Esa mañana Daniel Agger tomó una pastilla y luego otra. Sus dedos jugaron un rato con la segunda, entre el índice y el pulgar, antes de llevarla a su boca. Consciente de todo, calculó los riesgos y tragó. Una y dos. Nadie lo obligaba. Era apenas un hábito profesional.
Se metió dos píldoras más cuando se juntó con el resto del plantel en el estadio de Brondby, el equipo en el que nació y al que había vuelto como capitán para cerrar su carrera. Todos se subieron a un micro para hacer un viaje de 15 minutos hasta la cancha de Copenhague, el rival más odiado. Era el 8 de marzo de 2015.
Agger se quedó dormido enseguida. Soñó con sus ocho años de gloria en Liverpool, entre 2006 y 2014, sus casi 400 partidos profesionales, sus 75 duelos con Dinamarca, con el Mundial de Sudáfrica y la Euro de Ucrania-Polonia. O quizás simplemente evocó un tiempo lejano cuando jugaba al fútbol y no le dolía la espalda. Martin Ornskov, compañero en Brondby, lo despertó cuando llegaron a destino. Más tarde, le confesó que nunca había visto a alguien dormir así en la víspera de un partido.
Antes de la entrada en calor, con cuatro pastillas en el cuerpo, se sentía algo dormido. Como otras veces, tomó café y alguna bebida energizante para despabilarse. Hizo la rutina habitual con todo el equipo pero se sentía horrible. “Solo tenía una idea en la cabeza, quedarme en el vestuario -confesó Agger-, pero después me puse la camiseta y decidí jugar”.
Agger no tenía que jugar ese día. La fecha anterior había sufrido un fuerte golpe y estaba en duda para la prensa. Pero era el clásico de Dinamarca, quizás el último, y Dani tenía claro que no podía faltar. Era el referente de Brondby y debía liderar a su equipo. Durante toda la semana tomó dos pastillas cada ocho horas para poder jugar. Los médicos le advirtieron que no lo hiciera por más de tres días pero eligió no escucharlos. No era la primera vez que lo hacía en su carrera.
En 2007, cuando jugaba en Liverpool, comenzó a tener problemas de espalda. El dolor se agravó en 2008, durante una pretemporada en Tailandia, tras una mala caída. Con el tiempo se le formó una hernia de disco que derivó en dolores articulares en rodillas y tobillos. Para mantenerse entre los titulares comenzó a tomar antiinflamatorios especiales para reumatismo, siempre con dosis superiores a las recomendadas, pese las advertencias de los doctores.
Antes de jugar el clásico dio una arenga prepartido que, según sus compañeros, no tuvo mucho sentido. Ingresó al campo con la cinta de capitán al frente de la fila amarilla. En las imágenes se lo nota algo ido, sobre todo ahora que conocemos su historia. Durante el juego, admitió luego, tuvo muchos problemas de coordinación. Era como si su visión estuviera desconectada de lo que ocurría a su alrededor. Promediando la primera parte intentó cabecear un pelotazo largo, calculó mal, falló y cayó sobre su hombro.
Jugó apenas 29 minutos antes de pedir el cambio. Se sentó en el banco de suplente pero al rato lo tuvieron que llevar, entre varios, al cuarto médico del estadio. Agger no recuerda nada de eso. Su primer recuerdo, contó, era que no podía controlar su cuerpo. No sentía dolor pero estaba ahí, acostado, temblando. Ese mismo día dejó de tomar antiinflamatorios.
En mayo, cuando abandonó el fútbol con apenas 31 años, decidió contar su historia. “El cuerpo no aguantó más. Nuestro cuerpo reacciona a lo que le metemos y esa fue la forma de mi cuerpo de decirme que ya era suficiente. Cuando la cabeza no lo resuelve lo tiene que hacer el cuerpo”, afirmó.
“Tomé muchos antiinflamatorios en mi carrera. Conozco esa historia muy bien y es una mierda. No gano nada diciendo esto pero espero que otros atletas lo hagan. Podrían tomar una o dos pastillas menos”, le dijo a un diario danés a modo de confesión. “Quizás mi historia haga que otros deportistas tomen menos pastillas”.
Ahora que colgó los botines, Agger se convirtió en tatuador. Su cuerpo, todo dibujado, lleva un constante dolor en la espalda que le recuerda que, alguna vez, fue futbolista.