“Si vos se lo contás a la gente en Buenos Aires no te lo van a creer”, dicen que dijo Brindisi mientras caminaba por el aeropuerto Abidján, la capital económica de Costa de Marfil, rumbo a la oficina de aduanas. La recepción para Maradona, a quien quería ver toda esa multitud, y en última instancia para toda la delegación de Boca Juniors, campeón del Metro ‘81, superaba cualquier expectativa.
El plantel salió de Ezeiza una mañana primaveral en un avión de Alitalia y un rato largo después llegó al verano eterno de Dakar, Senegal. Tras dos horas de escala, otra aeronave, ahora de Air Afrique, los trasladó hacia el Sur, hasta Costa de Marfil. Cuando la máquina se estacionó en el aeropuerto, cuenta la crónica de El Gráfico, “no hubo policía con machete que impidiera a una multitud morena saltar los cercos y llegar hasta la escalerilla del mismo avión”. El francés colonial impuesto en esas tierras un siglo y medio antes le daba un acento particular al coro de bienvenida cuando gritaba “Dié-gó, Dié-gó”.
Para casi todos los argentinos que iban en ese avión África era un destino salvaje. Maradona pisó Abidján listo para comenzar un safari. Vestía camisa blanca y corbata marrón. Pantalón beige pinzado. Zapatos y cinturón de cuero marrón-naranja. Una fotografía de Gerardo Horovitz muestra a dos tipos de traje que conducen a Diego por un pasillo policial -sin machetes a la vista- de uniformes color caqui. Separan al ídolo de la prensa y los fanáticos que rodean la escena. Un camarógrafo con una camisa amarilla con flores azules y rojas, que estalla en primer plano, elude la protección y registra a quemarropa una imagen del Diez en suelo africano. “Llega Maradona y hay que protegerlo del alud”, martilla el epígrafe.
La mirada condescendiente, cariñosamente racista, domina el relato. Guillermo Blanco, el periodista que acompañó al plantel, resume el imaginario de la época. El artículo publicado el 13 de octubre de 1981 se tituló: “El único elefante fue Maradona”. “Pensábamos encontrar una selva con animales salvajes pero vimos una multitud de negros demostrando su afecto por Diego”, prologaba la nota.
Desde la visión argentina y futbolera -supuesta doble superioridad- visitar África era como ir un domingo cualquiera al zoológico. En la imaginación de los viajeros estaban las históricas exóticas y los estereotipos que el británico Rider Haggard había desparramado por el globo con sus cuentos coloniales. Los africanos eran niños o salvajes, o todas las anteriores.
“No hubo policía con machete que impidiera a una multitud morena saltar los cercos y llegar hasta la escalerilla del mismo avión”, decía la crónica de El Gráfico.
Escribe Blanco sobre su expectativa africana: “Los sueños extravagantes alimentados desde la niñez, que viajaban sobre el lomo de un elefante o de la mano de Chita pasando por una tribu con la olla preparada para cenarse a un blanco, se cayeron de la cama junto al aterrizaje. Seguramente más adentro, en plena selva, sí. Pero son muchos kilómetros y el clima, y la leyenda de la fiebre amarilla, y del paludismo, y del temor al negro, y el desafío del sol, y el cansancio arrastrado desde Ezeiza, impidieron mayores acercamientos”. Menos mal.
Desde la habitación 229 del hotel Ivoire, Maradona analizó el multitudinario recibimiento en un tono similar: “En el exterior, fue lo más grande en mi vida. Esos negritos esperándome en el aeropuerto me emocionaron en serio. Yo ni me imaginaba que me conocían tanto. ¿No viste que cuando íbamos para almorzar vinieron como veinte y uno me llamó Pelusa?”.
La delegación xeneize llegó un lunes. Se decía que era la primera visita a África pero en realidad Boca ya había jugado en Marruecos, ante el Reims de Raymond Kopa, en 1964. Era la primera vez el África negra, eso es cierto. Por la tarde se reunieron con Luis Yiyo Carnaglia, gloria del club en los ’30, en la casa del embajador argentino, Ricardo Pillado Salas, que había aprovechado la volada para organizar una recepción a la que asistieron todos los diplomáticos de la ciudad. Carnaglia, entonces manager de Boca, llevaba ya una semana de sufrimiento en Costa de Marfil. Tenía el rostro amarillo, por un cuadro virósico, pero el temor generalizado era que se hubiera contagiado de fiebre amarilla.
El doctor Pinto, médico de Boca, se preocupaba porque toda la delegación, incluidos los periodistas, tomaran dos veces al día las pastillas de Nivaquine, una droga a base de quinina que prevenía el contagio. Sin esa protección la picadura de la hembra del mosquito Anófeles podía resultar mortal. Pero Pancho Sá no compartía esa preocupación. Relajado, miraba al horizonte y decía con ritmo correntino: “Peores son las yarará de mi tierra; además Anófela siempre se aparece con un vestido blanco y es fácil verla llegar…”.
La voz folklórica de Pancho Sá retumbó toda esa semana en el lobby del hotel. Con su guitarra y su canto entretuvo al plantel que, como en un fogón, se reunía alrededor de unas mesas bajas de madera y vidrio para tirar de sus cuerdas vocales. Los marfileños miraban la situación devolviendo la fascinación. Pero nunca tan fascinados como cuando hablaban de Maradona.
“Diego Maradona et Boca Juniors, Au grand Tournoi du Stade D’Abidjan”, gritaban los afiches que anunciaban el cuadrangular por las calles de la ciudad. “Sin la presencia de Maradona, Boca no hubiera cobrado 180 mil dólares”, afirmaba el cronista. En realidad, cobraron en francos franceses y apenas 80 mil de los dólares, la parte que se repartieron los futbolistas una hora antes del último partido -dos mil para cada uno y 36 mil para Diego-. Los otros 100 mil ya los había ido a buscar Carniglia, cuatro meses antes, para confirmar la gira.
El estreno fue el martes a la noche ante Stade Abidján, frente a 25 mil personas. Imborrable Boca cuenta que el equipo formó con la Pantera Rodríguez; Alves, Pancho Sá, Pasucci e Iturrieta; Brindisi, Krasouski, Maradona, Trobbiani; Escudero y Morete. El DT era Silvio Marzolini pero como no pudo viajar, había sufrido una crisis cardíaca, mandó la formación “en el bolsillo del profesor Habbeger”, dice El Gráfico. En el estadio, Yiyo Carnaglia hizo de entrenador: dio la charla técnica, se sentó entre los suplentes y metió los cambios. Teniendo en cuenta que había ganado dos Copas de Europa con Real Madrid parecía el hombre más indicado para el cargo.
Boca salió a la cancha con una bandera marfileña, verde, blanca y naranja a rayas verticales. Hace poco, en el programa Lado Oberto, Diego recordó el fervor marfileño y dijo algo así como que los postes de luz del estadio se veían negros porque había gente trepada hasta los focos para saludar a Boca. La Fanfarria Gran Berebí, conducida por un enano -lo que subrayaba la visión exótica de la gira (“El (sic) pequeñito negrito se le cae el palillo pero no se desanima”)-, recibió a los equipos y saludó en cada gol. El partido terminó 5-2, con tres tantos de Escudero y doblete de Maradona.
Dos días después, en la final, Boca remontó en los últimos 20 minutos y le ganó 3-2 a Asec bajo una lluvia intensa. Trobbiani (2) y Alves anotaron los goles. El partido, escribió Blanco, “por momentos entraría en el terreno de la violencia” en la que “Ruggeri fue el abanderado”. Maradona se cansó de las patadas y tiró una “plancha tipo karate” premonitoria del Mundial del año siguiente. El campeón se llevó como trofeo “un elefante de marfil tallado” y Pichi Escudero, la figura del certamen, una copa que lo acreditaba como tal.
Zahui Lorenz, el crack de los rivales, “un número 10 con vincha que se movió muy bien”, llamó la atención de la delegación xeneize. Carniglia le ofreció una prueba en Buenos Aires que, finalmente, no aceptó y hubo que esperar a que llegaran los ’90 para conocer a Tchami.
Con el trofeo y los dólares la delegación de Boca emprendió la vuelta el viernes por la mañana en un avión DC 10. “Una equivocación en la factura de hotel (sobre la habitación de Brindisi-Maradona)”, dice piadosamente la crónica, casi hace que pierdan el vuelo. Por suerte, todo se resolvió amistosamente y pudieron regresar para contarnos tamaña aventura.