La villa olímpica es como un falansterio, esa ciudadela productiva que proponían los socialistas utópicos. Un mundo cerrado, autosuficiente y feliz. En los mentideros deportivos se suele deslizar que abunda allí el intercambio íntimo entre las distintas delegaciones. Y que el deseo de confraternidad internacional ha consagrado varios récords y promovido maratones, claro que a prudente distancia de cualquier jurado o cobertura periodística.
El chisme se reitera cada cuatro años, y es una fantasía cantada, toda vez que en esos edificios se concentran los cuerpos más poderosos de la especie, en el apogeo y la ebullición juvenil. Los nadadores, con sus torsos sutilmente tallados, o las princesas del hockey, entre otros, son, además de prodigiosos atletas, la concreción de un ideal de belleza. Tal vez con algo más de músculo que el modelo de armonía celebrado por los griegos.
Y entre los hermosos ejemplares de damas y caballeros, entre los portentos anatómicos capaces tanto de pulverizar tiempos y distancias como de cosechar suspiros, se recorta única, irresistible, la colombiana Caterine Ibargüen. Ganadora del oro en salto triple, extasió al estadio con su paso de felino, con los 15,17 metros que clavó y, especialmente, con una sonrisa inalterable que brilla más que la llama olímpica. Así como Maradona y Jordan sacaban la lengua cuando tramaban sus jugadas geniales, Caterine se ríe con ganas mientras vuela sobre la arena. Como si fuera la cumbre del placer. Lo es, cómo no.
Epítome de la simpatía (y la exuberancia) asociada a lo latino, sobre todo en las cercanías del Caribe, desplaza su metro con ochenta de pura fibra muscular con gracia de bailarina tropical. Y así se menea al cabo del salto, al ritmo dictado por sus piernas infinitas. Top azul, bragas deportivas rojas y medias amarillas hasta la rodilla, es la bandera misma de Colombia. Orgullo nacional consolidado en los últimos tiempos. Con el oro en el Mundial de Rusia en 2013, repetido dos años después en Beijing, y con la plata obtenida en los Juegos de Londres.
La diosa negra que salta y que ríe tuvo la infancia dura de las clases populares sudamericanas. Nació en Apartadó, donde el mapa del estado de Antioquia dibuja una especie de cuerno, en 1984. No registra becas tempranas, sino un entorno familiar difícil donde, a falta de padres, la crió su abuela, doña Ayola Rivas, que a pesar de la carestía se las arregló para mandar a sus nietos (Caterina creció junto a su hermano mayor, Luis Alberto) al colegio San Francisco de Asís.
Primero, Ibargüen aplicó sus dotes físicas al voley. Pero alguien –siempre existe un alguien providencial en las biografías memorables, en esta historia un tal Wilder Zapata, profesor de educación física– detectó su potencial para el atletismo y la convenció de mudarse a la pista. Entonces empezaron las medallas a nivel juvenil. Sus festejos de dientes luminosos trascendieron el pago chico y así fue como pudo viajar a Medellín, capital de Antioquia. Y en la Villa Deportiva Antonio Roldán Betancourt comprendió que en sus maravillosas piernas se cifraba el destino.
Quizá no proyectó un futuro de metales olímpicos, aunque estaba en todo su derecho: a los 15 años, en el campeonato Sudamericano de Atletismo de 1999, conquistó el bronce, su primera medalla oficial. Pero no fue en salto triple sino en salto en largo, su especialidad en ese momento, la que abrazó durante años y en la que recibió el golpe más duro de su carrera al quedar al margen de Pekín 2008.
Fue su actual entrenador, el cubano Ubaldo Duany –partícipe más que necesario del reciente oro–, quien la enfocó en el salto triple. Se conocieron en Puerto Rico, donde Ibargüen llegó para perfeccionar su entrenamiento y además se recibió de enfermera.
Tienta decir que el resto es conocido. Pero la ruta de una campeona de atletismo nunca es comidilla de primera plana. Hasta que se trepa a lo más alto del podio, como sucede ahora. Y, desde allí, lanza el rayo devastador de su sonrisa.