Gracias a la gentileza del amigo Daniel Arcucci, realizador de Mi mundial, mi verdad, el libro de Editorial Sudamericana que acaba de aparecer, compartimos un pasaje del capítulo en el que Diego, puntilloso, reconstruye la incertidumbre de los momentos previos al debut argentino en el torneo y las alternativas del áspero partido frente a Corea del Sur, el primer escalón hacia su Copa del Mundo.……………………………………………………………………………………………………………………………………
Los favoritos nunca ganan
La verdad, lo único que necesitábamos en el debut era ganar. Ganar como fuera. Nos habían cagado tanto a palos con las críticas antes de llegar al Mundial, que perder contra un equipo de tipos que parecían robots, todos igualitos, era directamente la muerte. Yo estaba convencido de algo: si no éramos los favoritos, mejor; los favoritos nunca ganan.
Y estoy convencido todavía de que muchos argentinos nos miraban de reojo, ni la formación entendían… Y, la verdad, nosotros tampoco.
Dos días antes del partido contra Corea del Sur no sabíamos si íbamos a jugar con dos stoppers o con dos laterales, si jugaba Cucciuffo, o jugaba Clausen, o jugaba Garré. ¡No sabíamos!, Y encima, estaba el temita de Passarella, que nos tuvo en pelotas hasta el filo del partido.
Dos días antes, Bilardo había parado un equipo, en una práctica de cuarenta y cinco minutos, en la que Passarella todavía estaba. Y eso que ya había empezado con la cagadera. O, por lo menos, eso decía. El equipo que paró fue con Pumpido en el arco; Clausen de lateral derecho; Passarella y Ruggeri como centrales; y Garré como lateral izquierdo; en el medio, Giusti, Batista, Burruchaga y yo; arriba, Valdano y Pasculli.
Que alguien me explique ahora qué tenía que ver esa formación con la que terminamos jugando, ¡que alguien me explique! Pero, bueno, eso es parte de esta historia, de la verdadera historia. Porque si el Vasco Olarticoechea, que ni figuraba al principio, no la saca de nuca contra los ingleses, todavía estamos discutiendo, viejo… Que me dejen de romper las pelotas con la táctica de Bilardo, que no se dio cuenta de que entró el Negro Barnes y nos desbordó dos veces por el mismo lado y él no hizo nada. ¿Por qué nadie dice que se equivocó, por qué? Pero ya me estoy dando manija y para ese partido todavía faltaba.
Sólo digo que estoy podrido de escuchar que el gran ganador del Mundial ’86 es Bilardo. Bilardo, ¡las pelotas! Los ganadores del Mundial ’86 fuimos los jugadores, del primero al último, porque nos bancamos hasta la última forreada de Bilardo. Porque lo que a Bilardo le gusta es que el jugador sufra. Y con esa idea, se quedó en el tiempo. Como se quedó, en aquellos días, Passarella.
Tuvimos que esperar hasta el día del partido para enterarnos. Salíamos a las diez de la mañana de la concentración, porque el estadio Olímpico nos quedaba bastante cerca también, y diez minutos antes nos anunciaron que el Káiser, el ex gran capitán, no iba a jugar.
“Jugás vos”, le dijo Bilardo a Brown, que ni club tenía. Era suplente de Deportivo Español.
Me acuerdo del lío que se armó: el julepe que tenían todos, porque todos creían saber lo que se perdía sin Passarella y nadie se imaginaba lo que podía rendir el Tata. Bueno, nadie, no. Mis compañeros y yo, sí. Confiábamos ciegamente en ese tipo que, sabíamos, iba a dejar la vida por la camiseta argentina. Un tipo que era del riñón de Bilardo, pero le importaba un carajo el bilardismo o el menottismo. Un tipo tan humilde que, en aquella gira horrible que habíamos hecho por Colombia, antes del Mundial, se había quedado mirando un Rolex, en el free shop, como si fuera un chico.
—Comprátelo —le dije.
—No puedo, Diego —me contestó.
Cuando llegamos a la concentración, a la vuelta, lo fui a ver a la habitación y se lo regalé. Tenía la intuición de que ese tipo nos iba a dar una mano grande para ganar el Mundial.
Pero antes teníamos un partido, varios partidos. El primero, el debut, sobre todo: ¡imaginate lo que hubieran dicho si no podíamos contra esos Park, Chu, Jung! Ni los nombres conocíamos, y Bilardo, menos. Nos había matado a videos, pero no sabía quién era quién. ¡Si eran todos iguales!
Eso sí: lo que no imaginábamos era que los coreanos nos iban a pegar tanto como los que nos criticaban. O más. Y lo que sí sabíamos era que el partido lo podíamos ganar por arriba, más allá de los cambios y cambios que hacía Bilardo en las prácticas. Era por arriba porque… los coreanos eran bajitos. Más claro y más fácil, echale agua. Y que, físicamente, teníamos que superar el primer ahogo, porque los coreanitos eran bravos físicamente: había que estar más rápidos que ellos. Para eso nos habíamos preparado.
El lunes 2 de junio, el día del partido, apenas salimos a la cancha del estadio Olímpico, ahí mismo en el Distrito Federal, nos dimos cuenta de que también íbamos a tener en contra a algunos mexicanos. No a todos, eh, no a todos. Pero era lógico: siempre se inclinan por los más débiles. No creo que lo hicieran por antiargentinos ni nada de eso. Sólo que sabían que nosotros les podíamos meter cuatro a los coreanos. Me jodió, sí, que después gritaran los goles de Alemania, pero para eso faltaba un montón todavía. Habría unos tres mil argentinos que gritaban todo lo que podían, unos cuantos coreanos que hacían un quilombo bárbaro y más de cincuenta mil personas en total… Menos ese grupito nuestro, que andá a saber por qué confiaban, ¡todos en contra! Nada nuevo para nosotros. A esa altura, era lo mejor que nos podía pasar; ya estábamos acostumbrados y nos daba más fuerza todavía.
El primer gol del Mundial
Nunca me voy a olvidar de la primera formación, la que dio el primer paso. Pumpido; Clausen, Brown, Ruggeri y Garré; Giusti, Batista, Burruchaga y yo; Pasculli y Valdano.
A los treinta segundos, ¡a los treinta segundos!, me dieron el primer patadón. Se llamaba Kim, o algo así, y me entró con todo de atrás. El gallego Sánchez Arminio, el referí, ni mu. Nada. Y eso que ya hablaban de Fair Play. El ex jugador de waterpolo que era presidente de la FIFA, Joáo Havelange, se había llenado la boca toda la semana con un discursito: “Defiendan la habilidad, castiguen la violencia”. Linda frase para una calcomanía, pero en la cancha, nada…
Yo me levanté sin protestar, agarré la pelota y la puse para el tiro libre. Eso ero lo que necesitábamos: tiros libres cerca, o no tan cerca, del área, como ese, el primero, que no servían para mandar la pelota por arriba. En esa, la primera, ya la intentamos. Yo la tiré a la derecha y Valdano no la pudo controlar, pero era el camino… ¿Jugada preparada? Sí, jugada preparada por nosotros, por los jugadores. Si no teníamos jugadas preparadas, ¡no teníamos jugadas preparadas, viejo!
Me hicieron once foules. Once. No sé si son muchos o pocos, pero todos fueron muy violentos. Muy.
Vuelvo a ver el partido por primera vez, ahora, y después de treinta años me duele. Hay fotos que no parecen de fútbol: ¡eran karatecas! Uno me entró tan fuerte con los tapones que me traspasó la media ¡y la venda! Y miren que yo usaba vendas que eran como yesos, ¿eh? Y por encima de las medias. Me vendaba así, una costumbre de siempre. Carmando, aparte de masajearme, hacía eso también. Era un ritual en el vestuario. Eso me daba más seguridad: me ajustaba bien las canilleras, primero. Me ponía las medias, después, y me las subía bien hasta arriba, por arriba de las rodillas. Ahí recién aparecía Carmando con sus manos mágicas y me vendaba, vuelta y vuelta. Era un yeso, te juro. También usé siempre los mismos botines, los Puma King, en todo el Mundial. Me había llevado cinco pares a México y los iba ablandando hasta sentirlos parte del pie. Me los probaba todas las noches previas al partido, pero al final siempre usaba los mismos, unos que me quedaban como un guante. Y los tapones eran fundamentales: altos atrás y bajos adelante. Jamás voy a decir que jugaba con tacos altos, je, pero esa diferencia se la recomendé a varios jugadores y varios lo adoptaron, porque era la mejor manera de traccionar. Cuando frenás, los tapones de atrás te agarran más y no pasás de largo.
Igual, por más vendas y botines buenos que tuviera, las patadas me las daban. De uno de esos foules vino el tiro libre que fue nuestro primer gol. Es el foul de la foto famosa: el tipo me está cruzando directo a la rodilla izquierda y yo estoy gritando de dolor, ¡porque me dolió en serio! Cuando vuelvo a ver el partido, me doy cuenta de una cosa. El tipo, que se llama Park —pero de diversiones, nada—, me pegó a los tres minutos. Y el tiro libre lo pateé a los cinco. Dos minutos tardé en recuperarme. No fue joda la patada. Y el turro del árbitro no sólo no le sacó la amarilla, ¡no le dijo nada!
Yo mismo le pegué en el tiro libre, pero no la pude levantar. No sé si me faltó precisión porque todavía estaba dolorido o qué, pero la pelota rebotó en la barrera y me volvió a mí, derechito a la cabeza. De primera y de memoria, abrí a la derecha para Valdano, como en la jugada anterior, la primera del partido. Jorge entró con tiempo por la derecha y la cruzó al otro palo. Se metió entre el arquero, que se llamaba Ho, y Pasculli, que había picado por el medio por si mandaba otro centro Valdano. Ho, miren qué nombre. Lo gritamos con todo. Era el primer gol en el Mundial. Era importante.
Del libro México 86 – Mi mundial, mi Verdad – Así ganamos la Copa / Editorial Sudamericana – 2016