La nostalgia no siempre es angustiante. Muchas veces sirve para recordar momentos intensos, escuelas de vida, amigos que se fueron pero siguen presentes y tantas otras cosas que nos formaron como personas. En esta intensa recorrida por la vida de Defensores de Belgrano en la década del ‘70, se resumen momentos que muchos cuarentones podemos sentir como propios. (Publicado en Un Caño N°36, mayo de 2011)

Ahí, enfrente de la Escuela de Mecánica –como se le decía en el barrio de Núñez antes de que se convirtiera en la tan temida ESMA–, está el Club Atlético Defensores de Belgrano. Ahí, donde se juntan las esquinas de Comodoro Rivadavia y Libertador. Ahí, donde durante tantos años la confitería del club permaneció cerrada porque, según narra la leyenda popular, enfrente había un boliche medio trampa de un comisario. Ahí, en ese punto de la ciudad, que alguna vez fue margen sin resolución urbanística, un lugar por donde pasó la colonización de tierras tal como se pensó no hace muchos años (“como una novedad”) para el Sur de la Ciudad. Es decir, reparto de lotes para clubes, laboratorios y también para algunas otras empresas.

La huella persistente de ese camino de remedios y deportistas generó la ocupación de predios por parte de ese rubro de actividades y generó ese raro sendero de chalets y títulos técnicos que Salvo recorría en El Eternauta por Libertador, hacia “el Asedio a River Plate”. De esas ventajas se valió Defe para establecer su estadio en esos arrabales lejanos. Allí se afincó un club más en la trama de los clubes; un club plebeyo, que tenía un único deporte, el fútbol, lo que le permitió a tantos “hombres que están solos y esperan” sobreponerse al tedio de los sábados por la tarde durante años –y aún hoy–.

La década del ‘70 fue seguramente para Defe la época dorada. Fueron años en que Defensores, por diversos motivos, se convirtió en un lugar de referencia. De referencia porque detrás del mítico ascenso a Primera B en el ‘72, inscribió para siempre un culto al juego elegante y contundente.

Y el emblema fue un pibito flaquito, medio chueco y de andar desgarbado. En el barrio le decíamos René. Los relatores lo identificaban como Houseman. René fue puesto en el candelero por Defe y, un año después, se llevó su mística y gloria a Huracán para subirse para siempre al parnaso de los héroes del fútbol.

Houseman hizo en el futbol lo que hoy se les ve hacer a Ronaldinho, Nani y algunos pocos más. La fantasía la hizo el Loco cuando eso era impensable. Y además lo hacía en un torneo que carecía de referencias televisivas y de buenos modales.

El Defe del ‘72 y sus alrededores es una especie de compendio de los años ‘70, un lugar que se hace fuerte en el recuerdo de aquellos tiempos. La gente que concurría al estadio era diversa, las tribunas eran compartidas por muchos habitués de otros clubes sociales sin fútbol del barrio. Venían a ver a Defe para escapar un rato de sus familias. A estos personajes los identificábamos por el polvo de ladrillo en las zapatillas o por la traza del que había dejado a la mujer junto a la parrilla. Otros de la fauna éramos los pibes del barrio, los que nos amontonábamos como racimos en lugares estratégicos, de acuerdo a esquina la esquina de pertenencia o a la escuela. Y por supuesto, estaban los veteranos de zapatillas Sorpasso y pantalón de vestir, con la punta de un pañuelo que se les escapaba por el bolsillo trasero, gorras y panzas criollas. La mujer brillaba por su ausencia en el templo.

El emblema fue un pibito flaquito, medio chueco y de andar desgarbado. En el barrio le decíamos René. Los relatores lo identificaban como Houseman.

Entre los que también frecuentaban el club había actores y modelos famosos. Luis Tasca animaba muchas tardes en el ángulo superior derecho de la tribuna que estaba sobre las boleterías; Ante Garmaz, conocido hincha de Boca, también era ilustre concurrente de los sábados en el Bajo. Ante solía recorrer la popular con ropas que sólo se podían ver en las propagandas de perfumes de la época, pilchas nuevas, a estrenar, súper elegantes, mientras se comía un chori. Ustedes se preguntarán: ¿qué hacía Ante Garmaz en la polular de Defensores? Y yo tengo la respuesta: el arquero de Defe era el Loco Sambucetti, un tipo muy fachero, que logro cierta fama de modelo promocionando una pasta dental y más tarde como cacique de electrodomésticos fabricados en Tierra del Fuego. ¿Se acuerdan de Trasnoche Aurora Grundig?

La moda no solo pasó por la cancha, sino también por el club. En la hermosa pileta de natación era común ver a Chunchuna Villafañe buscando a sus hijas, Juanita e Inés, quienes junto a la bonita de María destruían corazones de los pibes que las mirábamos como salidas de un cuento.

También acaparaba nuestra atención la inmensa presencia de Ringo Bonavena, quien solía pasear su gigantesca humanidad por los pasillos de la cancha mientras su hermano Vicente dirigía al team en difíciles campañas de la divisional. Nunca olvidaré a Ringo, metido dentro de un saco de cuero hasta las rodillas, con una polera negra pegada al cuello, pantalones Oxford y zapatones con leve plataforma. Sus manos inmensas, con cicatrices, intimidantes… La gente lo quería. Yo lo quería.

Los entretiempos de aquellos años eran amenizados por un disco de pasta de 45 revoluciones, con un único y repetidísimo tema de Sabú, tras un ruido a fritanga, producido por una púa que araba los surcos del vinilo.

Chuenga paseaba por las tribunas dándoles a los pibes que le entregábamos una monedita un montón de golosinas. Pero a los grandes, que ponían más guita, los amarreteaba. La justicia también se expresaba en pequeños detalles.

A veces cuando los partidos terminaban y salíamos de la cancha, se tomaba noción de los poquitos que éramos, si nos comparábamos con la cantidad de marineros que salían de la Escuela de Mecánica –reitero, para que no se olvide jamás, como se le decía en el barrio de Núñez antes de que se convirtiera en la tan temida ESMA–. Era una marea azul que ocupaba toda la avenida y se expandía por todo el barrio. Lo recorría en busca de trenes, colectivos, taquillas, putas y peringundines. Eran muchachos morochos, aindiados, con caras de inocencia, provincianos que chanceaban tímidamente desde sus uniformes.

Los desbordes eran siempre producidos en los partidos con los grandes de la divisional: Tigre, Talleres de Escalada, Quilmes, Deportivo Morón… La canchita del Bajo quedaba chica y siempre había quilombo. Recuerdo cuando los de Tigre apoyaron la punta de una navaja en el paño de la mesa de billar, abriéndolo como si fuese el Mar Rojo.

Yo no recuerdo de esas épocas el clásico con Excursionistas, porque fueron muchos años en distintas categorías. Pero como eran otras épocas, muchas veces podía ir de la mano de mi tío a ver a Excursio, cuando Defe jugaba de visitante, sin ningún tipo de problema y sin suponer que ése era nuestro rival ni el vendaval de enemistades y estupideces que vendría después.

Los clásicos de los ‘70 eran con Platense, y ese día sí era fiesta. Recuerdo al Loco Massini en el arco del Calamar, vecino y verdulero del barrio, amigo de los pibes que lo íbamos a ver meter las papas en las bolsas de nuestras viejas. Era increíble que aquel hombre que volaba de palo a palo fuera el verdulero de la esquina.

Pero volviendo a esos clásicos, nunca jamás se olvidará uno que le ganamos con un golazo de tiro libre del glorioso Ratón Leonardi. Fue la primera vez que vi un gol de tiro libre, y creo que fue un acto de magia. Durante días se reconstruyó en mi mente ese gol ante cualquier espacio que me recordará un arco.

Arqueros tuvimos buenos y heroicos. Ya nombré a nuestro galán, pero como olvidar al Tano Galelli, que hizo la de Cantona, pero con un gargajo en pleno rostro de un hincha que no paraba de insultarlo. El Gato Anhiello, Ferro y el Ruso Kadijevcih fueron otros grandes, imitados en interminables desafíos de potrero y recreos. Como así también Nocito, un eterno suplente, que gozaba de la simpatía de nuestra barra y nos dejaba patearle en los entrenamientos. Defensores jugaba abajo con Cheves, Leonardi, Morcillo, Lélamo y el eterno e interminable Tano Giardullo, que nos acompañó a lo largo de toda la primaria y la secundaria, y coronó entregándonos el título en la Universidad. Sólo el Loco Gatti fue tan gentil de expresar también ese noble acompañamiento en nuestras vidas.

Nunca olvidaré el primer partido después del Golpe, en el que nuestra hinchada se desgañito cantando “¡Chupe, chupe no deje de chupar / que a Defe no lo para ni la Junta Militar!”.

En el mediocampo estaban Busti, el Delfín Benítez, Santiago, Vidal Ayala… Y delanteros como López (aquel del grito “¡Defe toque, Defe toque / que los goles los hace López!), el Sordo Díaz, Valentini, Balbuena (también Mencho, pero trucho, quien me obsequió la camiseta 16, una que nos prestábamos entre amigos para usar dos días cada uno hasta que alguna madre se apiadaba y la lavaba) y Biasin, con su pinta de hippie de Woodstock y apodado el Loco, en merecido homenaje a los atrevidos de la raya.

evitaÉse era el Defe que yo viví, con la presencia de la gloriosa Jotapé, que pasaba por la Unidad Básica de al lado de casa, la “Perón o Muerte”. Iban a la cancha, iban a Ezeiza, iban a buscar al General, iban –como la mayoría– para un mismo lugar. Cortaban el tránsito y nos armaban un mini-campeonato Evita un sábado por la tarde, y todos los vecinos debían correr sus autos para darnos espacio a los pibes. Desde esa Unida Básica, con mis pequeños compañeros de tribuna, escribimos una carta de Navidad al general que fue contestada por Isabelita, dos días después, y que llegó a casa uno de nuestros buzones.

La dictadura apagó ciertas efervescencias, pero nunca olvidaré el primer partido después del Golpe, en el que nuestra hinchada se desgañito cantando “¡Chupe, chupe no deje de chupar / que a Defe no lo para ni la Junta Militar!”. También recuerdo cuando la Policía se llevó detenida a la Comisión Directiva por realizar actividades políticas, y entonces fuimos un pequeño sueltito en La Razón, que nos ilustraba diciendo que “algo estaba cambiando”.

La historia nos dice el triste por qué de nuestra tribuna llamada “Marcos Zucker (h)”. También nos dio el orgullo de ver todos los jueves, en las rondas de las Madres de Plaza de Mayo, a un muchacho que apodábamos El Mono, que siempre las acompañaba. El Mono era el que tocaba el bombo rojinegro en la hinchada. Y El Mono ayudó a que uno entendiera muy temprano ciertas cosas. El Defe de los ‘70 llega a mi cabeza con desorden narrativo y me recuerda que ese equipo era el que todos los sábados nos llenaba de expectativas y nos entregaba un espacio para aprender el futbol y la vida. ¡Qué carajo, la Maquina del Bajo!