El fútbol tampoco le hizo caso a la Constitución. El carácter federal de la patria ha sido un ideal desatendido también por la pelota. Tanto peor hace cuarenta años, cuando sólo los torneos Nacionales permitían atisbar el panorama provincial que, desde la cabeza de Goliat, se veía con aires de suficiencia.
Claro, alejados de la competencia más exigente y muchas veces en condiciones casi amateurs, los clubes del “interior” corrían de atrás. Salvo excepciones. Y una de ellas, la gran excepción, la encarnó Talleres de Córdoba en los años setenta. Orientó las miradas –primero sorpresa, luego admiración¬– hacia el centro del país, donde aquellos talentos vistosos, de toque esmerado pero inofensivo que las provincias presentaban esporádicamente, habían decantado un equipo sólido y de alto vuelo. Con algunos nombres memorables como Luis Ludueña, conocido como el Hacha, un exquisito número cinco, Luis Galván, zaguero de la selección campeona en 1978, el jujeño José Daniel Valencia, debilidad de Menotti, Ártico, Bocanelli, Alderete, Bravo, Oviedo, Ocaño, Fachetti y tantos otros que prolongaron la primavera cordobesa hasta el umbral de los ochenta. Como el veterano Daniel Willington, con un pasado espléndido en Vélez, que escondía un instrumento de alta precisión debajo del botín y, cuenta la leyenda, definía su posición en el campo según dónde cayera la sombra.
La sensación comenzó con la llegada de Ángel Labruna, prócer riverplatense que, un poco a regañadientes, aceptó la propuesta del presidente Amadeo Nuccetelli en 1974. El plan era refundar el club, deprimido en lo deportivo y económico. Talleres había obtenido su último título en Córdoba en 1969 y la clasificación al Nacional más cercana databa de 1970. Labruna no era un entrenador dado a la meditación estratégica. Pero sabía aglutinar voluntades detrás de su palabra astuta y la impronta ganadora que todos le reconocían como atributo primordial. Ese equipo le ganó a Belgrano la final en la provincia y, en el Nacional, alcanzó un resonante cuarto puesto.
La ola cordobesa se abría paso con un juego encantador y un espíritu libre de complejos. Talleres se sentía grande con toda razón. Y el respaldo de la hinchada corroboraba estas convicciones. Parte del fenómeno fue la masiva peregrinación que emprendía su público en cada partido. Micros atestados de fanáticos (unos y otros bien surtidos de combustible) copaban desde temprano los barrios de Buenos Aires los días de visita. Diez mil almas. Y rugían en los bastiones más hostiles a la par de las hinchadas canónicas. Me ha tocado verlos alguna vez colonizar Villa Crespo, el día de un Atlanta 0-Talleres 3, gran exhibición de la T. El equipo ya había cambiado de manos y lo dirigía Adolfo Pedernera, pero el fervor se mantenía a tope.
Siempre entre los peces gordos, a tiro del premio mayor en los Nacionales, Talleres tuvo su gran oportunidad en el de 1977, ante Independiente. El entrenador era Roberto Saporiti. Los partidos finales se jugaron en enero de 1978 y en la ida, en Avellaneda, empataron 1 a 1. La revancha tuvo como sede la cancha del Barrio Jardín y se descontaba la fiesta de los cordobeses. Por fin el equipazo que todo el tiempo rondaba el título dejaría su muesca en la historia. Pero no. En un partido inolvidable por lo accidentado, el local se puso en ventaja 2-1. Independiente, que protestó los dos goles adversarios con vehemencia suicida, se quedó con ocho jugadores por las expulsiones. Pero, con la suerte aparentemente echada, el genial Bochini clavó el inesperado empate (el gol valía doble) y transformó la euforia cuartetera en sepelio.
La edad dorada incluyó algunas giras internacionales, impensadas en la actualidad, en las que Talleres midió fuerzas con selecciones y equipos de diversas latitudes, Europa incluida. Entre estos viajes, la memoria futbolera (de los cincuentones) acuñó, por lo exótica, la gira que los cordobeses y Temperley (sí, Temperley) hicieron a Zaire (sí, Zaire, actual República Democrática del Congo) como pretemporada en 1976. Qué intermediario los condujo hasta allí es algo que los archivos no revelan. Sí dicen que, víctima del paludismo, murió a su regreso el joven delantero de Temperley Oscar Suárez y que el público local, cuyo seleccionado nacional había participado del Mundial de 1974, se maravilló con el Hacha Ludueña.
En 1979, en virtud de la década ganada que lo llevó al círculo áulico del fútbol criollo, Talleres fue incorporado, a través de la resolución 1309, al torneo Metropolitano. Por decreto, dejó de ser del “interior”. Pero la formalidad no deparó la prosperidad deportiva de los años anteriores. Luego de un tercer puesto en 1980, el club se fue apagando. El descenso de 1993 fue un contraste estridente con el apogeo que empezó con Ángel Labruna y Amadeo Nuccetelli. Hoy que Talleres resurge con el ascenso a la B Nacional y, a pesar del ostracismo, conserva su gran arraigo popular, evocar estos años quizá resulte un ejercicio inspirador.