Lo que no queda claro es si lo hizo porque quería o porque lo obligaron. Pero en lo que todos acuerdan es que, antes de entrar a la cancha y saludar a la alta sociedad brasileña que iba a presenciar el partido, Carlos Alberto Fonseca Neto, el único mulato entre dos equipos de caucásicos, se pasó polvo de arroz por la cara para aclararse la piel.
El episodio es emblemático en Brasil. Retrata una época donde el racismo llegaba a todos los rincones, hasta el ocio que ofrecía ese novedoso deporte importado desde Britania. Tanto se lo conoce que, hace unos años, fue recuperado por una novela de la tarde ambientada en el 1910. “¿Fútbol? eso es cosa de ricos, no es para la gente del morro”, le dice un amigo al protagonista mulato que se blanquea la cara para jugar como hizo Carlos Alberto.
En el blog de la novela (Lado a Lado, Globo TV) explicaron en su momento los motivos de incluir esa escena. Buscaban retratar, a partir del fútbol, un patrimonio nacional en Brasil, la segregación que imponían las clases altas en ese entonces. “El fútbol llegó como una diversión de la élite”, señalaban. Los jóvenes Charles Miller y Oscar Cox, que viajaron al Reino Unido para estudiar en la última década del siglo XIX, lo importaron a su país al volver.
Al comienzo, el fútbol era un pasatiempo de británicos que se practicaba en clubes de cricket fundados por y para la alta sociedad. Cuando empezó a popularizarse entre obreros, negros y mulatos la aristocracia brasileña intentó monopolizarlo. En 1907 se creó en Río de Janeiro la Liga Metropolitana de Deportes Atléticos que formalizó la prohibición de que haya “gente de color” en los equipos. Algo similar había hecho la Federación de Remo un año antes.
La ley respondía al racismo instalado en la sociedad, pero no pudo sostenerse mucho tiempo. Para 1914 varios negros ya jugaban al fútbol. Pero el racismo también seguía ahí. El 13 de mayo, Carlos Alberto, un mulato de pelo rizado, hijo de un fotógrafo, salió a la cancha con la camiseta de Fluminense, uno de los equipos más aristocráticos de Brasil, sabiendo que la mayoría de sus hinchas, y también los del rival de turno, América, no iban a tomarse a gusto que alguien con su color de piel “manchara” ese deporte.
Cuenta la leyenda que, con el correr del partido, mientras Carlos Alberto transpiraba la camiseta del Flu el sudor en su rostro fue corriendo el maquillaje y dejando al descubierto la tonalidad real de su piel. Los hinchas de América, su ex equipo, con el que fue campeón carioca en el ‘13, comenzaron a gritarle “pó de arroz” –un cosmético, utilizado desde el siglo XVI en las cortes francesas, que era habitual en la época tanto para hombres como para mujeres-. Con el tiempo, el apodo se le trasladó al club.
Algunos, los que critican a Fluminense -que recién comenzó a tener jugadores negros en la década del ’50-, dicen que los directivos obligaron a Carlos Alberto a entalcarse la cara para que no se notara que había un mestizo en el equipo. Los hinchas del Flu, en cambio, afirman que el jugador ya tenía esa costumbre cuando jugaba en América -llegó ese año con otros once futbolistas por la crisis económica del equipo albirojo-, dando a entender que estaba avergonzado de su etnia o que prefería no llamar la atención.
Una web del tricolor cuenta que Carlos Alberto debutó con Flu el 29 de marzo de 1914 en la victoria 3-0 contra San Cristóbal. Que después le metió tres goles a Botafogo, en el clásico, en una goleada 8-1, y que, hasta ese día de mayo, jugó como titular y nunca hubo problemas con su color de piel. Además, reproduce la particular explicación que el arquero de ese equipo, el blanco de Marcos Carneiro de Mendonça, que luego fue presidente de Fluminense, daba sobre el episodio del maquillaje: “La historia del polvo de arroz es muy simple, había un chico, Carlos Alberto, quién vino con nosotros desde América, que se afeitaba y, en lugar de dejar el color natural de su piel, usaba un talco blanco que agudizaba el contraste entre una y otra parte de su cara”.
Como recuerda Ezequiel Fernández Moores, Carlos Alberto no fue el primer negro/mulato en el fútbol brasileño, ni el último, ni el mejor. En 1900, el ferroviario Miguel do Carmo jugó para Ponte Petra con 15 años. En 1905, en un partido contra Flu, Bangú puso en cancha a Francisco Carregal. Dos años después, cuando se instaló la prohibición para anotar jugadores negros Bangú se retiró del torneo carioca. En 1919, Arthur Friedenreich, hijo de un alemán y una negra brasileña, se transformó en el primer ídolo brasileño durante un torneo Sudamericano. Cuenta Ezequiel que “se ponía brillantina y una toalla mojada a modo de turbante para alisar el cabello mota”. Después, en 1923, estuvo Manteiga con el que sus compañeros de América no querían compartir vestuario y el Vasco proletario, campeón de ese año con tres negros un mulato y siete obreros blancos.
Luego, en los ’30 y los ’40, vino el tiempo de la comunión de etnias en el fútbol. El empresario periodístico Mario Filho -autor del libro “El Negro en el Fútbol Brasileño”- y su amigo el sociólogo Gilberto Freyre impulsaron la unidad nacional desde la Selección. La mezcla de colores de piel, decían, había transformado “un juego británicamente apolíneo” en una “danza dionisíaca”. Así, dejaron atrás tiempos en los que un futbolista blanco, justo del Flu, fingía beber de la vasija donde se lavaban las manos los comensales para que sus compañeros negros en la Selección, sin experiencia en mesas de alcurnia, cayeran en la trampa. O épocas en que la prensa inventaba que Leónidas había robado joyas a una dama para quitarlo del scratch. Leónidas, el Diamante Negro, crack favorito de ambos intelectuales, se transformó en el símbolo de ese nuevo Brasil. El que hoy todos envidiamos.
Por alguna razón, mientras todo el país iba para ese lado -en grandes líneas claro, porque el racismo siguió y sigue existiendo, en Brasil y en todo el mundo- Fluminense decidió asumir el episodio de Carlos Alberto, y la burla de los rivales. El concepto, además del cosmético, refiere a una persona elegante, refinada y sofisticada, acicalada y de buen vestir. Alguien aristócrata. Por eso también los torcedores de Corinthians cantan que San Pablo tiene una hinchada “pó de arroz”.
La hinchada de Flu hizo del pó de arroz su rito. Tomó ese pequeño gesto de una época racista, donde un futbolista mestizo se aclaraba para no desentonar entre tanto blanco, ya sea porque quería o porque lo obligaban, y lo transformó en parte central de su identidad. “Se transformó en un símbolo de Fluminense, adoptado por su hinchada que, hasta el día de hoy, hace de la nube de talco una marca registrada de las fiestas que promueve en los estadios”, dice su web oficial, sin esconder la historia de Carlos Alberto pero sin cuestionarla.
En el siglo pasado, mientras asumía su apodo, la torcida de Flu comenzó a cantarle a los de Flamengo “polvo de carbón” para diferenciarse de un Fla que, aunque empezó siendo tan blanco como el tricolor, asumió, con el tiempo, la representación de los sectores pobres y negros de Río de Janeiro. Cuando, en 2011, los hinchas de Fluminense les tiraron polvo de arroz a los jugadores de Fla no quedó claro si los estaban incluyendo en su celebración o, como hace un siglo, querían blanquearlos para que el espectáculo del balón fuera más puro.
Durante los primeros años de este siglo la particular tradición del Flu estuvo prohibida. Sus hinchas no podían ingresar al estadio con los casi 200 kilos de polvo de arroz que suelen tirar en cada partido. Tras nueve años, en 2008, la prohibición se levantó en un partido de Copa Libertadores contra Arsenal que Fluminense ganó 6-0.
La gente de Flu asegura que el pó de arroz ya no tiene nada de racista. Hay jugadores negros en el club y la nube blanca es sólo su aporte al folckore de las hinchadas. El abogado, y fana del tricolor, Gustavo Albuquerque, uno de los que consiguió que se levantara la prohibición, afirma en su blog que “el polvo de arroz nos lleva a los estadios, fideliza a los nuevos hinchas y nos llena de orgullo”. Conociendo la historia de aquel mulato Carlos Alberto parece extraño que puedan sentirse orgullosos de algo así. La historia de Fluminense debe tener algo mejor para mostrar.