Al principio, la guerra era una noticia ajena. Mohammed Bassam y Mohammed Lakash vivían dos vidas diferentes. Bassam tenía 10 años, y Lakash 9, cuando del cielo de Siria comenzó a llover dinamita. Durante un par de años más tuvieron algo parecido a una niñez. Había que esconderse de los bombardeos, había miedo. Pero había escuela, había fútbol con hermanos y primos en las calles del barrio. Para Lakash también había natación en el lago que hidrataba a su pueblo, Tal Shihab, junto a la frontera con Jordania.
Hoy, los dos Mohammed son uno. Sus historias, apenas diferentes, confluyeron en un gastado tapiz de lucha deportiva improvisado en el mayor campo de refugiados sirios del mundo. “La vida era buena, pero de pronto se puso peligrosa”, recuerda Bassam al contar, como caso de éxito, su historia a un blog de UNICEF.
Cuando llovían bombas su papá iniciaba el ritual. Encerraba a la familia en el sótano y todos se abrazaban. “Tenía mucho miedo por mi hermano menor, yo lo llevaba al refugio todo el tiempo. Cuando las bombas explotaban todo el mundo estaba asustado. No podíamos dormir, teníamos pesadillas”, cuenta Mohammed.
La vida de Lakash cambió una noche de febrero de 2013, cuando la guerra golpeó su techo. Las bombas que se escuchaban a lo lejos, finalmente, cayeron sobre su cabeza. No había sótano así que se refugiaron en un rincón. A la mañana siguiente su casa se había transformó en una pila informe de piedra y polvo. Mohammed emergió de su refugio. Se podía decir que estaba vivo, pero no era del todo cierto.
Tampoco lo estaba Bassam cuando emigró de Siria. Su madre había sido asesinada en la guerra y él vio como a uno de sus primos le explotaba una mano. Los niños Mohammed quedaron enterrados, en un sótano y bajo una montaña de escombros. Lo que quedaba de ellos, y de sus familias, escapó a la frontera. Pero no pudieron escapar del horror.
“El viaje a Jordania fue horrible, las calles estaban llenas de sangre y la gente estaba herida. Le dispararon al auto en el que íbamos. Vi como a un vecino le estallaba un pie mientras escapábamos”, relata Bassam. Un par de días después llegaron a su destino, el campo de refugiados de Al Za’atari. La guerra los estaba esperando.
El campamento se creó en 2012, quince meses después del inicio del conflicto. Hoy viven ahí, hacinados y en pésimas condiciones sanitarias, más de 80 mil personas, la mitad son niños. Es la quinta ciudad de Jordania. No llueven bombas pero diversas organizaciones sociales denuncian que muchos refugiados no reciben adecuada educación ni atención médica y que a diario se producen robos y violaciones.
“Papá pensó que solo nos quedaríamos unos meses, ya llevamos cuatro años acá”, dice resignado Bassam. Lakash, sus tres hermanos y su padre hicieron de una tienda de campaña su nueva casa. Como muchos otros hijos de la guerra las cicatrices las cargan fuera y dentro del cuerpo. Ambos se volvió chicos silenciosos y violentos. Fue su manera de enfrentar su nueva realidad. La hermana de Bassam, directamente, había dejado de caminar.
“Al principio no había escuela así que pasé los primeros seis meses sentado en la carpa haciendo nada. Era muy polvoriento y nos enfermábamos siempre”, recuerda Lakash. Cuando hubo un lugar para aprender, Bassam se negaba a ir. “Estaba irreconocible”, confiesa su padre, que ahora mantiene a él y a sus hermanos y hermanas con un pequeño restaurant en el que trabaja todo el día. “Empezó a meterse en problemas, era otra persona”.
Las peleas callejeras entre banditas, además del fútbol de decenas contra decenas de pibes atrás de un sucedáneo de pelota, son de las pocas actividades que mantienen activa a la juventud en Al Za’atari. Un tercer Mohammed, Al-Akrad de apellido, 34 años, campeón sirio y árabe de lucha deportiva, conoció a nuestros Mohammeds así, cuando estaban a las piñas contra otros nenes.
Al-Akrad se pasea entre las carpas reclutando pibitos para sumarlos a las clases de lucha libre que brinda en el centro deportivo que instaló UNICEF allí. “Les enseño las reglas del deporte y sus valores: disciplina, respeto por sus oponentes y control de su agresividad”, explica. “Quiero ayudarlos a ajustarse a esta vida tan difícil. Yo vine como refugiado, vivo en una carpa. Sé lo duro que es”.
Antes de cada clase, les propone hablar sobre lo que piensan, “por ejemplo, sobre la guerra en Siria y la vida en el campo”, cuenta Al-Akrad. “Vienen de uno de los más brutales conflictos de nuestra generación. Pueden soltar esa violencia, esa energía negativa, a través del entrenamiento”, plantea.
Los dos Mohammed aceptaron la propuesta de Al-Akrad y se enamoraron del deporte. “Amo la lucha y, sobre todo, amo al entrenador Mohammed. Sabe cuando tenemos un problema y nos ayuda a resolverlo”, afirma Bassam. Todavía no puede hablar de su mamá, pero ya tiene donde canalizar su furia.
En poco tiempo, Lakash se transformó en el gran campeón de Al Za’atari, ganó los cuatro torneos de su categoría que se organizaron, y ahora sueña con ser campeón regional, como su maestro. “Quiero probarme contra los mejores luchadores, así incluso si pierdo puedo aprender de ellos”, asegura. Al-Akrad dice que tiene pasta pero sabe que dentro del campo no podrá mejorar mucho más. “Necesita luchar contra mejores oponentes”, explica.
De todos modos, el deporte ya hizo su parte. “La lucha les plantó una semilla de ambición. Si tenés un sueño también tenés esperanza. Y eso le da un significado a su vida acá en el campamento”, afirma su entrenador. “Espero que un día los vea compitiendo por televisión, quizás incluso en los Juegos Olímpicos. Sabría que tuve un poco que ver con ese éxito”, dice. También sabrá que, por fin, lograron salir del limbo de la guerra, ese campamento en el desierto llamado Al Za’atari.