Nos la pasamos celebrando y adulando a Fontanarrosa, Sacheri, Galeano y Soriano —la imbatible delantera de la literatura futbolera del Plata— pero el cuento que inventó el futuro que vivimos hoy lo escribieron Borges y Bioy. En el libro “Crónicas de Bustos Domecq” (un detective que crearon mientras trabajaban —en una chacra de la provincia de Buenos Aires—  redactando un folleto sobre el yogurt) hay un cuento que se llama “Esse est percipi”. Eso, en latín. La traducción: ser es ser percibido. En la primera línea del cuento, un hombre que camina por Núñez va hacia el Monumental y se encuentra con algo más imponente todavía: su ausencia; donde debía estar el estadio, se asombra el hombre, no hay nada.

Al final de ese mismo párrafo, sin embargo, tiene una reunión con una figura que le explicará todo: el presidente de un club que se llama Abasto Fútbol Club.

El presidente lo espera sentado a un escritorio. Es un tipo suave y amable que acaba de preparar su mate. Le sonríe, se ceba uno, le empieza a explicar: “Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos (…) No hay score ni cuadros ni partidos (…) Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman”.

El fútbol en aquella ficción es lo que ahora: una interminable historia que sucede en fiscalías y decenas de estudios de televisión; nuestro fútbol es —cincuenta años después de la publicación de la historia— aquella ficción. Aunque el cuento no es, por supuesto, sobre fútbol: es una historia maravillosa que nos alumbra que la vida que vivimos se basa en una representación. Somos rehenes de una ficción, y quien haya inventado la más impenetrable, la más efectiva, vencerá: un dios, globos amarillos o los superpoderes que concede un yogurt.

En el fútbol, la Escuela de Violencia Comunicacional de Fernando Niembro es la que ha vencido: no hay público visitante, no hay equipo visitante, no hay juego, no hay derrota. Eso, fundamental: no hay derrota.  La comunidad lo ha entendido a la perfección. Somos nosotros los poderosos y perder es una ofensa prohibida. Y si se pierde en lo irrelevante, que es el juego, no importa: se gana afuera. Se es cuando se es apercibido. Reacción, guapeza, fervor: ha nacido una nueva era. La imposible comunidad de los clubes invictos.

Antes de la reunión del martes a la mañana entre Alejandro Domínguez, Rodolfo D’Onofrio y Daniel Angelici, a algunos dirigentes de la Conmebol se les ocurrió una idea: como entre la final de la Libertadores y el debut del campeón en el Mundial de Clubes hay diez días el partido podría jugarse tranquilamente allá.

Allá.

O sea, en Abu Dabi.

Bien, bien allá.

Como corresponde, esa idea no fue la única. Otro dirigente supuso que podía jugarse en Mendoza; otro, en Miami; el que estaba al lado, en Uruguay.

Que se juegue en  la cancha de Arsenal, gritó otro, a puertas abiertas, pero con el público de Newell’s y Central.

Que se juegue con Ponzio y Pablo Pérez, ojo gaseado y ojo astillado, los dos arrodillados batiéndose a muerte en el Subuteo.

Que se juegue en el viejo estudio de Ritmo de la Noche, aquella canchita de 4 contra 4, con un ídolo ex futbolista de más de 50 años por equipo como condición.

Que se juegue en Génova  —o en el fondo de la estación de servicio donde atendía Julio Humberto Grondona.

O en Malvinas, un 2 de abril.

Que se juegue en el PC Fútbol de los 90, todos atrás de una computadora, viendo cómo sale un partido que jamás sucedió.

Que no se juegue nunca.

Y mientras termina esta reunión de los Batman de la Conmebol, al menos tendremos siempre el búnker rosa del pasado. ¿Se acuerdan cuando el fútbol era un show al que iba la familia, cuando las populares se llenaban de visitante, se acuerdan de aquellos años en que los domingos (porque se jugaba los domingos) eran un inalterable día hecho de sol? Lo recuerda el escritor Nazareno Petrone en el libro “El fulbito de los lunes”, su ópera prima: “Lo lindo que tiene el fútbol es el machismo bien entendido, el de antes, el que está todo el día hablando de pijas y huevos, gritándole al otro que se lo va a coger como se lo cogió la otra vez que se fue para su casa con el culo roto por puto y cagón”.