Junio de 2008. El reloj marca poco más de las cinco. Afuera, la mañana está helada, gélida. Adentro, también. El viento sopla como nunca. La precaria vivienda con techo de chapas en el barrio Martín Fierro, de Marcos Paz, se mueve y chilla como suplicando no desmoronarse. Braian se levanta del colchón con el que duerme sobre el piso y lo ubica a un costado. El espacio en la habitación es muy reducido. A su lado, en la cama matrimonial Rosa, su mamá, y Débora, su hermanita de diez años, continúan durmiendo. El desayuno no ha variado: un mate cocido y un pedazo de pan del día anterior. Anoche, el menú fue el mismo. Se cambia rápido y se abriga con poco, muy poco. No tiene una campera. Apenas un par de buzos que puestos uno encima del otro le sirven como escudo para enfrentar el frío polar. Sale de su casa, esquiva unos cuantos charcos de barro y escarcha y camina once cuadras hasta un puesto de diarios donde su entrenador, Gustavo Osorio, lo pasa a buscar con su moto Zanella 125.
Jabalina en mano, se acomodan como pueden. Hacen más de 60 kilómetros y tiesos llegan al Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), en el barrio porteño de Núñez. Allí, la geografía es otra. El cambio es drástico. Braian aguarda a Osorio en las gradas de la pista de atletismo (de las pocas que hay en el país con piso de tartán). El Profe ingresa a cursar sus clases para la licenciatura en alto rendimiento deportivo. Pasan cuatro horas y Braian permanece allí. Inmóvil, tiritando del frío mientras don Santos, uno de los utileros del Cenard, le habla y lo distrae un poco. La espera se hace larga. Casi eterna. A las 12 compran el almuerzo: un paquete de galletitas Din Don de chocolate y vainilla. Vuelven a subirse a la moto y emprenden viaje hacia La Plata. Llegan después de dos horas y media. Con semejante travesía, el frío, imperturbable, sigue metido en su cuerpo. Como puede, hace la entrada en calor tratando de concentrarse y dominar cada músculo que tiembla involuntariamente. Y lo logra, como casi todo lo que se propone. Resta poco tiempo para competir. Llega su turno y gana con récord nacional para menores incluido. Lanza la jabalina como nadie y registra 57,64 metros con un implemento de 600 gramos (en mayores es de 800). La felicidad que siente es inmensa. Osorio, tal como le dice Braian, oculta las lágrimas. Cierra los ojos, recapitula y se da cuenta que no se equivocó. Hace casi cinco años supo que su discípulo era un tocado por la varita mágica. Vuelve a ocultar el llanto y lo abraza. Sabe también que aún queda mucho camino por recorrer. Ese año, 2006, el pibe de Marcos Paz logra seis plusmarcas nacionales y termina con registros de 64,40m. La jabalina ya forma parte de su vida y se convierte en una extensión de su cuerpo.
El barrio, la casa…
La postal del barrio Martín Fierro, de Marcos Paz, es tranquila y apacible, con chicos yendo y viniendo al potrero, que queda ahí nomás, a unos pasos de la casa donde Braian creció. Aunque hoy, esa serenidad está alterada. El ruido de las sierras eléctricas luchando contra plátanos duros y añosos impide que el mediodía transcurra como siempre. Pero no es sólo por eso. Hace apenas unos días Braian Toledo llegó de Singapur con una medalla de oro en el pecho obtenida en los primeros Juegos Olímpicos de la Juventud. La medalla la ganó Brian. La medalla la ganó su familia y su entrenador. La medalla la ganó todo Marcos Paz. Por eso, en el Martín Fierro, están conmovidos. Consiguió lo que iba a buscar y le dio al atletismo argentino una presea dorada tras 62 años y 58 de sequías sin podios olímpicos en este deporte. Nada menos. Esa mañana, Braian les ganó a todos. A sus rivales, a la fiebre que lo tuvo en cama a maltraer durante varios días y a las presiones por ser el número uno. A él poco le importó. “Hice lo mismo de siempre. Sólo pensé en mi familia y lancé al infinito”, dice.
Igualmente, mantiene la calma y apunta: “Todavía no conseguí nada. Es como me dice Yelena (Isinbayeva, la mejora saltadora con garrocha del mundo y su amiga): cada meta es un nuevo punto de partida”, pero aclara: “Soy muy competitivo. No me gusta perder a nada. Cuando jugaba a la bolita con mi primo Iván y perdía, quería volver a jugar hasta que le ganaba. Por eso busco constantemente progresar”. Mientras, al lado de la pequeña casilla donde vive, dos albañiles aceleran el paso para levantar la nueva casa. Por cierto, trabajo que estuvo interrumpido por casi cinco meses. Ladrillos y tirantes de madera de pino van dando forma al “sueño familiar”: dejar el reducido espacio donde viven para mudarse a una casa “con más comodidades”, dice Rosa Hidalgo. Rosa es su mamá. Tiene 36 años, pero parece de muchos más. La tez curtida y reseca da cuenta de ello. Su vida, siempre destinada a criar a sus tres hijos. “Soy madre y padre a la vez”, resume, porque cuando Braian tenía apenas once meses de vida, su papá los abandonó. Llegó a los 14 años de Formosa y desde entonces trabajó como empleada doméstica. Ahora, posee un Plan Trabajar por el que cobra escasos $1200 con los que hace malabares. “No alcanza, pero antes no teníamos nada”, explica con una extraña mezcla de resignación y agradecimiento, mientras le da a Ignacio una mamadera. En realidad, debe perseguirlo. El pequeño de tres años va y viene. Habla con todos y pregunta qué hacemos en su casa. Claro él aún no entiende que en su casa vive un atleta olímpico.
Dentro de la casilla todo se resume a una mesa llena de cacharros, platos y un termo con el infaltable mate, que tantas veces sirvió de placebo para engañar al estómago vacío. Una cocina a garrafa y una heladera. Al costado, un aparato para centrifugar ropa se incorpora, desentonando, a la melodía de las actividades de la rutina diaria. Hace mucho ruido. Rosa lo apaga y muestra a Un Caño el baño y la habitación donde duermen los cuatro. Todos juntos. Amontonados. Decir pequeña es poco. Detrás de una cortina de tela, que hace las veces de puerta, se accede a un ambiente, el más chico de todos, que sirve como lugar para mirar la tele. Al lado, una computadora que no funciona, algo de ropa doblada y cajas desperdigadas. Sin embargo, ellos se las ingenian para moverse con habilidad por ese lugar pequeño atiborrado de cosas. Hace años comparten el mismo espacio, casi sin molestarse. Saben que siempre se las arreglaron con lo justo, gracias a los pesos que traía Rosa. A Braian se le iluminan los ojos cuando habla de su familia: “Sufrimos mucho. Nos costó mucho nuestra crianza. Todo eso me da garra para seguir adelante”. Hubo noches donde la única comida se hacía con harina, grasa y agua fría, más una taza de mate cocido… cuando había. Hubo otras en las que directamente no se comía. Y algunas veces, Osorio aparecía con bolsas del supermercado. Su ayuda siempre fue bienvenida. Osorio, a esa altura, ya era un miembro más de la familia. Al mediodía, Braian y Débora comían en el comedor de la escuela 815, a unas pocas cuadras, donde las calles son de asfalto. En cambio, en el Martín Fierro todo está asentado sobre tierra. Todo. Y cuando llueve se complica el ingreso. “Dicen que falta poco para que empiecen a asfaltar en el barrio”, cuenta Rosa. “Ojalá. Nos vendría bien a todos”, agrega con una sonrisa.
Hoy es otra escuela que tiene y contiene (como lo hacen muchas de los colegios de la zona) a Braian entre sus alumnos. Cursa el polimodal en el Nacional Nº2 de Marcos Paz, que le otorgó un permiso especial para asistir sólo tres veces por semana con la condición de preparar trabajos prácticos para recuperar los otros dos días que no va. Todo para que pueda seguir entrenando, con un detalle: Braian es el abanderado de su curso.
Las privaciones para los Toledo no son nuevas. Las quintitas de la zona les sirvieron durante años para conseguir frutas y verduras. Y para Braian siguen conformando su comida preferida. “Hace unos años en un estudio que me hicieron en el Cenard dio que tenía muchos minerales y vitaminas, pero pocas proteínas porque casi no comía carne. Los médicos no entendían nada, porque los chicos suelen comer pocas frutas y verduras”, recuerda Braian.
El atleta
Braian todavía es considerado un diamante en bruto. “Está en pleno crecimiento y desarrollo. No hay que apresurarlo. Todavía es muy prematuro para que compita en mayores”, dice su mentor Gustavo Osorio. Es cierto. Todavía es muy chico. Y él lo sabe. Sin embargo, piensa más allá de la jabalina. “Más adelante pienso estudiar Medicina. Hacer un estudio a largo plazo porque, por ahora, no me veo como entrenador”, lanza con timidez, pero seguro de lo que dice.
Hasta los 12 años practicaba fútbol en el campito del barrio y atletismo en la Escuela Municipal de Atletismo de Marcos Paz. Su sueño no era ni uno ni el otro. En su cabeza sólo había lugar para el tenis. Pero el deporte blanco estaba lejos de su alcance. Lo jugaba sólo en su mente donde practicaba innumerables saques y voleas. Se conformaba con disfrutarlo por la tele. Sobre todo a Roger Federer, su número uno.
Si bien todo empezó como un juego, al poco tiempo Braian le tomó el gustito a la jabalina. Veía a chicos más grandes lanzar y quería probar. Le insistía al Profe, pero su entrenamiento en el Centro de Educación Física (CEF) Nº 31 de su ciudad combinaba un poco de todo: velocidad, salto en largo, lanzamiento de disco y salto en alto. Todo menos jabalina porque aún era muy chico. Pero Braian insistía. Quería lanzar la jabalina. Tanto suplicó que Osorio aceptó. Nada fue como el pequeño creía. “Pensaba que era fácil pero la primera vez me doblé la espalda”, indica Toledo.
Esa tarde volvió a su casa llorando, masticando bronca y diciendo un rosario de frases venenosas sobre esa disciplina. “Cuando empezó me daba miedo que le pasara algo. La pista está cerca de casa, pero igual me daba cosa. No me gustaba que estuviera tan tiempo afuera de casa”, señala Rosa. Algo pasó por la cabeza de su profesor, porque desde ese momento el que insistía era él y ahora era Braian quien no quería saber nada. Al tiempo, se le fue la rabia, volvió a probar y nunca más dejó.
En 2006, con 12 años, lanzó 38m con una jabalina de 400 gramos y ganó su primer torneo en el Cenard. “Todavía estaba jugando”, explica Osorio. A fines de 2007 termina primero en los Torneos Juveniles Bonaerenses, queda 3º en los Juegos Nacionales Evita y finaliza cuarto en el Sudamericano escolar en Coquimbo, Chile. Llegó diciembre y Braian entrenaba más y más. El estímulo era evidente. “El 17 de diciembre 2007 vino con un planteo que me sorprendió –dice Osorio–. Quiero empezar a entrenar de verdad porque no quiero que nadie me gane”. A partir de ahí no paró más. “Cada vez me pedía más. Llegaba temprano a la pista y era el último en irse. Disfruta cada entrenamiento porque su objetivo es lanzar la jabalina cada vez más lejos”, agrega.
El compromiso que asumió Braian acaparó por completo la atención de Osorio. Pero la ayuda económica aún era insuficiente. Por eso, el Profe, a fines de 2008, no lo dudó. Vendió su querida moto roja para poder viajar con Braian y los demás chicos de la CEFEMA, la federación deportiva de Marcos Paz. “Fueron 3000 pesos que destinamos para los viajes. Por suerte, en 2009 la municipalidad compró una combi para que utilice el equipo de atletismo”, explica Osorio.
Los logros que fue encadenando Braian lo condujeron a que su municipio lo becara. Al poco tiempo fue el turno de la Secretaría de Deportes de la Nación y, con ello, la posibilidad de entrenarse en el predio del Cenard. Aunque Braian, fiel a sus sentimientos, siempre prefirió hacerlo en sus pagos. En la pista que lo vio nacer, bien cerca de sus afectos.
Los resultados acompañaban. En julio 2009 en Bressanone, en el norte italiano, con 73,44m terminó tercero en el Mundial de menores. Ese logro significó la segunda medalla para un atleta argentino en la historia en esta categoría, después del oro en salto con garrocha de Germán Chiaravilgio en el Mundial de Canadá, en 2003. Y en febrero de este año el proyecto comenzó a transformarse en realidad. En tan sólo veintiún días rompió su propio récord. Pasó de 84,85m logrados en el Cenard a 89,34m en la Mar del Plata, ocasión que le sirvió para llevar a toda su familia a conocer el mar. “Fueron tres días increíbles. Todos juntos en la costa”, dice.
El reconocimiento llegó, a pesar de sentir cierta vergüenza. Es que no le gusta la fama. Prefiere pasar desapercibido y ser uno más. “No me veo como un ejemplo. Tengo sueños. Soy ambicioso con mis objetivos. Soy egoísta pero no por evitar compartir. Es egoísmo por conseguir mis metas”, explica. A pesar de su corta edad, Braian se comporta con una madurez que, como mínimo, asombra. Aplacado y con los pies sobre la tierra, sostiene que “es clave no marearse en el camino y ser siempre uno mismo. La suerte es importante pero siempre hay que trabajar y ser constante”.
El tiempo de la entrevista vuela. Pasa muy rápido, quizás contagiado por el vértigo con el que transcurrió la vida de Braian, un pibe de 17 años recién cumplidos, que no se conforma y va por más.
Publicada en UN CAÑO #30 – Octubre 2010