabajo meramente temporal, que no sé cómo llegó a durar cuatro años, aunque en el fondo se pareciera al hecho de que todo aquello en lo que invirtiera mis fuerzas, ya fuese por letargo, por azar o por miedo, daba la impresión de durar mucho más de lo debido. Da lo mismo: me encantaba aquel trabajo, me encantaban los alumnos, en su mayor parte, jóvenes europeos que se habían tomado un tiempo para aprender inglés, aunque estaban inmersos en sus licenciaturas. Aunque la enseñanza me dejaba abundante tiempo libre para dedicarme a escribir, no escribí ni media página, y me pasé largas tardes en los cafés de Old Compton Street con otros miembros del profesorado o con un nutrido grupo de jóvenes italianos encantadores. Era una manera espléndida de perder el tiempo.

Estaban al corriente, por descontado, de mi afición al fútbol; el asunto salía a relucir sin que yo supiera cómo en más de una conversación de clase. Por eso, cuando los alumnos italianos empezaron a quejarse en la tarde del 29 de mayo de que no tenían acceso a ningún televisor, de que no podrían ver cómo se cepillaba la Juve al Liverpool en la final de la Copa de Europa, yo mismo me ofrecí a presentarme esa noche en la escuela, con las llaves, para que todos juntos viésemos el partido.

File photo of an injured soccer fan who is carried to safety by a friend after a wall collapsed during violence between fans before the European Cup final between Juventus and Liverpool at the Heysel stadium in BrusselsCuando llegué, se habían reunido docenas de alumnos; yo era el único no italiano en el lugar. Me vi arrastrado por su animoso antagonismo y por mi vago patriotismo, y di el paso de convertirme en hincha honorario del Liverpool aunque sólo fuese por una noche. Cuando encendí el televisor, Jimmy Hill y Terry Venables aún estaban comentando los prolegómenos. Bajé el volumen para que los estudiantes y yo mismo pudiéramos hablar del partido, y anoté en la pizarra unos cuantos términos de vocabulario futbolístico mientras esperábamos al pitido inicial. Al cabo de un rato, cuando las conversaciones fueron apagándose poco a poco, los chicos se empeñaron en saber por qué no había empezado aún el partido, y quisieron enterarse de lo que estaban diciendo los ingleses. Hasta ese momento no comprendí a fondo qué estaba pasando.

Así, me vi en el brete de explicarles a un grupo de guapos y jóvenes italianos de uno y otro sexo que en aquel estadio de Bruselas los hooligans ingleses habían causado la muerte de treinta y ocho personas, en su mayor parte hinchas de la ventus. No tengo ni idea de cómo me habría sentido si hubiese visto el partido en mi casa. Me habría invadido la misma cólera que sentí aquella noche en la escuela, la misma desesperación, la misma vergüenza terrible y nauseabunda; dudo mucho, en cambio, que hubiese tenido la misma necesidad urgente de pe-dir disculpas no una, sino varias veces, sin cesar, aunque es posible que sí. Con toda certeza habría llorado en la intimidad de mi cuarto de estar por la demencial, inapelable estupidez del suceso. Allí en la escuela no pude llorar. Tal vez supuse que sería un descaro que un inglés llorase delante de unos cuantos italianos la noche de Heysel.

 

Durante todo el año de 1985, nuestro fútbol dio claras muestras de ir cuesta abajo, de culo y sin frenos, de forma imparable, hacia un suceso como aquél. Por ejemplo, tuvo lugar la asombrosa bronca de los hinchas del Millwall en Luton, cuando la policía tuvo que salir en desbandada, y la cosa pareció que iba a más, hasta extremos que nunca se habían visto en un campo de fútbol en Inglaterra al menos (fue cuando a Mrs. Thatcher se le ocurrió su absurdo plan para obligar a todos los asistentes a un partido de fútbol que llevasen su documento de identidad como condición para permitirles la entrada al campo; en Inglaterra, al contrario que en el resto de Europa, nadie tiene un documento de identidad emitido por el Estado). Se produjo también el incidente del Chelsea contra el Sunderland, cuando los hinchas del Chelsea invadieron el terreno de juego y la emprendieron a golpes contra los futbolistas. Estos disturbios se produjeron a pocas semanas de distancia, y no son más que lo mejorcito de todo lo realmente sucedido. Tarde o temprano tenía que pasar lo de Heysel, tal como tarde o temprano llega la Navidad.

Juventus fans Heysel disasterAl final, la sorpresa estuvo en que todas esas muertes fueran causadas por algo tan inocuo como las carreras, una costumbre a la que la mitad de los jóvenes hinchas del país se habían dedicado en un momento u otro, y que sólo tenía por objeto amedrentar a los adversarios y divertir a los que participaban en las carreras. Los hinchas de la Juve —muchos eran hombres y mujeres elegantes, de clase media— no tenían por qué saber en qué consistía esa costumbre. ¿ Cómo iban a saberlo? Carecían del complejo, pormenorizado conocimiento de la conducta que es —o era— propia de las masas en Inglaterra, el conocimiento que todos nosotros habíamos absorbido sin darnos cuenta. Cuando vieron a una muchedumbre de hooligans ingleses vociferando a pleno pulmón y corriendo hacia ellos, les entró el pánico y echaron a correr en bloque hacia uno de los extremos del graderío. Se desmoronó uno de los muros de carga, y en el caos consiguiente hubo muchas personas que murieron por aplastamiento. Fue una horrorosa forma de morir, y es probable que todos viésemos cómo morían aquellas personas. Todos nos acordamos del hombretón barbudo, el que tenía cierto aire de Pavarotti, implorando con una sola mano un auxilio que nadie le pudo prestar.

Parte de los hinchas del Liverpool que fueron posteriormente detenidos tuvieron que sentirse genuinamente pasmados. En cierto modo, su delito consistía nada más que en el hecho de ser ingleses. Lo que había ocurrido fue que las prácticas propias de su cultura, sacadas de contexto y transferidas a otro lugar en donde nadie las comprendía, habían resultado en la muerte de muchas personas. «¡Asesinos! ¡Asesinos!», les gritaron los hinchas del Arsenal a los del Liverpool en diciembre del mismo año en que sucedió la tragedia de Heysel.

Sospecho sin embargo que si se reprodujeran con exactitud las circunstancias de aquel momento entre cualquier grupo de aficionados ingleses, y entre dichas circunstancias cuento un dispositivo de la policía municipal irremediablemente inadecuado (Brian Glanville, en su libro titulado Champions of Europe, explica que la policía belga se quedó de una pieza al comprobar que la violencia se desataba antes del comienzo del partido, cuando una simple llamada telefónica a cualquier comisaría metropolitana de Inglaterra les hubiera puesto sobre aviso), un estadio aberrantemente ruinoso, un conjunto particularmente reprochable de hinchas adversarios, una planificación lamentablemente penosa por parte de las autoridades futbolísticas competentes, es seguro que volvería a suceder lo mismo.

02 - 350Creo que por eso mismo me dieron tanta vergüenza los sucesos de aquella noche. Sabía que los hinchas del Arsenal podrían haber hecho tres cuartos de lo mismo, y era consciente de que si el Arsenal hubiese jugado aquella noche en Heysel yo seguro que habría estado allí, no metido en peleas ni en carreras, pero sí como parte integral de la comunidad que había dado pie a esa clase de comportamiento, hasta el punto de considerarlo de lo más natural. Y todo el que haya hecho uso del fútbol tal y como ha sido utilizado en incontables ocasiones, por el intenso olor a bestia que siempre confiere a quien así lo use, también tuvo que sentirse avergonzado. Y es que el auténtico meollo de la tragedia fue precisamente éste: había sido posible que los hinchas viesen por televisión un reportaje, por ejemplo, de los disturbios que se produjeron en el Luton-Millwall, o del apuñalamiento que tuvo lugar en el Arsenal-West Ham, y había sido posible que se sintieran horrorizados y asqueados, sólo que sin tener la menor sensación de estar implicados en todo aquello. Los autores de dichas acciones no eran ni de lejos las personas que los demás podíamos entender, ni menos incluso identificamos con ellas. Ahora bien, la chiquillada que en Bruselas resultó mortal era perteneciente de forma clara y definitiva al continuum de acciones en apariencia inofensivas y sin embargo amenazantes —cánticos violentos, gestos obscenos, todas las muestras de conducta incivil— que una muy amplia minoría de hinchas había llevado a cabo durante poco menos que veinte años. En dos palabras, Heysel fue parte orgánica de una cultura en la que muchos, y me incluyo, habíamos tomado parte activa. Ya no era posible ver a aquellos hinchas del Liverpool y preguntarte: «¿Quiénes son esos?» Esa pregunta sí pudimos hacérnosla honestamente al ver a los hinchas del Millwall en Luton, al ver a los del Chelsea en su campo, en un partido de la Copa de la Liga. Esta vez sabíamos de sobra quiénes eran.

Aún me avergüenza reconocer que vi el partido. Debería haber apagado el televisor y decir a todos que se fueran a casa; debería haber tomado la decisión unilateral de que el fútbol ya no importaba, de que no importaría nada durante un tiempo. Todas las personas que conozco, más o menos, lo vieran donde lo viesen siguieron pegados al televisor. En aquella escuela de idiomas en la que yo daba clase, a nadie le importó un pimiento quién ganase la Copa de Europa, aunque todavía quedó una última, indeleble huella de obsesión en todos nosotros, que nos llevó a hablar de un modo u otro sobre el dudoso penalti que dio a la Juventus el triunfo por 1-0. Yo prefiero pensar que tengo a mano toda clase de respuestas acerca de casi todas la irracionalidades que tienen que ver con el fútbol. Sé que ésta desafía toda explicación.

*Extraído del libro Fiebre en las gradas – Ediciones B -1996.