Se metió por unos segundos en el mundo paralelo de los niños. 2002 era un año hecho a la medida del sufrimiento. A su hermanito, que estrenaba cuatro años, le dijo con tono engañoso que tenían que ir a recoger una bolsa donde abundaban juguetes y chocolates.

Tiempo atrás, el destello del fútbol grande había sido para él una estrella fugaz perdida en su destino. Vio el oro de un Talleres que alzó su único título en la historia: la Copa Conmebol 1999.

El Chancho Luciano Dávila tenía 16 años y un futuro promisorio. Volante central de mucha marca, pegada y panorama. Gareca lo había subido al plantel de Primera. Pero el DT se fue tras aquel título y Dávila tuvo un parate por lesión. Al regresar, el coordinador de inferiores ya no estaba, y el nuevo le bajó el pulgar. La malaria se le pegó como un chicle tibio entre los dedos. En menos de un año y medio, su familia rozaba la desgracia y el país post-convertibilidad era una estantería de cartón.

Justamente, el papel corrugado era la nueva moneda de cambio que promovía puestos de trabajo. “Salíamos con mi viejo a cartonear. Él se había quedado sin laburo. No te creas que nos cagábamos de hambre. Al contrario, no sabés las cosas que encontrábamos en la calle”.

Luciano, deprimido y traicionado, colgó los botines. “Era un número, loco. Nadie me preguntó si estaba bien o mal, o si había desayunado…”.

Comprobó que el fútbol era más que un juego. Se sentía un trozo fresco procesado por la picadora de carne. “Yo no iba a aflojarle. Trabajé de cartonero mucho tiempo. Nos pagaban 50 centavos el kilo de cartón; diez años atrás, era buena paga. Después, mi viejo se metió en una obra y seguí solo. No sabés… La heladera llena, mi mamá que nos separaba las cosas que juntábamos, hacía conservas de frutas y verduras que levantábamos en las verdulerías. Un día, en el contenedor de un súper, levanté 30 kilos de asado. Era una bolsa llena de bandejitas de carne. Yo pensaba que era un animal muerto, pero no, ja ja. Ni te cuento el asadazo que nos hicimos”.

Estaba en pie de guerra contra el fracaso. Por eso estudió y se recibió de profesor de Educación Física. “Era duro salir a cartonear y hacerse tiempo para estudiar”, agrega con la mirada perdida mientras maneja su auto cero kilómetro que terminó de pagar en cuotas. Luciano no se pudo sacar el fútbol de encima así porque sí. Un profe de esos que se enamoran de sus viejos jugadores se lo llevó de preparador físico al club Los Andes, de la Liga Cordobesa de Fútbol. “Por ahí me ponía en los picados, hasta que un día me convenció para que volviera a jugar. Y jugué. Ahora tengo 26 años, pero ya no estoy para grandes trotes. Después pasé a Avellaneda, pero ahí no me gustó, no les calienta la persona. Por eso terminé ahora en Las Flores, un club lindo, familiar. Me llevó el mismo profe de Los Andes, que me quiere mucho. Y juego, pero además soy el PF del equipo. Sí, una cosa rara, pero sale bien”, cuenta riendo.

–¿Y qué pasó con tu hermanito aquella noche que estaban cartoneando?
–No lo vas a creer. Yo lo había engañado porque lo llevaba para que me cuide la bici mientras revolvía la basura. Cuando llegamos a ese lugar, en una de esas bolsas grandes de pan había un montón de chocolates y juguetitos medio rotos, los que vienen en los huevitos. Mi hermanito le agradeció a Papá Noel y a los Reyes. Y me bancó siempre, hasta que dejamos de cartonear. Cómo es la vida, ahora él está por debutar en el fútbol, en la Liga. Es zurdito y bueno.

Publicada en UN CAÑO #33 – Enero 2011