El fútbol, tal y como siempre lo hemos conocido, terminó en 1994. En concreto en el verano de aquel año, cuando se disputó el Mundial de Estados Unidos. Ocurrió en el acontecimiento cuatrienal algo insólito: Nike hizo un anuncio sobre balompié protagonizado por la selección de Brasil. Después vendrían muchos más, pero aquel fue el primero y recuerdo que mi todavía esponjoso cerebro preadolescente pensó: «¿Nike? ¿Un anuncio de fútbol? Pero ¿estos no son de baloncesto?». Y lo eran. A la multinacional no le importaba aquel deporte de la vieja Europa en el que los clubes no eran franquicias, las ligas no eran negocios privados y las televisiones retransmitían un partido a la semana sin anuncios que interrumpieran el juego y con espectadores separados en gradas para evitar una vistosa batalla campal.
Aquel juego que se multiplicaba por las calles de niños con rodillas ensangrentadas no daba pasta. Pero cuando el soccer cruzó el Atlántico Nike abrió los ojos: miles, millones de personas salidas de sabe Dios dónde estaban deteniendo sus vidas por ver aquel deporte lento y en el que era posible terminar con empate. Y dijeron: «¡Un momento!». Y ahí terminó todo.
Se formó paulatino un tsunami de anuncios en los que Eric Cantona se levantaba el cuello de la camiseta y decía au revoir. El merchandising, lento pero firme, lo inundaría todo: el fútbol se empezó a comercializar como nunca antes y arrancó una lenta mutación que destrozó su esencia. De deporte a producto sin que nos diéramos cuenta. No solo Nike, claro. Decenas de empresas se unieron a la orgía y comenzaron a «abrir mercado», sobre todo en China y Oriente Medio. Sin duda un puñado de tipos se hicieron millonarios —y se siguen haciendo— descubriendo este filón, pero lo que es al hincha de a pie la metamorfosis lo noqueó. Y en ese estado de shockseguimos, desesperados por reconocer el que un día fue un deporte sin deformar. Locos por recuperar su esencia sepultada bajo montañas de dólares y euros.
Cuando quisimos reaccionar los equipos habían decidido que los jugadores llevasen los números que quisieran, en lugar del 1 al 11 de toda la vida, necesario para recitar las alineaciones de memoria en el bar. Descubrimos con horror a peloteros con el 58, el 99 o a imbéciles que, si el 9 estaba ocupado, se ponían en la espalda 1+8. Delanteros con el 2, defensas con el 33, mediocentros con el 19… Inexplicable. La faena la completaron poniendo el nombre encima del número. Y claro, eso en España se tradujo en una colección de horteradas que ensuciaron cientos de camisetas, estilo Guti Haz, que decidió ponerse las iniciales de sus hijos, o el francés Julien Escudé, que se puso en el dorsal SQD. Sin comentarios.
Toda esta crítica, por cierto, vale para aquellos dorsales legibles, ya que algunas innovadoras grafías cool se olvidaron de que los jugadores llevan un numerito en la espalda para que los aficionados podamos saber quiénes son. En este punto se abre otra vía: la comercialización masiva de equipaciones empujó a los clubes a perpetrar nuevos diseños para las camisetas, obviando la historia y tradición que las elásticas portan (o al menos portaban) consigo. Así, no solo asistimos al rediseño anual de camiseta, sino que contemplamos con horror cómo, por ejemplo, la segunda casaca de la Juventus es verde pistacho, la del Madrid llegó a portar un dragón y hasta el Barça puso sus centenarias rayas en horizontal. Ni siquiera el balón es ya blanco con ribetes o pentágonos negros. Qué va, ahora los balones son de colores, con dibujos de mierda. Y en invierno hay que jugar con una pelota amarilla a pesar de que en España hay dos partidos al año, como mucho, en los que nieva. Sobre las botas de los futbolistas prefiero no opinar. Deslizo el dato de que el año pasado algunos jugadores comenzaron a competir con una de cada color. Y no fueron expulsados de la Liga.
Alguno dirá: «Pero bueno, si todo esto enriqueció al fútbol, lo llenó de dinero y lo hizo mejorar y desarrollarse. Eres un retrógrado». Y yo diré: «Sí. Y me da igual». Añoro el fútbol subdesarrollado de antes, sin fans histéricos haciendo fotos al delantero rival después de que haya metido un gol a su propio portero, ni treinta periodistas desplazados a otro país por un partido. Sin anuncios de cremas hidratantes y bancos. Sin niños preocupados por el color de sus botas. Yo quiero el fútbol en esencia. Sin señores prostituyéndolo.
Sí, en el fútbol soy retrógrado. Y totalitarista, añado. Porque opino que el fútbol no es la vida. Que no se pueden trasplantar los ideales que aplicamos en nuestra realidad al fútbol profesional. Yo en la vida, por ejemplo, creo en la libertad por encima de todas las cosas, en los derechos individuales y humanos y en la solidaridad. En el fútbol, en cambio, apoyo un intervencionismo y prohibicionismo salvajes. Prohibiría casi todo lo que implique lucro, en pos de una competición pura, esencial, basada en el talento y capacidad de cada club para sacar lo mejor de sus chavales. Y doctrina comunista para el dinero que surja: se reparte. Si no a partes iguales, sí de una forma proporcional. Neutralizadas las tonterías con mano de hierro, volveríamos a disfrutar del deporte sin más, con jugadores a los que el peinado no les importe más que los goles (léase Dertycia o el Tato Abadía) y que no hagan anuncios de calzoncillos mientras dicen «máquina» y «monstruo» cada tres palabras. Volveríamos al fútbol con identidad. La identidad o, mejor dicho, la ausencia de ella, es otra de las claves que definen el fútbol moderno: en este caso el asunto se fue al garete un año después del Mundial de Estados Unidos, en 1995. La ley Bosman remató la faena.
¿Qué hay de lo mío?
Jean-Marc Bosman jugaba en el Lieja belga cuando interpuso una demanda tras su fallido traspaso al Dunkerque francés que llegó al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (UE). El fallo, favorable al jugador, tuvo un mar de fondo que revolucionó el fútbol: la defensa de Bosman planteó que debían interpretarse los artículos 48, 85 y 86 del Tratado de Roma del 25 de marzo de 1957. En este tratado se prohíbe que las asociaciones o federaciones deportivas puedan establecer en sus reglamentos limitaciones en el acceso de jugadores profesionales extranjeros ciudadanos de la UE a las competiciones que organizan. La UEFA llevaba incumpliendo la legislación treinta y ocho años. En España, por ejemplo, los clubes solo podían alinear a tres extranjeros por partido, lo que favorecía a los jugadores nacionales y dotaba de sentido a la cantera. También, claro, discriminaba a los extranjeros. En 1995 cambió todo: el libre mercado llegó al fútbol y los totalitaristas del balón nos sentimos atropellados. El balompié se convirtió en un mercadeo, en un zoco de futbolistas en continuo movimiento. Se creó el llamado mercado de invierno, la posibilidad de fichar en mitad de la temporada y empezaron a brotar como hierba mala representantes, agentes, intermediarios, agencias de representación, comisionistas, relaciones públicas… Si el merchandising había edificado la base, el fútbol negocio se culminó con el traspaso indiscriminado de jugadores. El resto de listillos a los que el fútbol les había importado siempre un bledo se unieron al carnaval al son del dinero. Todo tipo de personajes olisquearon ganancia fácil, la tomaron y huyeron dejando la esencia del fútbol podrida sin remedio. Algo que, evidentemente, les importa un carajo. Nunca les gustó el fútbol.
Se multiplicaron los fichajes sin sentido, las contrataciones innecesarias, las multipropiedades de jugadores, la especulación… Chavales que salían de Sudamérica con dieciséis años para jugar en Abu Dabi, futbolistas propiedad de un fondo de inversión incapaces de decidir su destino, equipos que fichaban a japoneses para aumentar la audiencia en aquel país, cantidades de dinero estratosféricas… Un circo que pulverizó la identidad de los equipos. Los jugadores dejaron de estar en comunión con las gradas. El fútbol perdió otra esencia, la de ser algo más que un negocio, la de que los clubes no sean simples empresas con empleados, sino asociaciones con un valor y sentimiento defendidas por profesionales que creen en ellas y alentadas por el verdadero sentido de su existencia: la masa social. Hoy, miles de jugadores vienen y van sin saber nada del club para el que compiten. Los representantes salen en las revistas del corazón y las canteras se marchitan (con honrosas excepciones) haciendo que lo poco que quedaba de sentimiento, de unión entre hincha y club, se haya evaporado. Ahora cuenta solo fichar más y mejor, tener dinero y estrellas. Todavía recuerdo cómo nos reíamos de Japón cuando nos contaban que allí los aficionados siguen a jugadores concretos y no a equipos. La «cristianización» y la «messinización» en Europa nos devuelven ahora la bofetada. ¿Qué hemos hecho con la pasión?
Con el mercadeo instalado en el fútbol los clubes se convirtieron en objeto de deseo para especuladores y millonarios. Llegaron y llegan a nuestro fútbol los jeques y «petro-ricos», que nada entienden del balón —y mucho menos de fidelidad a unos colores— y se creen que a esto se gana fichando a los que más veces salen en la tele. Exijo que no haya un solo hincha que no deteste a estos nuevos engendros, equipos que vendieron su alma al poderoso caballero en busca del éxito sin reparos.
De la grada al sofá
Completado el negocio, faltaba exportarlo a todos los rincones del mundo y a todos los salones de España. Y llegaron ellas, las televisiones. Y pusieron la guinda al show, a la mascarada que hace irreconocible el fútbol actual. Los directivos del ente desparramaron sus millones sobre la mesa en los llamados «derechos de televisión» y los presidentes de los clubes babearon. Que nadie piense que usaron esos fajos de papel moneda para reinvertir en sus clubes, en cantera o mejoras. Qué va: lo que hicieron fue pagar más por fichajes inútiles y engordar la burbuja absurda del fútbol hasta hacerla insostenible. Todo gracias a la usura, al negocio y al ansia de hacer dinero utilizando como medio algo que, hasta no hace mucho, era solo pasión y entrega.
Con los clubes y la Liga ya sobornados, las teles comenzaron a disponer del juego a su antojo. Decidieron que, para optimizar las audiencias, no se podían disputar todos los partidos a la misma hora, arrebatándonos los añorados carruseles de los domingos. Ahora se juega el viernes, el sábado desde la mañana hasta la noche cada dos horas, lo mismo el domingo y un último partido el lunes. Les importa un carajo que los chavales no puedan ir al estadio porque su equipo juega entre semana a las 22:00 horas. O que se arruine el ambiente de un derbi porque lo pongan un viernes. Diría que el objetivo es sacar hinchas de las gradas para sentarlos en el sofá. Si no, no se entiende por qué los horarios son de locos, con partidos de Copa un jueves a las once de la noche. O por qué no se avisa hasta dos semanas antes de cuándo se juega el encuentro, mientras que en otras ligas, como la inglesa o la holandesa, dan el calendario detallado e inamovible en verano. Y aun así hay quien se sorprende por ver las gradas de los estadios ingleses siempre llenas, con tres mil hinchas visitantes. «Es que es cultural», llega a decir algún periodista deportivo al servicio de este fútbol-negocio.
Es justo decirlo. Dentro de la mercantilización del fútbol hay niveles. Inglaterra, siempre respetuosa con sus tradiciones, mantiene una nobleza para con sus hinchas, facilitando horarios, desplazamientos y precios de las entradas. Igual o parecido pasa con Alemania. Dense un paseo, sin embargo, en España. Acudir a un encuentro resulta ridículamente caro. Resuena todavía hoy en mis oídos el dato que se hizo público en los cuartos de final de la Champions 2013-14. La entrada más barata del partido Atlético de Madrid-Barcelona costaba más que la más cara del Bayern de Múnich-Manchester United. Inaudito. Recuerdo también un cruce entre el Schalke 04 y el Athletic de Bilbao. El equipo alemán ofreció entradas a los hinchas vascos por veinte y treinta euros. Los alemanes, para acudir a San Mamés, tuvieron que pagar noventa euros. Los aficionados del Schalke desplegaron una inolvidable pancarta. «Entrada noventa euros = un euro por minuto. ¡El fútbol no es sexo telefónico!».
La asistencia media a los campos de la Liga el pasado año no alcanzó el 65 %, mientras que en Alemania llegó al 91 % y en la Premier inglesa se situó en el 95 %. La Liga, dirigida por el señor Javier Tebas, no quiere espectadores en el campo, los quiere en el sillón para que las televisiones sigan pagando. Y a los pocos valientes que todavía reúnen coraje para asistir a la grada, los sangran. Sirva otro ejemplo de hace dos años. A falta de pocas jornadas para que ganase la Liga, el Atlético de Madrid visitó al Getafe, equipo cuyo estadio parece un erial en cada partido. Se preveía una visita masiva de hinchas rojiblancos, el campo por fin rebosaría vida. Ojalá. Rápidamente los directivos afilaron sus colmillos y pusieron un precio grotesco a las entradas visitantes que arruinó el ambiente. De nuevo todos al sofá, no vaya a ser que el fútbol reviva.
Y, encima, arruinados
Comentaba el presidente del Eibar, Alex Aranzábal, en un reportaje para Jot Down, que el dinero de los derechos de las televisiones debería ser, lógicamente, beneficioso para los clubes. «Pero los clubes se gastan todo lo que ganan. La televisión les da dinero para que ellos fichen más caro y paguen más a los jugadores, con lo que la situación de deuda sigue igual. Es un bucle». Aranzábal se refiere a la deuda que asola al fútbol español: el colmo, la estupidez supina. Si has arruinado la esencia y autenticidad de la competición en nombre del dinero, al menos tendrás una competición millonaria, ¿no? No.
La Liga y los clubes españoles (salvo, otra vez, honrosas excepciones) son tan ridículos y esperpénticos que se han cargado los valores del deporte y encima están arruinados. Sacrificar todo en pos del beneficio les ha hecho ansiar cada vez más y, mientras los aguiluchos se enriquecían sin mirar atrás, los clubes inflaban una burbuja que ahora no saben cómo pagar: casi todos en la ruina, jugadores sin cobrar, intervenciones judiciales, concursos, sanciones que imposibilitan fichar, denuncias… Un absurdo en el que solo los grandes —concretamente dos: Madrid y Barça— sacan tajada gracias a las audiencias. Esto ha convertido el torneo en un previsible duopolio en el que los dos coñazos de siempre se disputan todo, se quejan de todo y compran todo. También todo lo ocupan: televisiones, periódicos, tertulias, escaparates… Una generación entera de chavales a los que les gusta el fútbol tiene hoy dos opciones: Madrid o Barça. El resto se ahogan y el cadáver toma definida forma de comparsa para que el «madribarçismo» pueda seguir creciendo. Y, sin despeinarse, Javier Tebas, el director de todo este desaguisado, elige eslogan: «La mejor liga del mundo».
La mejor liga del mundo, por cierto, tiene nombre de banco. Se llama, desde hace unos años, Liga BBVA. La pérdida de identidad no es solo una idea abstracta, es una venta de dignidad en toda regla. La Segunda División es la Liga Adelante, el eslogan del susodicho banco. Nada escapa al negocio, que avanza destruyendo el fútbol a su paso. ¿Saben dónde se va a celebrar el Mundial de 2022? En Qatar. Sí, ese país del golfo Pérsico con tantísimo arraigo y tradición balompédica y en el que en verano se alcanzan temperaturas de cincuenta grados. No es una exageración. El año pasado se registraron cincuenta y dos grados en el mes de julio. El Gobierno qatarí prohíbe por ello salir a la calle en esas fechas durante el día a sus ciudadanos. Es un misterio cómo irán entonces los hinchas a ver morir a los jugadores sobre el césped. Organizar un Mundial en Qatar, digámoslo claro, es inviable. Además de estúpido. Pero el dinero manda. En concreto, quienes manejan el dinero mandan y, con decisiones como las del Mundial 2022, demuestran a las claras cuánto les importa el fútbol. Y de paso cuánto daño le están haciendo.
La Copa del Mundo no es el único torneo desvirtuado. La Copa Intercontinental es ahora el Mundialito de Clubes. Ni hablar de galas indignas como los premios de la Liga (una especie de Goya a lo —aún más— cutre) o el Balón de Oro, que en pocos años ha pasado de ser una anécdota a ser el evento por excelencia en el año futbolístico.
Santiago Cepsa Adidas Microsoft Pepsi Bernabéu (dramatización)
El diablo también ha comprado las almas de los clubes. Camisetas sin mácula como la del Barça o el Athletic portan ahora publicidad. La del Barça, por cierto, es Qatar Foundation, el mismo país que albergará el Mundial mientras organizaciones como Amnistía Internacional siguen denunciando la sistemática violación de derechos humanos del Gobierno, que en su código penal recoge la tortura como método de castigo, por ejemplo.
Pero qué más da: dan dinero. Eso es lo que cuenta. Nadie debería levantar una ceja si mañana el Camp Nou pasa a llamarse Qatar Stadium. El Bernabéu va camino, se llamará Cepsa Bernabéu en unos años. En otros casos ya es una realidad: el estadio del Espanyol se llama Power 8 Stadium (qué precioso y entrañable nombre para preservar la tradición y romanticismo del club), el del Arsenal, Emirates Stadium, y el del Bayern de Múnich, Allianz Arena. Todos ellos cubiertos de asientos, la UEFA obliga, no vaya a ser que a algún aficionado se le ocurra vivir la pasión de un partido de pie, sin comer pipas.
Es más, todavía quedan algunos hinchas que, atención, cantan y animan a su equipo durante el partido. Se entregan a sus colores sin pedir casi nada a cambio y entienden el apoyo como una muestra de fidelidad. Fidelidad a un escudo y colores como símbolo de identidad, algo que pierde todo el sentido si quienes manejan esos códigos son ajenos a lo que significan: el fútbol moderno da la razón a quien se sorprende de que haya aficionados que animen a once millonarios corriendo tras un balón. La razón de ser de este asunto es que afición y equipo sean uno, sean lo mismo. Y puedan apasionarse sin vuelta de hoja por los mismos devenires terrenales: ganar o perder un partido. Eso es todo. Qué grandeza. Qué alivio en un mundo en el que todo es tan serio y racional.
Son estos hinchas unos extraños seres que consideran el fútbol el último reducto que la civilización les concede para dar rienda suelta a la naturaleza humana en forma de gritos, apego irracional y un folclore que solo quien no lo comparte se toma demasiado en serio. Por suerte cada vez son menos y, en España, la Liga, encabezada por Javier Tebas, ya está manos a la obra para neutralizarlos definitivamente. No descansarán hasta que todos se queden sentaditos, en silencio y, a poder ser, en casa. Que molestan menos. Los estadios, mejor, para los turistas japoneses y los millonarios rusos. Ellos sí pueden pagar el precio de las entradas.
Seamos realistas. La deriva del fútbol es imparable. Si hay posibilidad de riqueza nada ni nadie detendrá el negocio. Ocurre en todos los órdenes de la vida y es bueno para el progreso de la humanidad. El único anhelo pretendido en esta diatriba es mostrar que algunos soñamos con santuarios de autenticidad. Soñamos con preservar algunas actividades inocuas o no importantes y mantenerlas al margen de la vida real. Algunos entendemos el fútbol como una de estas actividades, un oasis en el que lo único que importe sea lo esencial, sin lucro ni negocio, una competición de alma primitiva y auténtica. Tal vez solo cuando por fin los grandes clubes-empresas del mundo acuerden hacer una liga cerrada al estilo NBA llegue nuestro momento: el momento en el que el resto de equipos regresen al amateurismo, recuperen lo que antaño les daba sentido y compitan entre ellos sin otro objetivo que la impagable gloria de vencer.
Texto publicado en la muy recomendable revista española Jot Down – Contemporay culture mag.