El 14 de agosto se cumplen 40 años de uno de los campeonatos más recordados entre los tantos que obtuvo River. Llegaba a su fin un ciclo de 18 años de sequía y escarnio, de acuñar fama de segundones y gallinas, de dilapidar jugadores brillantes a fuerza de frustraciones. Un momento que guarda semejanza con la actualidad: la flamante Copa Libertadores cerró la herida narcisista provocada por el descenso. Fue un título y una reparación histórica.
En 1975, Ángel Labruna –que había sido futbolista en el último alegrón, en 1957– asumió como entrenador. Su proclamado propósito de dar la vuelta olímpica no sonó verosímil. Si bien Labruna encarnaba la memoria victoriosa, el antiguo esplendor, no bastaba su verbo canyengue para superar tanto daño.
Pero el DT, cuya táctica soberana era el olfato para reunir tipos con personalidad y buen pie, armó un equipo poderoso. Con los que estaban (Alonso, Jota Jota, Morete, Merlo), más un injerto de experiencia: Perfumo (un elegante serial killer), Pedro González, el Mono Mas, vieja gloria de la casa, Perico Raimondo… También echó mano de dos cordobeses que había dirigido en Talleres: Comelles y Ártico. No hay general que se desplace sin sus lugartenientes. Passarella, renuente a jugar en la banda izquierda, todavía calentaba el banco y juntaba bronca contra el pintoresco entrenador.
El equipo limpiaba rivales con holgura, imponía carácter y rápidamente se vislumbró su aptitud para consumar el renacimiento. En paralelo, los hinchas comenzaron a abandonar el ostracismo y la indiferencia forzosa en la que estaban sumidos al cabo de tantos años de desgracias. Salieron de las catacumbas y coparon no sólo las canchas sino las conversaciones. Sacaban pecho, volvían a hablar de fútbol con autoridad. Así como el aluvión inesperado que colmó la plaza en 1945 hizo visible un país profundo y oculto, la campaña del Metropolitano de 1975 expulsó del closet a una multitud acomplejada que hasta entonces había guardado silencio. Tengo un recuerdo personal: mi abuelo, un riverplatense para quien el fútbol era un remoto esparcimiento juvenil, regresó al Monumental. Descubrió un entusiasmo que acaso nunca había tenido.
La marea rojiblanca empujó al equipo hasta el último peldaño. Y allí, a un paso de la consagración, la foto histórica se la robaron los actores de reparto que nadie conocía. Una huelga francamente inoportuna obligó a River a jugar ante Argentinos Junior con juveniles. Igual ganó 1-0 (gol de un tal Bruno), igual dio la vuelta olímpica. No importaban los nombres. El público sólo tenía ojos para la camiseta rescatada.
En la última fecha, ante Racing, con el título bajo el brazo, River abrió las puertas del Monumental de modo irrestricto. La muchedumbre a presión, colmó incluso la pista de atletismo. Se dice que nunca cobijó tanta gente el estadio. Apenas se jugaron 45 minutos y hubo una invasión de ansiosos fanáticos que no aguantaban más prolegómenos y sólo querían fiesta loca. Daba inicio (o se reanudaba) una perdurable identidad ganadora.