La nobleza perdía terreno por el ambicioso avance del capital y buscaba su lugar en el nuevo sistema mundial mientras añoraba los buenos tiempos de las justas de caballeros. “El dinero amenaza con arruinarlo todo”, se alarmaban en un salón de París, a fines de junio de 1894, dos condes, un duque, un lord, dos generales, dos abogados, un consejero y otros seis notables a los que el barón Pierre de Coubertin, criado en el castillo Mirville, de Normandía, convenció de lanzar los Juegos Olímpicos de la modernidad.
Desde un principio acordaron imponer el amateurismo para preservar al deporte de la “impureza” mercantilista. Por cierto, desconocían, o soslayaron, que aun en la Grecia antigua existieron los incentivos. “Cuatro siglos antes de Cristo empezaron a romperse los moldes espirituales de los Juegos -asegura el periodista catalán Francisca Yagüe en su Historia de los Juegos Olímpicos-. Detrás de laurel del vencedor fueron llegando las primeras eximiciones de impuestos y pensiones vitalicias.”
En realidad, la verdadera fuente de inspiración de los Juegos de Coubertin se encontraba en los estatutos del Amateur Athletic Club británico, escritos en 1866, que admitían a “todo gentleman nunca haya tomado parte en una competición pública, que nunca haya competido con profesionales por un precio o por dinero que procediese de las inscripciones o de cualquier otro origen, que en ningún período de su vida haya sido profesor o monito de ejercicios de este tipo como medio de subsistencia, que no sea obrero, artesano o jornalero”.
La competencia estaba pensada para los que tenían el tiempo libre suficiente, los que vivían del trabajo de los demás. Incluso en la Argentina, el nacimiento del olimpismo también refleja su carácter clasista: en 1908 se formó la Sociedad Sportiva Argentina, proveniente de la Sociedad Hípica Argentina, impulsada en 1899 por el general Julio Argentino Roca. De allí surgió el Comité Olímpico Argentino.
Dos dólares por partido
Pasaban las décadas pero el lente ideológico con el que se medían los criterios era el mismo. En 1934, en Atenas, el Comité Olímpico Internacional accedió al reclamo de la Federación Ecuestre para que las medallas fueran a manos de los dueños de los caballos y no de los jinetes que los montaban. Los representantes de la peonada con más destreza que sus patrones no merecían la gloria.
El español Corrado Durántez, presidente del Comité Internacional Pierre de Coubertin, sostiene que el fundador del olimpismo moderno no fue el más férreo defensor de ese concepto de amateurismo. Asegura que ya en 1910 se distanciaba. “El deporte es una religión y se me antoja tan pueril relacionar todo eso con el hecho de haber percibido algún dinero como el proclamar que el sacristán de la parroquia es necesariamente un incrédulo porque percibe una retribución para asegurar el servicio del santuario. Por eso, los problemas del amateurismo perdieron, para mí, el poco interés que todavía concitaban”, remarcaba Coubertin por entonces, según sostiene el historiador.
Sin embargo, el COI se mostraba inflexible. El atleta indio norteamericano Wa-Tho-Ckuk, conocido como Jim Thorpe, fue figura de los Juegos de 1912 en Estocolmo, de los que se llevó medallas doradas por las pruebas de decatlón y pentatlón. Pero fue despojado de las victorias meses después tras comprobarse que alguna vez había jugado al béisbol a cambio de dos dólares por partido. El reconocimiento le llegó cuando ya estaba muerto, en 1983, con la restitución de las medallas a sus hijos.
Mientras cerraban cuentas con el pasado, los contrasentidos seguían: en Los Ángeles 84 le impidieron participar de los Juegos al estadounidense Renaldo Nehemiah, quien durante 12 años había mantenido el récord mundial en los 110 metros con vallas. Nehemiah había dejado el atletismo fugazmente para probar suerte en el football americano. Después de sacarse el gusto, quiso volver. Pero había atravesado la frontera. Le bajaron la barrera en pleno auge del circuito atlético con premios de cientos de miles de dólares. Pero como los pagos se hacían con la intermediación de las federaciones nacionales, se entendía que el atleta no percibía el dinero del premio y continuaba en la consideración como amateur.
El choque con la realidad
El “espíritu puro” fundacional no tardó en contaminarse. En 1904 los Juegos se iban a disputar en Chicago. Pero el lobby de los dirigentes de la por entonces pujante ciudad de Saint Louis consiguió quedarse con el evento: la carta que inclinó la balanza fue que en Saint Louis se celebraba una Feria Internacional del Algodón. Despacito, el deporte se iba acercando al comercio.
Tampoco demoraron en producirse los lógicos enfrentamientos con las federaciones internacionales de cada disciplina. El tenis fue el primero en patear el tablero después de París 24, tras reclamar un espacio de poder en la mesa de decisiones del COI. Volvió mucho después, como deporte de exhibición en México 68 y Los Ángeles 84, y retornó oficialmente en 1988, en Seúl, con todos los profesionales del circuito de la ATP.
El fútbol fue un tema más difícil de tratar para el COI, debido a su creciente popularidad que hacía difícil, en todo caso, dejarlo de lado. El punto en cuestión era que la FIFA permitía que los jugadores cobraran compensaciones cuando tenían que abandonar sus trabajos a causa de las competencias. Esto era inadmisible para el COI, que se había reafirmado en sus convicciones en un congreso realizado en Praga en 1925. Pero se encontró una cuando fórmula: en lugar de compensar a los jugadores, la federación les pagaba la compensación a los empleadores, que a su vez les daban la plata a sus empleados-futbolistas. De esta manera se solucionó el problema sólo para Amsterdam 28, ya que los británicos presionaron y el fútbol quedó afuera en Los Ángeles 32 y volvió en los Juegos siguientes en Berlín ya sin los profesionales.
El idealismo sectario hacía agua por todos lados. “Los tiradores que no reciben dinero desde el 34, pueden participar”, se decidió en 1935 en Oslo. Es decir, se decretó la primera amnistía. La Federación de Esquí Alpino rompió relaciones con el COI en 1936 después de que no dejaran participar a los atletas que cobraban plata como instructores. Tampoco se permitían beneficios secundarios: estaba prohibido sacar ventajas económicas aprovechando, en el cine o en el teatro, la fama obtenida gracias a los triunfos en los Juegos. En los años 30, Maradona no habría podido tener una escena cinematográfica como la que tuvo en los 70, en la película Te rompo el rating, con Jorge Porcel y Moda Casán, cuando brillaba como jugador de Argentinos Juniors.
Basta de amateurs
Las trampas desbordaban a las leyes por todos los flancos. En 1933 se descubrió que en Finlandia se certificaba que los atletas eran amateurs cuando hacía tiempo que recibían estímulos y premios. Los gobiernos creaban puestos de trabajo fantasmas para sus deportistas estrellas. Tuvieron que pasar cuatro décadas para que el COI abriera los ojos y dejara de hacer remiendos. En el medio, la industria de artículos deportivos potenciaba el profesionalismo y la televisión ofrecía millones para conformar la avidez del público. Ya en Roma 60, la cadena estadounidense CBS hizo transmisiones internacionales en vivo y en directo.
Recién en 1971 desapareció de los estatutos del COI la famosa palabrita amateur. Ahora se reclamaba a un “participante obligado a respetar el espíritu olímpico tradicional y la ética olímpica y que practica el deporte como actividad secundaria sin remuneración alguna”. Dos años después, en un congreso celebrado en Varna, Bulgaria, se le dio forma a esa idea: se admitía la ayuda material y financiera, que se había convertido en algo imprescindible para el entrenamiento de alto nivel, aunque se prohibía sacar un beneficio económico personal como consecuencia de una actividad deportiva. La fórmula hacía la vista gorda con muchos atletas que en aquel entonces empezaban a ganar fortunas.
Los Ángeles 84 fue financiado totalmente por capitales privados. El boicot de la Unión Soviética puso de mal humor a los fabricantes de prendedores que tenían un stock de medio millón con la bandera del martillo y la hoz. Cualquier persona podía llevar unos metros la antorcha olímpica previo desembolso de 3 mil dólares. En 1986, en la sede del COI en Lausana, Juan Antonio Samaranch dio el paso decisivo para ajustar el olimpismo a los tiempos de globalización. “Hemos abierto las puertas a los atletas profesionales, pues queremos establecer el principio de que los Juegos Olímpicos sean accesibles a los mejores atletas del mundo, y dejamos a las federaciones deportivas internacionales que definan los criterios de admisión de los mismos”, anunció al mundo.
En su adaptación a los tiempos, Samaranch y el COI descartaron a Atenas como sede de los Juegos del Centenario en 1996. Desecharon a los primeros organizadores del evento en la modernidad y dueños de la historia antigua. Las razones simbólicas no pudieron con el poder de Atlanta, ciudad de los Estados Unidos en la que tienen sus bases Coca Cola y la cadena de noticias CNN. Como contrapartida, a la capital de Grecia le tocará el turno en el 2004 con un presupuesto de 1.700 millones de dólares. Cuando en 1999 la corrupción de los encargados de elegir las sedes de los Juegos Olímpicos se volvió demasiado evidente, haciendo peligrar el negocio, llegó el momento de la depuración, y el hilo se cortó por el lado de dirigentes de países como Sudán, Samoa Occidental, Malí, Congo, Ecuador y Chile.
Desde 1992, un busto del barón Pierre de Coubertin se destaca frente a la embajada de Francia en Buenos Aires. El ex intendente de la ciudad, Saúl Bouer, y el titular del Comité Olímpico Argentino, el coronel Antonio Rodríguez, lo inauguraron como parte de la política de seducción que apuntaba a conseguir los Juegos del 2004. Tenían razones de Estado, políticas y económicas para homenajear al amateurismo.
Texto publicado en el anuario de la Revista Mística, “El siglo del deporte”, en diciembre de 1999.