Ese segundo año (1945) fue muy bueno. River fue campeón en Primera y en Tercera. Recuerdo que en diciembre se disputó el Sudamericano y nosotros jugábamos de preliminar. Jugamos, en la cancha de San Lorenzo, contra la Tercera de Peñarol, en la que jugaba Brito, Schiaffino, Miguez… Después jugaba Brasil, el gran Brasil, contra Paraguay. Cuando terminó el primer tiempo de este partido, se me acercó un señor que era amigo de mi padre, de la época de cuando jugaban ellos, era un ojeador de Huracán.

-Nene, ¿quiere usted jugar en Huracán?

-Sí, pero yo cómo me voy a ir de River, si de aquí no me puedo mover.

-Sí, bueno, pero nosotros lo vamos a negociar. ¿Dónde vivís?

-Yo vivo en Carabobo, allí hay teléfono…

-Cualquier cosa, te llamo.

globo 350Y efectivamente, me llamó. Yo medio me asusté. El presidente del Huracán, que era el teniente coronel Ducó, se fue a la oficina de River, habló con los directivos, y les dijo con cierta prepotencia que se lo tenían que prestar. Se comentó incluso que llegó a sacar la pistola para convencer a los de River, pero yo nunca me lo terminé de creer. Me venía bien en esa época, porque tenía dos delanteros centro por delante para poder ser titular en el primer equipo de River. Se tenían que lesionar los dos para que jugara y había pocas perspectivas, aunque la verdad es que tampoco pensaba demasiado en ello.

¡Lo que es la vida! Cuanto menos interés tenés parece que las cosas salen bien, cuando tenés gran interés te salen mal. Entonces yo tenía un interés pasajero nada más, dije que sí. Sabía que Huracán tenía a Salvini, Tucho Méndez, Mellone (que era paraguayo y se había lastimado, y ahí tenían el problema ellos), Simes y a Unzué. La parte de atrás la componían jugadores que habían sido internacionales y eran muy veteranos. Estaban Guaico, Barrionuevo (los dos porteros), Marinelli y Alberti (entre los tres tenían ciento cinco años), después jugaban Corzo, Videla y Titonel.

Entonces me arriesgué. River no se quedó atrás e hizo firmar al presidente de Huracán un papel de cesión a préstamo con la condición de que si se querían quedar conmigo tenían que pagar 80.000 pesos. El mayor traspaso de esa época había sido el de Rubén Bravo, un jugador de Rosario Central, a Racing, el año anterior, por 60.000 pesos. En el periódico salió un recuadro diciendo que cómo era posible que a un chico que no lo conocía ni su padre lo tasasen en 80.000 pesos, mientras a un gran internacional lo habían comprado por 60.000. Lo hicieron, claro está, para que Huracán nunca ejecutase la opción de compra. Huracán andaba en esa época regular, por la mitad de la tabla. Yo me había lastimado, tenía una infección de rodilla. Estuve como un mes o mes y medio sin jugar. Era un equipo irregular. Entonces estaban haciendo la sede social y, como suele pasar cuando se hacen obras en un club, siempre decae la campaña del equipo. Les faltaba dinero y, al principio, los meses eran de cuarenta y cinco días, pero después eran de setenta y cinco. Y como no cobraban, mis compañeros no iban a jugar. Ni el Tucho, ni el otro, ni nadie. De vez en cuando iba a jugar alguno. El equipo se resintió porque había que poner muchachos de la Tercera. Yo cobraba de River. Fue mi primer contrato. Me dieron 5.000 pesos por el año y un sueldo mensual de 600 pesos. Estaba bastante bien para un soltero que casi ni comía. Yo tenía de sobra, no era un gastador. Era un tipo de campo. Ya se sabe cómo son los campesinos; son ahorrativos por todos los lados, porque tienen en la mente clavado que son siete años de derrotas y un año de bonanza, y que hay que guardar para esos siete años. Es el criterio que tienen todos los campesinos del mundo, y ya se te mete en la mente.

Vivíamos bien, pero sin lujos. Siempre pensando en la idiosincrasia del barrio y en no hacer delirios de grandeza de ninguna manera. Ese siempre fue el factor de la familia mía, de mi casa.

(Juvenal, una de las mejores firmas del periodismo argentino y amigo personal de Alfredo, definió en pocas palabras la magnitud de la operatividad de Di Stéfano: “La quinta de Di Stéfano mide 100×70”. Pepe Peña, otra pluma ilustre, descubrió pronto su gran virtud como jugador: “Alfredo no suda los campos de fútbol, los riega con su sangre”.)

contra boca 350Yo iba a jugar siempre. No faltaba nunca. La lesión de la rodilla me asustó mucho. Con el taco de un botín me rozaron la rodilla y fue una infección interna. No sabía de qué era. En esa época no había penicilina ni nada, había la sulfamida, y la sulfamida en vez de hacerme bien, me hacía mal. Me encontraba con fiebre y más fiebre. Me revisaban los pulmones, el corazón… Resulta que un día sudaba y sudaba hasta el punto de que me tenían que cambiar de colchón. Sudaba como un loco. Estaba acurrucado, con las manos entre las rodillas, y entonces me di cuenta de que la rodilla izquierda quemaba. Llamé a mi madre y le dije: “Mamá, mira qué me está pasando aquí”. Llamaron a un médico del club. Cuando ya vieron lo de la rodilla, me dieron otro remedio y me arreglé.

Pero claro, debuté sin prácticamente entrenarme y no estaba en condiciones, no tenía que haber jugado, pero salí a jugar. Le hice un gol al River en menos de diez segundos. Yo era muy veloz. Sacamos de centro, corrí con el balón y, al borde del área, le pegué un zapatazo y entró. También recuerdo otro gol en Huracán a Ferrocarril Oeste en la cancha de Vélez. Fue un centro al área. Yo que veo salir al portero, al defensa que hace una chilena para despejar el balón y meto el puño… ¡adentro! ¡Gol! No se enteró nadie. Bueno sí se enteró un sordomudo que todavía vive en la calle Directorio y que era hincha de Ferrocarril Oeste. ¡Pobrecito! Íntimo amigo mío. Me esperó en la parada del tranvía, porque yo tomaba dos tranvías. El primero, hasta llegar a la calle San Pedrito, de Floresta, el número 1; después tomaba el 88, que arrancaba de San Pedrito, venía por Directorio y me bajaba en la esquina. Él me estaba esperando en la esquina. Y entonces me hacía un ademán, llorando. Y yo le decía que sí, que tenía razón el pobre. Y me acompañó hasta casa. Y cuando me vio mi padre me decía: “Qué raro, ¿qué te dice el señor ese?” Pobrecito…

Huracán era un club de barrio pero muy bien organizado. Tenía un trinquete. Aprendí a jugar muy bien al trinquete y me entrenaba bastante. Era muy bueno para la vista. El trinquete es muy difícil de jugar, la pelota sale y rebota por todos lados a una velocidad impresionante. Le agarré el tono y quería jugar todos los días, y no me dejaban. El técnico, que se llamaba “el Negro” Laguna y había jugado en el Huracán, me decía: “No, nene, no podés jugar todos los días a esto porque esto es muy duro y las piernas te van a reventar…”

Pero cuando tenés dieciocho o diecinueve años, no hay ni duro, ni blando, ni nada: todo te da lo mismo. Además siempre he sido muy duro físicamente en el asunto de dolores, he sido aguantador, no me he quejado. Las molestias que tenía de una herida o lo que sea no me preocupaban, me desentendía. Tenía piel dura, piel fuerte.

En este club es donde me coloco en los verdaderos entresijos de lo que es todo el problema de un equipo. Aparte del compañerismo, comencé a viajar. En el intermedio del Campeonato, en el mes de julio, en la fiesta patria, que es el 9 de julio, se suspendía el Campeonato y se hacían dos parti-dos en el interior. La Asociación del Fútbol Argentino, por ejemplo, decía que Huracán tenía que ir a Bahía Blanca y Tres Arroyos; River, a Tucumán y a Santiago del Estero; Racing, a Salta y a Jujuy;  Boca Juniors, a San Juan y a Mendoza. Era para fomentar el fútbol. Había compañeros que no tenían nada, ni una muda. No llevaban nada. No tenían ni cepillos de dientes. ¡Si no cobraban! Fue algo que se me quedó grabado, como cuando los acompañaba al club para ver si podían cobrar algo de lo que les debían de la última recaudación y, antes de que comenzaran a subir la escalinata, ya desde arriba les decían que no había ni un peso, que no se esforzaran en subir. Ahí comencé a forjar mi carácter luchador por el prójimo. Yo tenía la suerte de cobrar, pero ellos no. El fútbol es el compañero. Y no te vas a llevar tú el dinero y los laureles, y los demás, nada.

* Capítulo extraído del libro Gracias, Vieja – Las memorias del mayor mito del fútbol – Editorial Aguilar – 2000