La foto es buenísima. El réferi peladito y enano que parece surgido de un episodio de Benny Hill, congelado en el gesto final, moviliza la fila, parece dirigir el tránsito —el tránsito hacia cuartos de final, supongo— con bracito firme. El petiso es alemán y sastre —”sastrecillo” dirán las crónicas arrebatadas de odio— pero en la foto dejó la aguja y está trabajando de árbitro y acaba de echarlo a Rattin contra Inglaterra en Wembley con el partido cero a cero y sólo por pedir un intérprete. Sabemos cómo se llama el pequeño soplapitos que nos empieza a mandar a casa pero le diremos inicialmente Señor K, a la kafkiana manera: es ese pero podría ser otro, cualquiera. La arbitraria mitología patriotera lo quiso así, mediocre empleado de un poder oscuro (o rubio, más bien) que en una operación tan eficaz como desprolija de medios hundió en partidos simultáneos y con jueces cruzados a los históricos taitas del Río de la Plata. Mientras Rattin iba camino a poner su irredento culo sobre la alfombra que conducía al corazón del Imperio —y a la silla de la soberana veterana que acaba de dar más que centenarias hurras— los uruguayos arriaban la celeste ante Alemania con árbitro inglés de sepulturero. Eso nos ha gustado creer. Como dicen que dijo John Ford: “A la hora de contar, entre la realidad histórica y la leyenda nos quedamos con la leyenda”. Valga para Hollywood en aquel caso; valga para este devastado Parque Japonés, en el nuestro.
La táctica del aguante y alguna media baja
Así, el Mundial de Inglaterra se resume en pocas, inconfundibles y transitadas imágenes. En casi todas ellas no aparece una pelota en movimiento. Una lástima, porque no hace mucho, en una emisión del programa de Gonzalo Bonadeo Campañas dedicado a ese Mundial pude ver —de nuevo, como cuando tenía 21 años, vivía ya en Buenos Aires y existía la diferida televisión— al equipo argentino jugando contra España, Alemania y Suiza. Y me gustó lo que vi. El recuerdo, más allá de las consabidas escenas del partido que nos dio salida —el raje del capitán, el cabezazo letal de Hurst con la Chancha Roma clavada en la raya—, se detenía en el resto de la campañita: alguna llegada precisa y vertiginosa de Artime para definir, ciertos cambios de frente y de velocidad de Onega y, claramente, el patadón de Albrecht al alemán Haller —creo— que literalmente lo dejó fuera de la pantalla… El rubio venía o iba a recibir y el Tucumano irrumpía de izquierda a derecha y lo sacaba, como Firpo a Dempsey del ring. Porque tuvimos dos expulsados en ese Mundial, aunque lo de Rattin fue algo más que eso. Fue una cuestión para tratar en Migraciones, en el Consejo de Seguridad de la ONU, si hubiera sido por nosotros.
Aquel equipo —llamémoslo el Lorenzo II, si el mamarracho seudoexperimental de Chile merece el I— tan ordenado en el blanco y negro de televisores de lámparas, tuvo el equívoco privilegio de ser la primera selección argentina de confeso planteo cauteloso. Tras dos porrazos ecuménicos, pese al espejismo triunfalista de la Copa de las Naciones arrebatada en Brasil con una formación atada con alambre, Argentina llegaba curada de espanto a Inglaterra —una forma de ser visitante al cuadrado— a ver qué pasaba; menos a pisar que a que no la pisaran. Porque ese equipo —a diferencia de los anteriores— aguantó, como aguanta un piloto bajo la lluvia, como jugó a aguantar Uruguay por décadas: parar el ritmo, “esconder” la pelota en las paradas contra los grandes europeos. En las matemáticas sentimentales de estos casos hizo un “buen papel”: perdió sólo con el campeón después de quedar con diez y empató en cero con el sub, con diez también. Estuvo ahí. Pero la verdad es que ante Inglaterra no llegó jamás. Era un planteo, cuanto menos, miserable.
Alguien le armó el equipo sobre la hora del arranque al desconcertado y desconcertante Toto —dicen las buenas lenguas— y así quedó paradito para los cuatro partidos que duró. Cuatro en el fondo, de los cuales —menos el tosco pero eficiente Pipo Ferreiro— tres sabían con la pelota además de cómo calentarte los tobillos: el pendejísimo baby-face Perfumo, el consabido Albrecht y un Marzolini jardinero de lujo de su lateral por una década. Después, tres en el medio —el Rata de Obelisco móvil con su sidecar Gonzalito y el imprevisto Indio Solari corriéndole por los costados— y sólo dos delanteros: el Diente Artime —uno que para la ideología de la época “sólo” sabía hacer goles— y el Monito Mas, un pibe con explosión que le daba de volea. Supuestamente tirado a una derecha inusual —por no decir de frente que se atacaba sólo con dos— pero realmente suelto y a media agua circulaba Ermindo, puesto ahí para que alguien pudiera ver algo de fútbol argentino. Pero todo muy medido y sobrio; como los pantalones negros, las medias grises y la camiseta con cuellito blanco. Solidez, economía de movimientos, ni una pisada y muy poca fantasía, estrellas abstenerse: sólo brilló de a ratos entre sólidas nubes Onega Mayor, una constelación entera. Ermindo Onega, con ese nombre raro de primer hijo que soporta sobre su cédula el peso de la familia, era un caso raro también él (y no sólo en ese equipo); un jugador talentoso, cerebral, frío; acusado o simplemente descripto como “lagunero” —se debe haber acuñado la expresión para él— pero con mucho potrero. Una especie de potrero distinguido. Hay una foto espectacular y emblemática: el Ronco Onega está en el aire, plástico y preciso; acaba de tocarla sobre el arquero llegando libre, y es gol ante Suiza. Tiene los ojos bien abiertos y las medias en los tobillos. Ocho años después, el Hueso Houseman repetirá el gesto, el gol y la foto en Alemania: los ojos abiertos, el salto en el aire para definir con justeza, las medias caídas. Durante décadas, los equipos argentinos —estadística, cabalísticamente— tuvieron su jugador diferente (en todos los sentidos) de medias bajas: Tucho Méndez, después el Loco Corbatta, Ermindo, René y el Negro Ortiz con Menotti. Eran una especie de reaseguro, de residuo potreril, de marca de origen. Se los comió, entre otras cosas, el reglamento.
No te vayas, que es peor
Se puede contar el Mundial del ’66 de muchas otras maneras. Tal vez una de las más curiosas sea mostrar la correlación de los acontecimientos futboleros con los de la política nacional: la idea —parcialmente verdadera— es que cada vez que la Selección se iba a jugar un Mundial no sabía con qué se encontraría al regreso. O sí: se encontraba habitualmente con otro país. Con otro gobierno, con otra moneda, con una guerra, una devaluación, un muerto famoso… Acaso no fuera casualidad sino simple probabilidad estadística: en la Argentina siempre están pasando cosas graves (o simplemente desmesuradas) y no dejan de pasar porque la Selección vaya al Mundial. Así, volverá a pasar este año y no habrá que asombrarse*. Si en 1930 los jugadores que volvieron de la final de Montevideo llegaron justo para asistir al desfile inauguración del Golpe de Estado, algo de eso hubo casi siempre: ni hablar del ’74 o del terrible ’82. En el caso de 1966, el equipo de Lorenzo se fue de gira previa a mediados de junio y lo despidió parcamente, según su estilo de saludable perfil bajo, el viejo galeno Arturo Illia. La cuestión es que para cuando el equipo debutó contra España pocas semanas después, el 13 de julio, el presidente de facto y de prepo era el patético generalote Juan Carlos Onganía. Es que en general —precisamente— los cambios solían ser para mal. O para peor. Nuestra pésima realidad indica que hemos logrado perfeccionar el sistema.
Inglaterra, abominable pater et magister
Sin embargo, acaso la verdadera significación de aquel Mundial arratonado sea que no se trató de un simple avatar más de nuestra larga relación (también futbolera) con los ingleses, sino que marcó una divisoria de aguas: aquel partido del ’66 trazó un antes y después con los viejos y literales dueños de la pelota.
La cosa viene de lejos pero es simple, transparente. En términos económicos, la Argentina ha sido siempre —en el contexto de comercio internacional— dependiente respecto de las metrópolis desarrolladas, del Imperio ocasional que nos recogió en su seno. Así, ya mucho antes de este presente apocalíptico, tras zafar del gallegazgo colonial fuimos durante un siglo largo más leales e ingenuos clientes que supuestos socios activos de la Inglaterra pirata. Sin embargo, pese a rivadavias genuflexos, malvinas irredentas, créditos de la Baring Brothets, patagonias gringas y pactos Roca-Runciman; no obstante el intercambio desigual y las relaciones unilateralmente carnales, de los británicos también nos quedaron —entre dolores— algunas maravillas de las que ningún criollo en sus cabales se atrevería hoy a prescindir: los bancos verdes de estación, el whisky, la literatura de Borges y el fútbol.
No ha faltado el culto desinformado que —buscando descalificar la popularidad del traducido balonpié— ha hecho del origen sajón del fútbol un estigma irrecuperable para los que lo reivindican como fenómeno propio de la cultura popular de estos confines de Occidente. Es que el fútbol, nacido en los patios de los colegios británicos más o menos exclusivos, primo del rugby y vecino de pasto del croquet, tuvo un destino curioso de universalización residual. Porque si bien de puertas adentro los hijos de los funcionarios del ferrocarril lo jugaban en los recreos escolares de la India, El Cairo o Buenos Aires; los analfas marineros rubios y tatuados que subían trigo al hombro en planchadas pintadas por Quinquela Martín bajaban también la pelota de tiento y jugaban a cielo abierto y sin paredes, al borde del agua. Ahí, en el muelle, en los descampados aledaños al puerto, en esa zona de ambigua marginalidad fronteriza, el football se naturalizó en fóbal y produjo, junto con el tango, lo más genuino de nuestra producción cultural alternativa del siglo.
Urbano, híbrido, sincrético, el deporte de “los ingleses locos” se cultivó institucional en los colegios bacanes mientras simultáneamente crecía salvaje en los potreros criollos. Borocotó contó como nadie esa transición informal, empírica, de destrezas, usos y costumbres cuando ejemplificó con la fórmula ritual previa al comienzo del picado. En el potrero de los primeros años del siglo “¿Auredi?” decían los de un lado, y “Diez” contestaban los otros. ¿Qué era eso? La versión fonética, deformada, del “¿All ready?” “Yes” que les habían escuchado a los ingleses…
En el desarrollo o la invención ulterior de una identidad futbolera, los adversarios/enemigos ocasionales acotaron el perfil propio. Durante muchos años, con los uruguayos, hermanos de teta y vecinos de vereda, nos trenzamos en la lucha horizontal y camorrera por la preeminencia entre iguales casi indiferenciados. Después, con los brasileños, hemos confrontado siempre por la chapa barrial ante el mundo a partir de reconocer y admirar (solapadamente) una diferencia. Finalmente, con los ingleses la cosa ha sido más pesada: no lidiábamos sólo con ellos y su envergadura real como potencia sino con lo que representaban; jugar contra Inglaterra era enfrentar al Padre, si se quiere. Y eso, aunque/porque es necesario, nunca es gratis. Los padres, se sabe, suelen sacar lo mejor y lo peor de nosotros: así, nada nos ha importado —disfrutado y sufrido— más que ciertos choques puntuales con los paternales piratas. Por eso no se falsea mucho la realidad si se lee la historia del fútbol argentino a partir de una serie de emblemáticos partidos jugados contra los ingleses durante el último medio siglo. Con el de Wembley del ’66 en el centro, claro.
Medio siglo a las patadas
Para no hacer prehistoria con los Browntosaurios y otros fósiles ilustres del Alumni y la Selección que se cruzaron con equipos británicos en excursión de ultramar ya desde la segunda década del siglo, hay que arrancar con el partido de 1951, aquel por el que Miguel Rugilo, un veterano arquero de Vélez llevado por descarte a la gira, terminó siendo “El León de Wembley” según la calificación épico-sentimental de entonces. Durante años creí que en aquel primer partido en la Casa Paterna habíamos ganado apenas ahí —o empatado al menos— gracias a las notables atajadas del bigotudo Rugilo “volando de palo a palo”. Y no: ganábamos con gol de Boyé en el primero pero después los ingleses lo dieron vuelta y perdimos 2-1. Ese partido significó el regreso en la posguerra (tardío, traumático) de la Argentina a la confrontación mundial, a la competencia con Europa, tras el sueño de la Época de Oro de los años cuarenta en que fuimos “los mejores del mundo” sin competir fuera de Sudamérica ni ir al Mundial de Brasil. Soberbia que —tampoco fuimos a Suiza ’54— pagaríamos tan caro.
La historia de los enfrentamientos con los padres sigue con otro partido épico, memorable, de dos años después en River: es la (primera) victoria argentina, fechada y recordada como “El día del gol de Grillo contra los ingleses”: 14 de mayo de 1953. La apilada del Pelado por izquierda —otro de medias bajas…— no terminó con el centro atrás que mandaban y mandan los libros sino con un puntazo feroz al primer palo que se clavó arriba. La improvisación contra la lógica; la jugada individual que superaba la rigidez de la táctica, se dijo; los maestros superados por los discípulos. Los intérpretes que se salían de la rígida partitura.
El tercer momento —soslayando los episodios de Chile ’62 y de la Copa de las Naciones, más bien anodinos y sin carácter— es el que nos convoca: el Wembley II, digamos, “El día de la expulsión de Rattin”. La afrenta recibida esa tarde por interpósita persona en la repelente figura del pequeño juez Kreitlen habría de poner las cosas en otro plano. El arrogante victimismo nacional encontró en la teoría de la conspiración el pretexto o la excusa para no analizar nuestro confundido fútbol y a la vez se preparó para recibir, vicariamente, en las heroicidades aparatosas de Estudiantes y Racing ante el Manchester y los empaquetados escoceses del Celtic de los años siguientes, la compensación patriotera. Los penosos gritos del Gordo Muñoz contra la Thatcher y sus manos ensangrentadas de quince años después habían comenzado mucho antes, acaso la noche épica en que la Bruja Verón padre los embocó de cabeza a los mismos que hoy acogen a su talentoso hijo, y el desaforado Relator de América se ligó un británico paraguazo más resentido que flemático. Pero había algo pendiente con ese padre ya no tutor ni encargado pero aún autoridad persistente en tanto “inglés interior” no erradicable. La serie de agridulces héroes emblemáticos (Rugilo + Grillo + Rattin) necesitaba un cierre esplendoroso, un vengador compensatorio en todos los terrenos que cerrara la cuenta pateando el tablero. Y llegó el Diego. Veinte años después de la tarde del sastrecillo, del oscuro Señor K, Maradona mató two birds de un solo partidazo bajo el sol del Azteca: se terminó de burlar de la letra táctica con la nueva versión delirada hasta lo increíble de aquella apilada incipiente de Grillo y se cagó libre, definitivamente a lo bestia en el espíritu, ese fair play tan mentiroso y trabucado. Tal vez sea casualidad, pero es verdad que sólo muerto (asesinado) el padre, pudimos salir campeones.
Interpretando al intérprete
Bajo esa luz, después de tanta historia, la foto del Señor K dirigiendo el tránsito pesado de esta tarde fatídica del ’66 con Onganía instalado y ya esperando en casa, se ilumina diferente. La áurea leyenda argentina —Rattin dixit— pinta los esfuerzos infructuosos de un capitán que no se siente comprendido, pide un intérprete, es malinterpretado en sus gestos y termina —injusta, alevosamente decodificado por el Señor K— expulsado. Posteriormente, el soberbio capitán manifiesta su descontento con gestos de emblemática protesta fácilmente interpretables ya no dirigidos al árbitro sino al Poder detrás, delante y alrededor del Trono: les estruja la banderita del córner, se les sienta en la alfombra.
Sin duda había errores de interpretación. En principio, hoy nos sigue repugnando el petiso pero ya no le creemos demasiado a la versión victimista de Rattin convertida en historia oficial. En realidad sentimos que el capitán enfriaba, hacía tiempo, tensaba la cuerda, comenzaba a practicar ese enfermizo, exasperante tránsito al “filo del reglamento” lindante con la deshonestidad que nos cautivaría mucho tiempo, que reaparecería en la grotesca final del ’90 en Italia. Eso se puede interpretar hoy y a esta luz como recurso dictado por la impotencia. Para afuera se podía alegar perplejidad, hacíamos que no entendíamos qué (nos) pasaba. Pero en realidad, si necesitábamos un intérprete en Wembley es porque Rattin ya era, él mismo —y ese equipo, y Lorenzo & Cía.—, un intérprete sospechoso, desfasado: el enhiesto capitán interpreta, actúa el equívoco “sentimiento nacional” cuando sale del campo porque dentro de él ya no puede o sabe o tiene cómo interpretar cabalmente los argumentos clásicos del fútbol criollo. Se ha quedado sin libreto. Como el país mismo. En aquel invierno del ’66, cuando Rattin y Onganía saturaban con sus gestos enfáticos y sin duda históricos las páginas de los diarios, el general del bigote imprescindible se soñaba e imponía como único intérprete de una postergada Revolución Argentina que ya mentía dos veces desde el título.
*El texto fue escrito en 2002 antes del mundial de Japón y Corea y publicado en el libro La patria transpirada. La Argentina en los Mundiales de Editorial El Ateneo