Es difícil imaginar a Boca y River como un tándem, codo a codo, en defensa de intereses comunes. Pero así como ahora Clarín y La Nación, supuestos competidores en un mercado que se reduce, comparten trinchera en la guerra contra el Gobierno, a comienzos de la década de 1960, los enemigos más célebres del deporte criollo se hermanaron para una cruzada tan visionaria como fallida: el fútbol espectáculo.
¿De qué se trataba? De lo que hoy hacen los escudos más prósperos de Europa. Comprar figuras internacionales, potenciar una camiseta, convocar multitudes y expandir el negocio. Aun sin asesoría de marketing, sin patrocinadores solidarios y sin la parafernalia comunicacional que domina nuestros días, el presidente de River, Antonio Vespucio Liberti (sí, se llamaba igual que el Monumental) y su par de Boca, Alberto Jota Armando (sí, igual que la Bombonera), entendieron que el fútbol argentino venía barranca abajo y decidieron huir hacia adelante. Gastar hasta lo que no tenían para devolverle su jerarquía, estropeada luego del Mundial de Suecia.
Aquel golpe a la autoestima argentina –tan alta hasta ese fatídico 1958– derivó en perdurable complejo que sólo sanaría décadas más tarde. Mientras tanto, River y Boca se dispusieron a salir al mundo. Mejor dicho, a traer el mundo –los mejores estaban en cualquier parte menos en nuestro país– a su propia casa.
Liberti, empresario dedicado a la distribución de bebidas y cuatro veces presidente del club, tenía experiencia en pases estruendosos. A principio de la década de 1930, fue el artífice de las compras de Carlos Peucelle y Bernabé Ferreyra. Este era un goleador letal proveniente de Tigre al que el diario Crítica bautizó “El mortero de Rufino”. Por él, acaso el primer divo del fútbol argentino (llegó al cine y al tango, y recibía un trato reverencial de parte de los dirigentes), se dice que River pagó una suma récord a escala planetaria.
Casi 30 años más tarde, Liberti persistía en su visión del fútbol como un show de estrellas y de River como una institución llamada a ocupar un lugar hegemónico. Así, en 1961, armó un equipo con una delantera íntegramente formada por extranjeros: Domingo Pérez, uruguayo; Pepillo, español; y Moacir, Delem y Roberto, brasileños. En 1964, aunque el fútbol espectáculo se había desinflado, el Tano Liberti redobló su vocación de magnate y pagó, para asombro de un mercado todavía aldeano, más de 30 millones de pesos por el defensor oriental Roberto Matosas.
Brasil, gran campeón en Suecia, se perfilaba como la principal usina de talentos. Y hacia allí también apuntó Armando, un intrépido dirigente de exitosa trayectoria en la venta de automóviles y partidario del desarrollo comercial, antes que social y deportivo, de la institución que gobernaba. El equilibrio de su personalidad podría describirse de este modo: mitad pionero y lúcido emprendedor, mitad chanta y autócrata.
Boca no se anduvo con chiquitas y contrató a Vicente Feola, nada menos que el entrenador campeón mundial. Como si ahora Angelici importara a Joachim Löw. Con él llegaron –además de los peruanos Víctor Benítez y Loayza– Maurinho, Almir (un supuesto “Pelé blanco”), Dino Sani, Orlando y Paulo Valentim. Los dos últimos, un defensor titular del Brasil campeón del 58 y un goleador que había viajado desde Botafogo, se consolidaron y resultarían fundamentales en los títulos que ganaría Boca entre 1962 y 1965. Valentim además se convirtió en un héroe de la hinchada por su invariable costumbre de meterle goles a River.
Cómo no había venta de camisetas para corroborar el éxito de la apertura, sólo restaba medirla por los logros deportivos. En ese sentido, a Boca le fue bien durante aquella década, aunque más por las apariciones locales que por la compra de luminarias forasteras. River, por muchas alcancías que rompió, tuvo que esperar 18 años, hasta 1975, para reencontrarse con el gustito de la vuelta olímpica. Y con el verdadero espectáculo. Salvo los casos citados, los extranjeros, con el inefable gordo Feola a la cabeza, permanecen en la historia como un dato curioso, el capricho de dirigentes obcecados aunque con olfato para intuir el futuro.