“Si yo hubiese sabido que morirían 300 personas validaba el gol, pero al terminar el partido colgaba el silbato para siempre”. El testimonio lo recoge un reportero anónimo de la revista El Gráfico que visitó a Ángel Pazos en Montevideo. La vida y la Justicia, los valores supremos del árbitro uruguayo.
Pazos es, lo presenta el cronista, “el juez del partido de Lima (no hay otro partido en Lima después de ese 24 de mayo)”. En ese momento, apenas un mes más tarde, la referencia era obvia. Pero desde entonces hubo muchos partidos en el estadio Nacional de la capital de Perú así que quizás sea mejor recordar aquella tragedia.
Se disputaba la final del torneo sub20 que clasificaba para los Juegos Olímpicos de Tokio. Argentina y Perú definían el título. La albiceleste ganaba 1-0 y poco antes del final Kiko Lobatón empujó, con la planta del pie, una pelota que intentaba rechazar la defensa argentina. El estadio, colmado por más de 47 mil personas, gritó el empate. El árbitro Pazos demoró unos segundos de más, mientras Perfumo le protestaba, hasta que pitó falta por plancha. El gesto del uruguayo, para explicar la sanción, quedó inmortalizado en la tapa del semanario argentino.
El partido se jugó con normalidad un rato más, hasta que varios hinchas invadieron el estadio. Uno de ellos, conocido como Negro Bomba, se hizo famoso por perseguir a Pazos por la mitad de la cancha. El árbitro se refugió detrás de un grupo de policías que comenzó a reprimir. Los uniformados, lejos de pacificar la situación, golpearon a los que ingresaban a la cancha mientras sus perros los mordían. La golpiza contagió la violencia a las tribunas, donde argentinos y peruanos intercambiaron piñas y cuchilladas.
“Metele gas, pues, cojudo”, gritó el comandante de la Policía, Jorge de Azambuja, con la loca idea de evacuar el estadio asfixiando al público, según reconstruye el libro Los Pridigiosos Años 60, de Guillermo Thorndike. El sargento de la Guardia de Asalto obedeció. “Van ver lo que es autoridad, autoridad es la que manda”, dijo al lanzar la primera lata de gas lacrimógeno hacia las tribunas. “Nunca imaginé las nefastas consecuencias”, lamentó luego el jefe policial.
En la cabecera Norte los accesos estaban cerrados. Unos dicen que por orden policial. Otros afirman que por decisión de los organizadores, que ya había sobrevendido demasiado y no querían que ingresara nadie gratis en los últimos minutos. “Desde afuera, espantadas palomillas y vendedores ambulantes veían inflarse las puertas de acero. Ya nadie las golpeaba dando de gritos. Crujían y se abombaban latosamente, tomando la forma de los muertos que empujaban”, escribió Thorndike.
“El aire se agota. Los pulmones se encogen. Las costillas se quiebran. La avalancha humana transformó el miedo en histeria al toparse con las puertas cerradas. Obstáculos de metal que sólo se abrían hacia dentro y que concluían en las escaleras, el descenso hacia la muerte”, relató Mauricio Gil, el enviado del diario El Comercio.
Más de 300 personas murieron, la mayoría asfixiadas, y unas 500 resultaron heridas. Muchos eran niños y ancianos. Es hasta hoy una de las mayores tragedias en un estadio de fútbol. El periodista Jorge Salazar asegura que la cifra de muertos fue superior y que varios asesinados por balas policiales fueron desaparecidos en una fosa común en el Callao. En el estadio, las pilas de cuerpos, dicen, llegaban hasta los dos metros de altura.
La noticia se esparció con sangre por la ciudad. La población enfurecida atacó autos policiales y dos efectivos fueron asesinados a golpes. Hubo saqueos y enfrentamientos en distintos rincones de Lima. El partido se dio por ganado a Argentina. Junto a Brasil fueron los enviados a Tokio pero ninguno subió al podio.
El uruguayo Pazos, ex jugador de las inferiores de Peñarol entre 1941 y 1943 y árbitro internacional desde 1962, se refugió de tanta muerte en su casa familiar, a una cuadra del mar. “El recibimiento del barrio, de un barrio que me conoce desde niño y sabe que nunca desvié el rumbo, fue tocante. Abuelas que me besaban; el abrazo de los amigos de siempre, todos juntos a mí… La angustia subsiste por las víctimas que determinó el incidente, pero todo va pasando”, afirmó.
El recuerdo de Lima, sin embargo, era omnipresente para el árbitro de 38 años. “Recibí dos cartas de Perú. En una me alentaban, descartando toda culpabilidad de mi parte; en la otra, fechada en Arequipa, me amenazaban de muerte”, contó. “Pienso que con el correr del tiempo se comprenderá que sólo marqué una infracción dentro del campo de juego, que lo otro pertenece a un capítulo distinto, a una reacción imprevisible”, agregó.
Pazos encontró la contención que necesitaba en los medios y en la fe: “La prensa rioplatense me ayudó mucho; ustedes me hicieron comprender que no estaba solo. La palabra del padre Nicoli, amigo de la familia, también hizo su parte: ‘Tú no tienes ninguna culpa en lo ocurrido’, me dijo. Y para mí, que soy católico ferviente, la palabra de un sacerdote vale más que la de cualquier juez”.
Un mito muy extendido, y poco corroborado, dice que Pazos recibió tratamiento psiquiátrico y que, tiempo después, se convirtió él mismo en sacerdote. Qué fue de su vida y si, finalmente, recuperó la paz, solo Dios lo sabe.