Había una vez un equipo de los sueños (¿el primero?) que daba la vuelta al mundo en forma permanente para ofrecer sus artes exquisitas a los públicos más diversos. Además de ganar todo en el marco de la formalidad competitiva (incluidas dos Intercontinentales, la primera con un baile memorable al Benfica de Eusebio), disputaba amistosos con adversarios de cualquier laya, cual Globetrotters del balompié. Para recaudar, cómo no, y para expandir la leyenda. Se dice que en Nigeria, avanzados los años sesenta, pararon la guerra por un día para ver a estos malabaristas de la pelota. Tal vez sea un hipérbole piadosa, pero ofrece la medida del impacto.
El equipo era el Santos de Brasil, que vestía de blanco inmaculado y tenía como centro de gravedad a su número diez, el señor Pelé. En rigor, el club reconocía un nombre compuesto. O un propietario, según cómo se mire. Se llamaba Santos de Pelé. Y Pelé, claro, eclipsó a aquella inolvidable constelación, en la que refulgían, entre otros, Mengalvio, Dorval y Pepe. No era para menos: los estadígrafos brasileños le computan a O Rei 1.091 goles en el Santos. Y vaya uno a decirles que no, que suena trucho.
Entre estos relegados de la historia, el caso quizá más escandaloso es el de Antônio Wilson Vieira Honório, conocido popularmente como Coutinho, enorme crack y gran socio de Edson Arantes. Pero de esos socios con los que se reparte cincuenta y cincuenta. Además de su mejor parceiro, como dicen en Brasil, fue casi un gemelo, su reflejo igualmente virtuoso. Por genialidad y por biotipo. A punto tal que los relatores pedían que alguno de los dos usara una cinta adhesiva en la muñeca para distinguirlos. Aunque visible y de trazo neto, el número en la espalda (Coutinho usaba el 9) no era suficiente.
Tres años menor que Pelé (nació en 1943), Coutinho creció en Piracicaba, el interior paulista, y, como tantos chicos de horizonte reducido, imaginó el fútbol como salida de emergencia. Hijo de un zafrero, se alimentó, según su biógrafo, el periodista Carlos Fernando Schinner, a pan y banana buena parte de su infancia. Luego de trabajar aquí y allá (un astillero, una funeraria) recaló en el Santos antes de cumplir los 15. Y fue el futbolista más precoz en debutar con la camiseta blanca en el equipo profesional. Lo hizo el 17 de mayo de 1958, a los 14 años, 11 meses y 6 días, en un amistoso. Tal precisión, relevante para entender las dimensiones del futbolista, también se la debemos, por supuesto, a Schinner.
Si bien empezó temprano, al joven le costó imponerse como titular. Delante de sus ímpetus había un muy respetable goleador, Pagão, que finalmente cedió su lugar a causa de las repetidas lesiones. Empezó entonces la yunta mágica de negros clonados a urdir las célebres tabelinhas (paredes), que parecían consecuencia de una conexión telepática. A falta de filmaciones exhaustivas, había que ir a la cancha para ver el show. Es decir, ver para creer. Y el público argentino tuvo muchas oportunidades de darse ese gusto. El 2-1 ante Boca, en la Bombonera, por la final de la Libertadores de 1963 (un gol de Coutinho, otro de Pelé) tal vez sea la más recordada. Pero el Santos viajó muy seguido a la Argentina en aquellos años de exhibición y jugó amistosos hasta con Talleres de Córdoba, Godoy Cruz y Colón. Los santafesinos, que por entonces batallaban malamente en el ascenso, ganaron 2 a 1, sentando las bases del apodo de su estadio: Cementerio de los Elefantes. Un veterano me sopla que el Racing 2-Santos 4, de 1961, fue uno de los espectáculos más asombrosos de los que tiene memoria.
Coutinho, delicado animal del área, implacable y florido, es el tercer goleador en la historia del club, con 370 goles, detrás de Pelé y Pepe. Y ganó más de veinte títulos, entre ellos dos Copas Libertadores y dos Intercontinentales. Jugó en la selección hasta 1965, aunque sin terminar de asentarse. Y estuvo en el Mundial de 1962 (tenía 19 añitos), pero las lesiones lo condenaron al lugar de turista (curiosamente, algo semejante le ocurrió a Pelé).
Sin la coloración dramática de otros ídolos brasileños, Coutinho también terminó su carrera joven. A los 30 años, en un modesto cuadro de São Caetano do Sul. Cinco años antes, su rendimiento había empezado a declinar y el Santos decidió cederlo. Además de las lesiones, lo amenazaba el sobrepeso. Su tendencia a engordar se notaba incluso en los años de apogeo, lo cual enaltece cada uno de sus logros. Vitoria, Atlas de México, una segunda etapa en Santos y Bangú conformaron el itinerario del crack.
Figura basal de la edad de oro del club, Coutinho mantuvo sin embargo una relación tirante con el Santos luego del retiro. Por ejemplo, pidió que no aparecieran imágenes suyas en un documental realizado para el centenario de la institución y antes había solicitado que quitaran su nombre de un libro homenaje. Quienes conocen el paño (su biógrafo, sin ir más lejos) no atribuyen esta actitud a un temperamento atrabiliario, sino a que esa generación percibió dolorosamente que los sucesivos dirigentes de Santos no la reconocieron como se merecía. La razón: a la sombra de Pelé, hasta los astros más luminosos se hicieron invisibles.