Fue la primera pelota de verdad con la que hicimos contacto. Chiquita, de goma y a rayas, estaba lejos de ser una pelota profesional como la Pintier, pero era el paso inicial del camino hacia ella.
Más que un juguete, fue un instrumento avanzado de capacitación. Dócil y gauchita, no oponía reparos en concedernos la gracia de esos efectos de tres dedos o de guadaña, pequeñas veleidades que uno iba incorporando a su incipiente batería de recursos.
Era ideal para aprender a cabecear, no intimidaba.
Buena en los patios, en los pasillos y en las veredas. Su jurisdicción no llegaba a los potreros, donde desentonaba cuando salía disparada sin rumbo, como una liebre asustada, al rebotar contra cualquier piedrita.
Íntima y paciente con nuestro aprendizaje y nuestra imaginación. Una esfera mágica, perturbadora para esa precoz esquizofrenia de ser Bertoni al rematar contra la pared e inmediatamente Gatti, al atajar el rebote.
Decididamente urbana, inquieta, nerviosa. Un ejercicio de temprana contemplación consistía en dejarla caer desde la palma de la mano para observar la fenomenología de sus piques, que nunca eran menos de cuatro o cinco, que se aceleraban hasta llegar a un repiqueteo y finalmente a una especie de crepitar, hasta quedar inmóvil.
Y aquel misterio inexplicable del juguito que llevaba adentro. Que le brotaba como pus cuando se pinchaba, y que emanaba un olor penetrante como el del amoníaco.
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Popular, democrática, igualitaria, la fabricaron desde los años treinta en un taller de la calle Pinto del barrio de Saavedra. A su creador, Gerildo Lanfranconi, un mecánico experto en moldes y matrices de caucho, se le ocurrió un sistema que le permitía trefilar goma de color rojo sobre la goma blanca. Así su invención adquirió el rayado distintivo. Patentó esa pelota, y por veinticinco años nadie pudo fabricar una parecida. La bautizó Pulpo, su propio apodo, así lo conocían en el barrio a Lanfranconi, por la fama de la fortaleza de sus brazos. El secreto del endiablado rebote estaba en que a cada pelota se le inyectaba una solución de nitrito de sodio y cloruro de amonio para gasificarla.
En el apogeo de su producción el taller fabricaba unas ochocientas pelotas por día. Don Lanfranconi llegó a tener representantes en todo el país. El tintinar del caucho en las baldosas fue la banda sonora de todos los hogares, los más modestos y los más cajetillas.
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Un trineo es arrojado al fuego, la cámara se acerca, primerísimo primer plano, en el trineo leemos Rosebud. Es la escena final de Citizen Kane, claro. Aquellos que no vieron la película sabrán disculpar; los que la vimos y somos futboleros, en ocasiones que nos pinta la nostalgia podemos vincular, casi inmediatamente, a ese trineo en llamas con una pelota Pulpo.