Las siete de la tarde en Cochabamba. Las ocho de la noche en Buenos Aires. Una hora de diferencia no es nada. Pero aquella tarde del miércoles 22 de abril de 1987, sentí que el reloj nos introducía en una ciénaga.
Yo era el enviado de Clarín al torneo Preolímpico de Bolivia. La Selección Argentina, conducida por Carlos Pachamé, un hombre del bilardismo más puro, jugaba al día siguiente frente a Venezuela. Las cosas venían venían mal para el equipo que necesitaba los 2 puntos para mantener la esperanza de clasificarse y uno, además, era el periodista del diario más antibilardista del momento. Clarín no tenía diálogo con Pachamé. Mucho menos tenía información exclusiva.
Había llegado el insoportable momento de mandar el anuncio de un partido (textos duros y feos como una piedra, si los hay) y debí recurrir a los colegas de otros medios (de mejor relación con Pachamé) para que me soplasen el probable equipo que el DT pondría en la cancha al día siguiente.
Lo recitan hoy mis dedos sobre la computadora, con menos transpiración que entonces, cuando la Olivetti era tierna: Goycochea; Basualdo, Theiler, Marchesini y Ríos; Alfaro, Fantaguzzi, Acosta y Troglio; Funes y Gutiérrez.
El anuncio estaba en Buenos Aires, temprano. A las seis de la tarde de la Argentina para que siguiese su ruta, el corrector o correctora, el taller de armado de la página y luego las rotativas.
Como todo buen anuncio que se precie, iba acompañado por un reportaje a una de las figuras del equipo. Así como las milanesas van bien con las papas fritas, un anuncio de partido va bien con una entrevista. Allí donde el futbolista sacude sus mejores frases de compromiso. Algo así como el optimismo infinito. El elegido era el Bufalo Funes, titular indiscutido, y un hombre que se portaba bien con Clarín. Media hora, más o menos, me había otorgado Funes para la charla. Todo se había mandado temprano, para que el jefe no se enojase en la redacción diciendo a los gritos “y a qué hora piensa enviar el boludo este de Llonto el bendito anuncio”.
En Cochabamba todo bien. Hora de ir a darse un duchazo, esperar una hora razonable e ir a cenar con el fotógrafo Carlos Sarraf y el enviado especial de DYN (Walter Vargas) a un endiablado restaurante boliviano.
Pero el teléfono suena. Por suerte, para mi desgracia. “Che, Pablo, mirá que a último momento Pachamé anduvo comentando que Funes va al banco. Parece que juega Perazzo”. La voz de Vargas parecía una pesadilla.
-¡Pero no! ¿Qué mierda hago ahora? Ya mandé una nota a Funes… en Buenos Aires me matan, deben estar por cerrar la página.
Vargas se reía. Yo lo quería matar. Colgué y pensé unos segundos en la mejor manera de resolver el entripado. Los jugadores estaban ya en sus habitaciones. Mi respeto eterno por la verdad sólo me dejaba una alternativa.
Llamé a Funes, le dije que nos habíamos enterado que no jugaba y que en cambio ponían a Perazzo en su lugar. Juró que no sabía nada. Lo llamé a Perazzo a la habitación, traté de que mi desesperación no se notase y le supliqué: “Te puedo leer la nota que le hice a Funes, no tengo tiempo de hacerte una entrevista. Si vos estás de acuerdo con todo, aviso a Buenos Aires, y lo único que hacen es cambiar el nombre y donde dice Funes, ponen Perazzo. No te enojes, son sólo frases de circunstancias, nada del otro mundo”.
Y empiezo a decirle: “Funes declaró…Dependemos de nosotros todavía. Tenemos que ganar estos dos partidos y pasamos a la final…etc. etc”. Perazzo me da el okey. Todo lo que dijo Funes es lo mismo que diría él.
Las ocho de la noche en Cochabamba, las nueve de la noche en Buenos Aires. Llamo a la redacción para contarles el remolino que se armó. Del otro lado de la línea enloquecen. Ordenan el cambio, sacan la foto de Funes, ponen una foto del grupo con Perazzo. No lo pueden creer.
Yo tampoco.
Para entonces, Funes, no era más Funes. Era Perazzo.