Humo. Humo que se mete en la garganta y lastima. Humo que se impregna en la ropa. Humo que ciega. Humo hasta las lágrimas. Humo de goma quemándose. Humo de armas represivas. Humo de bengalas. Canciones en el humo. Canciones contra el gobierno que nos caga de hambre, que nos manda a la yuta, que les pega a los viejos, qué hijo de puta. Canciones de liberación porque va a ser lindo el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel. Canciones para Racing, que siempre va a existir, aunque una vieja chiflada hubiera dicho lo contrario, aunque estuviera gerenciado por los mismos que hoy -quince años y un día después- gerencian el país.
El 2001 estuvo lleno de humo. Todavía veo, entre el humo de entonces y el de los recuerdos, la Ruta 3, la Plaza de Mayo, el Obelisco, la Argentina prendiéndose fuego. Y a Cardetti apareciendo entre el humo, mientras festejábamos detrás del arco de Campagnuolo un punto que valía la pena y la alegría. Cardetti, que en ese momento era todo lo que después dijo el Chanchi Estévez y hubiera sido mucho más si su última pelota se metía en ese arco. Cardetti, el infarto.
Cuando mi viejo venía a la cancha, empatábamos. No hablo de cábalas, sino de estadística pura y dura. Así era. El bamboleante 4 a 4 con Chicago había sido mucho, pero el robo ante Banfield terminó de confirmarlo. Mostaza había sentenciado el fin del “paso a paso” y nosotros también teníamos sentencia. Esa noche, tuvimos una conversación. Él lo entendió y se sometió a la ciencia. No iría más, para posibilitar triunfos en las dos fechas que faltaban. River acechaba. De todos modos, retrucó con la misma carta: “No se hagan ilusiones, Racing nunca salió campeón en el profesionalismo con un gobierno radical”.
Ya regía el corralito y los ahorristas empezaban a avizorar que el Blindaje no creaba una “plataforma extraordinaria para el crecimiento”, sino todo lo contrario. Se acercaban las Fiestas, pero la fiesta para unos pocos se cerraba cada vez más. Así, le ganamos a Lanús: en una Avellaneda repleta de fábricas cerradas.
Y empezaron los saqueos porque el hambre es impaciente y no entiende el sistema financiero. Y se vino el Estado de Sitio porque ese gobierno -tan parecido al actual- no entendía de hambre. Y se vino el estallido porque este Pueblo, a veces, recupera la memoria.
Y mi nariz, mis ojos y mis pulmones se acostumbraron a correr en el humo de los gases lacrimógenos. Pero ese humo no me hizo llorar. La bronca era más fuerte.
La última fecha del campeonato iba a jugarse en marzo, había dicho alguien por ahí. Todo ese pasado era promesa de futuro, pero el partido con Vélez no podía esperar.
El 27 de diciembre, los radicales que se habían ido en helicóptero también se irían de la FUBA y eso impidió que Maxi -mi amor compañero- pudiera ir a la cancha. Lo llamó su responsable político y se lo comunicó. Él tenía 25 años. Diez antes de que naciera, Racing había dado su última vuelta. Pero no podía ir. Teníamos las dos entradas. Mi viejo garantizaba empates. Necesitábamos un empate. Vamos, papá.
Falté al laburo una vez más, en esos días. Que los saqueos, que el tránsito, que “tengo miedo” eran las excusas para poder ir a combatir a Plaza de Mayo y alrededores. Total, mi contrato precario tampoco exigía demasiados certificados para justificar las faltas. Esta vez, dije la verdad y nadie se animó a reprochar: “me voy a ver a Racing”.
Y ahí fuimos, como tantas veces, mi viejo y yo. Y pasó de todo y no tengo nada claro: lluvia torrencial a la entrada, gases lacrimógenos -otra vez- en la popular, recontra goleada de River a Central, cabezazo de Loeschbor y un gol de Chirumbolo (¡¿con ese apellido venís a hacernos sufrir?!). Sólo sé que cuando Brazenas terminó el partido antes, mi viejo cayó sobre los escalones llorando. Y se despejó el humo y también lloré.
Cuando salimos de la cancha, recordé mi promesa: con Racing Campeón, dejaría de fumar. Mi papá dijo que las promesas eran una pelotudez. Prendí un cigarrillo. Humo para siempre.