Hay jugadores que tienen la consistencia de una figurita. Estrellas fugaces que entraban y salían de nuestra infancia esporádicamente, al ritmo de los campeonatos nacionales de los años setenta, y no quedaba (no queda) mucho más archivo de ellos que cierta mitología de provincia, acuñada donde esos cracks periféricos aún hoy siguen siendo orgullo.
Y lo son precisamente porque el radio de estas biografías no supera el pago chico. Se trata de futbolistas que, aunque pudieron partir hacia destinos más prósperos, eligieron quedarse. Especie de ídolos inconclusos que optaron por la versión romántica del fútbol silvestre, el que se juega en el pueblo.
Eso dice el mito (porque el mito siempre es preciso). Y eso dice, por ejemplo, Víctor Legrotaglie, el Víctor, de su pasado glorioso. Entrevistado por un periodista de la revista Don Julio, reconoció haber desechado ofertas del Santos y del Real Madrid como quien espanta una mosca. Legrotaglie era un diez de manual, exquisito, de pegada milimétrica, que la rompió en Gimnasia y Esgrima de Mendoza.
A falta de imágenes –esa proliferación que ahora harta y se vuelve irrelevante– la tradición oral a cargo de colegas y fans da cuenta de la magia de sus botines: hizo cerca de sesenta goles de tiro libre y doce de córner. Los mismos estadígrafos vocacionales afirman que una vez el árbitro Roberto Goicoechea, durante una goleada a San Lorenzo en el (viejo) Gasómetro, por el Nacional de 1971, le pidió que parara un poco con la gambeta y el toque. Era tal el baile que le estaban daño al local, que el referí temía una represalia de la tribuna.
Agigantado por las narraciones (el año pasado se publicó un libro dedicado a su obra futbolística), Tomás Carlovich ocupa el centro del olimpo federal. El rosarino hizo casi toda su carrera en el modesto Central Córdoba, aunque también jugó un rato en Mendoza (allí se hizo amigo de Legrotaglie, como corresponde a dos eminencias de esta discreta liga de campeones). El Trinche, tal es su enigmático apodo, acredita el anecdotario más nutrido del fútbol argentino. Y eso que pocos lo vieron jugar. Uno de ellos, José Pekerman, lo ubicó en el centro del campo de la Selección Argentina de Todos los Tiempos. Se dice que su arma mortal era el doble caño (a la ida y a la vuelta) y que una vez humilló a los mismísimos jugadores del equipo nacional con su caja de sorpresas. El plantel que se preparaba para el Mundial de 1974 disputó un amistoso con un combinado de Rosario. El Trinche, uno de los partenaires, habría bailado a los dirigidos por Vladislao Cap, a punto tal que el entrenador solicitó que lo cambiaran en el segundo tiempo. “Con el de barba hay robo”, se escuchó suplicar al Polaco. De todas maneras, el Trinche no viajó a Alemania y no estuvo nunca ni cerca de calzarse la celeste y blanca. Tampoco frecuentó las luces del centro ni los grandes equipos. Así son los de su raza.
Norberto Eresuma, Llamarada para los relatores por la tonalidad de su cabellera, también prefería alejarse poco de Mar del Plata. Jugó en San Lorenzo, en Kimberley y en Aldosivi. Una vez llegó lejos, hasta Chacarita, en 1970, pero volvió pronto al calor de las tribunas conocidas porque allí, según sus propias palabras, “era reconocido y respetado”. Virtuoso animal de área, fue goleador del Nacional de 1976 mientras jugaba en San Lorenzo, con doce marcas. Retirado en los ochenta, de Eresuma se encuentran algunas imágenes en movimiento en los pliegues de la web.
Otro delantero y goleador, Marcelino Britapaja (por si el apellido fuera poco, le decían Pirulo) supo ocupar las páginas de los medios porteños durante alguna temporada federal. Jugó en Vélez y en All Boys, pero antes formó parte de lo que algunos recuerdan como el esplendor del fútbol patagónico, con la camiseta de Huracán de Comodoro Rivadavia.
Ante este equipo del sur justamente vivió su apogeo Juan Felipe Barroso, el Pocho, nueve de San Martín de Mendoza, que le convirtió 4 goles en el Nacional de 1974. La revista El Gráfico, con su chispa inefable, tituló: “Señor Barroso, dice la red que lo perdona”. A diferencia de otras figuras dedicadas al cabotaje por derecho propio, Barroso jugó en Colombia entre 1976 y 1978.
Al margen de los grandes equipos del interior de la época (Belgrano, Instituto y Talleres de Córdoba; Atlético de Tucumán, entre otros), muchas de cuyas figuras se integraron al centralismo de la pelota y luego trascendieron en el extranjero, el mapa argentino está lleno de históricas celebridades locales. Son como las advocaciones de la Virgen, como las especialidades gastronómicas y los paisajes que nunca cambian. Los pueblos, al igual que la denominación de origen de los vinos, son los que les dan sentido a estos futbolistas.