Roberto Cabañas fue, tal vez, el ídolo de Boca con el paso más fugaz por el club. Un hombre de pura fibra paraguaya, una tacuara dura con flexibilidad de garrocha; sabía endurecer y armonizar el cuerpo cuando era necesario; combinaba la fortaleza del roble y la versatilidad del junco.
Desde muy joven se destacó en el futbol de su país y sobresalió en Cerro Porteño, donde se lo apodaba la Pantera por su fiereza, destreza, velocidad y picardía.
El mundial juvenil de Japón de 1979, que tanto fútbol trajo al mundo, lo tuvo entre sus destacados. Esa actuación le valió su trasnferencia, con 19 años, al soccer americano, nada menos que al Cosmos, junto a Pele, Carlos Alberto, Beckenbauer, Neeskens, Chinaglia y a su compatriota Julio César Romero, alias Romerito.
Allí fue crack entre cracks. Luego de ser considerado el mejor jugador del año en varias ocasiones, pasó por el fútbol francés para después hacer una escala en el América de Cali, aquel equipo que siempre arrimaba el bochín pero no podía coronarse como el mejor en la Copa Libertadores. En tres oportunidades consecutivas fue subcampeón.
Tal vez la necesidad de gloria lo arrimó al Río de la Plata y desembarcó en el barrio de La Boca donde, de entrada nomás, se ganó a los hinchas en un partido chivo con Vélez, donde después de ir perdiendo 2-0 el Paragua lo empató y, en el segundo tiempo, enamoró para siempre a los fanáticos con un cabezazo letal.
Integró el equipo del maestro Tabares que ganó el apertura del 92 y la copa Master de aquel mismo año, donde se destacaban, Navarro Montoya, Simón, Giunta, Tapia, Villareal, Pico, Márcico, y Bennetti, entre otros.
En el recuerdo quedarán para siempre su habilidad, preparación física, la precisión de sus cabezazos y la guapeza para poner el pecho en las paradas bravas. Un tipo difícil de marcar. Un especialista en la utilización de los codos. Varias veces dejó a sus marcadores con la trompa roja. Tal vez el mismísimo Edson Arantes le haya pasado la técnica de sobrevivencia en territorio hostil.
Un acróbata para la definición con sus estéticos saltos dignos de una película de John Woo, pero también un gran especialista en calentar el paño de la partida con sus insinuaciones, reclamos y conversaciones selectivas con los adversarios.
Siempre se recordará la tremenda patada que le propinó la Bruja Berti en un clásico caliente, donde lo levantó por el aire ciego de furia. Ambos fueron expulsados y mientras Berti se iba al trote, hirviendo de calentura, el paraguayo iniciaba un periplo digno del General Alais que enardeció a todos los hinchas de River e hizo delirar a los de Boca.
En otro clásico, luego de calentar la previa en cuanto micrófono se le pusiera en frente, ya en el Monumental, salió a la cancha para ver la reserva y se paró en la pista de atletismo delante de esos especiales plateítas que tiene River en la San Martín. Está claro que esos simpatizantes se desgañitaron insultándolo a más no poder, enmudeciendo para el resto de la jornada y por varios días más.
En esos partidos, Hernán Díaz, Astrada, el Nene Comizzo, toda gente muy experimentada, perdía los estribos ante él. Sólo otro paraguayo taura empardó a Cabañas en lo que se refiere a personalidad. Fue José Luis Chilavert, quien junto a Heriberto Correa y el gran Arsenio Erico, fueron el legado futbolístico más importante que entregara la patria del Mariscal Solano López.
Tres mil abdominales después de cada entrenamiento, último en ir a ducharse, un hombre que cuidaba su estado y siempre estaba en forma. Así se preparaba ahora para los torneos de showbol, justo cuando lo visitó la muerte.
Una pena. Con él se van los partidos salados y unos cuantos golazos. La emoción de los hinchas de Boca explotó en las redes sociales porque siempre reconocieron en este guerrero alguien que les dio alegrías, desde una entrega absoluta y sin mezquindades.
Para muchos se fue un villano, sobre todo para los riverplatenses. Un villano de gran calibre, al borde del desborde, pero siempre hasta ahí, como esos enemigos que son admirados por lo que ponen y lo que logran, pero que también tienen ese costado apetecible, esa sal que muchas veces condimenta más que los “buenos”, como el Pingüino del Batman de Adam West o los villanos de Karadagian. Ellos, en el fondo, son admirados y necesarios para los rivales eternos, porque contribuyen a la disputa por la gloria y porque el espejo dice que también están entre los suyos.