El periodista inglés Bill J. Evans dejó el oficio de reportar partidos de fútbol en los años ’40. Sentía que la tecnología y la masividad habían cambiado demasiado esa profesión que practicó por cuatro décadas. Por supuesto, no podía imaginar nuestro presente: que los partidos se transmiten por TV y se comentan a kilómetros de distancia, que los relatores dan lecciones de todo tipo desde un sacerdotal púlpito de saber autodesignado, que los redactores tweetean en sus cuentas antes que en sus medios, y otras calamidades modernas del estilo.
Cuando Evans comenzó, en los primeros años del 1900, las cosas eran bien diferentes. Su primer trabajo fue en el Western Daily Mercury, un diario ya extinto de Plymouth, una localidad en el suroeste británico. Lo mandaban a ver ligas menores y le daban una canasta con dos palomas como única herramienta de trabajo. Se subía a su bicicleta, iba a la cancha y tras cada tiempo ataba su comentario escrito a mano a una de las aves y la empujaba a volar. “El pájaro daba vueltas sobre el estadio, a veces era aplaudido por los doscientos o trescientos espectadores, y después se iba hacia el palomar del Mercury”, recordó.
Las memorias de Evans, registradas en su libro-guía autobiográfico de 1946 “Cómo convertirse en un periodista deportivo”, las recuperó el escritor Paul Brown en un artículo que publicó este mes la revista When Saturday Comes y que replicó hace unos días el diario The Guardian en su versión online. Algunos detalles de ese periodismo victoriano, como el tema de las palomas, sólo nos provocan una sonrisa.
Evans cuenta también que una vez le pidieron que ataje porque el arquero de uno de los equipos que había ido a cubrir se había torcido el tobillo al bajar del charabanc, un proto-colectivo de la época. “Puse la canasta de palomas adentro del arco y, sinceramente, creo que era más la ansiedad de ellos que mi deseo de atajar bien lo que me permitió terminar sin goles en contra. Incluso atajé un penal”, relata en su libro.
Pero otras cuestiones, más específicas del oficio, son tan actuales que nos obligan a preguntar si estamos haciéndolo mejor que hace 100 años. “Los lugares comunes son el refugio de un pobre escritor deportivo”, afirma y uno piensa en tanta gente. “El reportero deportivo debe considerarse un historiador, un proveedor de datos”, aconseja, quizás a relatores y comentaristas que nunca imaginó. “El lector no quiere que adivine quien anotó un gol, quiere saber quién lo hizo realmente”, sentencia. Cuando él tenía alguna duda, cuenta, iba al vestuario a chequearla con los jugadores. Otra época, está claro, pero para los grandes partidos también se hacía escoltar por un amigo que, parado detrás de suyo en las tribunas, miraba el juego con binoculares. Sin TV ni Internet ninguna precaución estaba de más.
Evans llegó a ser importante en Inglaterra cuando quedó al frente de la sección Deportes del diario Star, otro periódico ya desaparecido. En ese jornal londinense había más recursos. En vez de palomas, tenían una línea telefónica exclusiva con cada cancha. La única preocupación era no usar palabras o frases que se pudieran confundir al pasar el comentario por teléfono.
En 1945, cuando un bombardero alemán destruyó la redacción del diario Evans decidió que ya había visto demasiado fútbol. Todos sus archivos y recuerdos se evaporaron bajo una pila humeante de ladrillos. Desanimado porque perdió todos sus tesoros “de un solo golpe” se retiró del periodismo. “Cuando estás saciado con finales de Copa -explicó- siempre se puede recurrir a la tierra y cultivar nabos”. Y así floreció nuestro periodismo deportivo.