Lionel Messi será el mejor jugador del mundo desde el 16 de octubre de 2004, día de su debut oficial en Barcelona, hasta la futura jornada de su retiro. Porque así sucede con aquellos que marcan una época. Así fue con Alfredo Di Stéfano, con Pelé, con Johan Cruyff y con Diego Maradona.
Casi trece años después de su irrupción en fútbol mundial, Messi hace algo que ya no es necesario: sale a la cancha a demostrar por qué es el mejor. No se duerme en la certeza de que todo lo hecho y todo lo generado es suficiente para entrar en ese panteón de héroes sagrados. Messi hace lo que sabe más allá de todo.
Es cierto que los años lo convirtieron en un ídolo más sufrido, más humano. Lejos están sus actuaciones robóticas, sus golazos de trámite. Hoy putea, se golpea, pierde sangre. Juega con una venda en la boca como juegan los pibes con un helado en el patio de la escuela. Ya no es ese futbolista europeo, lejano a los sentimientos argentinos. Maduró como maduramos los que crecemos en estas pampas.
Contra Real Madrid en el Bernabéu, Messi jugó uno de los mejores partidos de su vida. Hizo dos goles, hizo expulsar a sus rivales, gambeteó a todos, tocó con todos, se puso el equipo al hombro. O en realidad, el equipo se subió a sus hombros sin pedir permiso. Jugó por él y por todos sus compañeros.