Hace unos días vi el trailer de una película que protagoniza Suar y va sobre los fanáticos o adictos al fútbol. Inmediatamente recordé una historia increíble que me pasó hace ya casi 20 años, en 1998 para ser más precisos.

En aquella época yo me dedicaba a vender rulemanes y repuestos para automotores y maquinaria agrícola. Algunas semanas viajaba por el interior del país para visitar a mis clientes pero siempre con la cabeza en River. Hacía tiempo (¿desde siempre?) que era un enfermo por River y era imposible que me perdiera un partido en el Monumental.

En mis viajes visitaba Azul, Bahía Blanca, Tres Arroyos, Tandil, Balcarce, Mar del Plata… Hacía casi 2.000 kilómetros, 25 clientes , 3 ó 4 hoteles… Todo eso en cuatro días. Salvo, claro, que en la semana River jugara Libertadores o algún torneo internacional. Entonces el mismo viaje había que hacerlo en un día menos, con los problemas, las corridas y el cansancio que eso provocaba.

River y América de México iban a jugar un miércoles en Núñez y esa semana fue una locura. Hice el viaje a las apuradas y casi de forma irresponsable, laboralmente hablando. Pero en ese momento el objetivo era uno solo: llegar a tiempo a la cancha. El partido era a las 21 y recuerdo que estacioné en la puerta de casa mi Renault 9, que estaba más cansado que yo, a las 19.30. Saludé a Lucila, mi bebé de apenas un año, y a Gaby, mi esposa, que trataba de consultarme sobre mi viaje mientras yo sólo pensaba en ponerme el gorrito y salir para el Monumental.

Creo que fue la única vez en 30 años juntos que mi mujer me pidió que aquella noche me quedara en casa. Que hacía muchos días que no veía a mi hija, que se notaba mi cansancio, que no podía ser que River estuviera por arriba de todo y un montón de argumentos muy razonables para cualquier normal. Pero no para un fanático. Recuerdo que me preguntó si, por una vez en la vida, no podía faltar a un partido. “Sólo uno”, recuerdo que me dijo. “Si yo no estoy no se juega”, le respondí.

Realmente yo estaba agotado, era una locura lo que había hecho para poder llegar a la Capital. Mi hija que me sonreía y el incesante pedido de Gaby hizo que, por única vez en la vida, yo dijera: “Ok, no voy”. Y aunque mi mujer tuviera razón, no podía evitar la tristeza. Sentía que iba a engañar a mi amado River. Pero la decisión estaba tomada. Me bañé, me puse el short de ver los partidos en casa y encendí la televisión para seguir la previa.

Por primera vez en la historia un partido de la Conmebol se suspendía porque el árbitro no había llegado. El brasileño Marcio Rezende argumentó que jamás había recibido la designación oficial. Mientras miraba la pantalla no podía dejar de reírme. Me reía mucho. Ya en la mesa, mi mujer, sorprendida, me preguntó si ni siquiera lo iba a ver por tele. Le conté lo que había pasado, la miré fijo y le recordé: “Te lo dije: si yo no estoy no se juega”.