Qué linda es la camiseta de Chacarita. Es más, si algún día me hacen uno de esos tontos reportajes llamados “ping-pong”, cuando me pregunten por “una camiseta”, diré: “La de Chacarita”. Es la que más me gusta, con la excepción, lógicamente y por razones claramente sentimentales, de la de Rosario Central. Pero la de Central, incluso desde un punto de vista discutiblemente objetivo, es una linda camiseta. Es alegre, festiva, divertida. Cuando el equipo sale a la cancha y el sol pega de lleno sobre esa camiseta, la auriazul reluce como si fuera de chapa esmaltada.
Pero la de Chacarita tiene, si se quiere, un toque de sofisticación, de ingenio. Y yo creo que ese toque reside en esa línea finita, blanca, que se ha colado entre las rojas y las negras, más anchas y prepotentes. Esa línea delgada y blanca aporta un trazo de distinción, brinda luz, relieve, cierto brillo. Tiene algo de capricho, además, al ser más finita que las otras y marca la diferencia, por otra parte, con las miles de vulgares camisetas a franjas verticales de sólo dos colores. Y lo hace, puntualicemos, en la medida justa, sin complicar la imagen de la divisa funebrera al punto de convertirla en una señal de ajuste televisiva o en un simple código de barras. Y es, por sobre todas las cosas —y a esto quiero llegar, mis amigos—, una camiseta de fútbol, una pura y elocuente camiseta de fútbol. Hay muchas otras, las de un solo color pleno (europeas, más que nada), que sirven para jugar al fútbol pero que también servirían, tranquilamente, para ir al cine o a una velada danzante. Usted, mi amigo, por ejemplo, se pone la camiseta roja del Deportivo Español, por mencionar una, o la granate de Lanús, y la acompaña con unos pantalones grises y un saco blanco y ya luce un “elegante sport” para la reunión de gala. Hasta la de Ferro, con una corbata al tono, lo haría pasar por un golfista de relieve o por un yachtman que disfruta de una ocasional noche en tierra. Pero si usted se pone la del funebrero, aun con un saco encima, y hasta con un chaleco, no faltará la dueña de casa que lo reciba diciendo “Caramba, ingeniero, se nos ha venido con la camiseta de Chacarita”.
Por otra parte, y afortunadamente, los asesores de imagen del club funebrero nunca han profundizado demasiado en el tentador tema macabro, distintivo de la entidad. Los yanquis, seguramente, reyes del merchandising, ya hubiesen lanzado al mercado una camiseta plagada de calaveras sonrientes, o con reproducciones de los esqueletos del grabador mexicano Guadalupe Posadas.
Esa camiseta, esa maravillosa camiseta de la estratégica rayita blanca, dio la vuelta olímpica en el año ’69, en cancha de Racing, cuando el equipo funebrero le ganó la final a River por 4 a 1. Fue, por cierto, el equipo del pueblo, el equipo que todos los que no eran hinchas de aquellos conjuntos con posibilidades de conquistar el título (Boca, River, Racing) querían ver campeón. Incluida, por supuesto, la hinchada canalla, ya que —por uno de esos inexplicables amores surgidos entre parcialidades— mantiene un pacto de amistad con la de Chacarita. Pacto que se manifiesta en esa suerte de ronda infantil que cantan ambas, al unísono, para emoción de los corazones sensibles: “Vea, vea, vea / qué cosa más bonita / las dos hinchadas juntas / de Central y Chacarita”.
Armado por Argentino Geronazzo pero conducido durante casi todo el año ’69 por Federico Pizarro, Chaca era un equipo donde se mezclaban en dosis sabias la lucha, el esfuerzo y el talento. El esfuerzo, por ejemplo, podía estar representado en Puntorero, un morocho flaquito, magro y fibroso que, de no conocer uno sus orígenes, podría pensar que se trataba de un maratonista keniano, por aspecto y por despliegue. Puntorero era incansable, infatigable e imperecedero. Pero, además, hábil, técnico, capaz de recuperar la pelota y generar juego, colaborador permanente de cuanto compañero lo necesitara. Algo oscuro, sin el brillo del goleador o del talentoso, la fama lo había atrapado, sin embargo, tiempo antes, cuando jugaba en Atlanta, por una alternativa del fútbol que no suele darse con demasiada generosidad: fue la figurita imposible de conseguir en una colección muy exitosa por aquella época.
Recúpero, combativo, mañero, complicado, que seguiría su carrera en Colombia, era exponente, junto a Poncio, de la lucha. Orife, el Tanque Neumann e, incluso, Franco Frassoldati, un lateral famoso por salvar goles sobre la línea y convertirlos en el arco contrario, significaban el gol. Y Marcos, la habilidad pura, la imaginación, la fantasía, pero con más orden y menos locura que otros altos exponentes de los punteros derechos.
Chacarita del ’69 fue, en suma, el sueño del pibe. Fue aquella historieta “Tucho, de canillita a campeón” hecha realidad, la utopía de mezclarse entre los grandes para terminar ganándole la final a River con goleada y baile, llevada a cabo. En definitiva, un tiro que, como diría el recordado Fidel Pintos, sonó para el lado de la justicia.
Texto publicado en el libro No te vayas, campeón – Editorial Sudamericana – 2000