Creo, pese a todo, que la fama de aquel Racing histórico, la leyenda sobre aquel equipo que nos contagió a todos, se debe a un héroe anónimo, a un héroe civil, desconocido. Y es el cameraman que siguió la trayectoria de aquella pelota inconcebible del Chango Cárdenas en el gol único y definitorio de la final contra el Celtic, otra vez en el estadio Centenario.

Porque aún hoy, con los adelantos técnicos, con la mayor experiencia que tienen los hombres de la televisión, en esos pelotazos largos y sorpresivos que no provienen de tiros libres sino de balones en juego, la cámara suele perder la trayectoria de la pelota quedándose un instante de más con el jugador que patea. Cuando la cámara, finalmente, alcanza la pelota, en muchas ocasiones ésta ya está en la red, el arquero se revuelca sobre el césped y la gente grita como loca.

Pero aquel prócer televisivo, que nos traía el partido hasta el televisor en la casa de Fernando y que contaba tan sólo con una cámara, tan única y vital como el gol definitorio, se prendió al vuelo interminable de esa pelota desde la partida en el empeine zurdo del Chango hasta el ángulo superior derecho de Fallon sin perderla un instante. Nunca largó esa pelota, manteniéndola siempre casi en el centro del cuadro, como focaliza un cazador a su pato, hasta que la bola se metió allá arriba y nos hizo saltar y estallar a todos en el living de la casa de Fernando, conscientes de que estábamos gritando un gol histórico.

No hace mucho me preguntaron, desde alguna revista, qué había experimentado frente a la transmisión televisiva que registró el momento en que el hombre llegó a la Luna. Comprendí que, si bien la seguí con cierta curiosidad, no me había conmovido en gran forma. Admití que me había impactado más, me había conmocionado más, el anuncio radial del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, por ejemplo.

Pero me olvidé, en el momento de contestar (imbuido, tal vez, por un extraño sentido de trascendencia), del gol de Cárdenas, con ese dramático blanco y negro, con la novedad de ser la primera vez que un equipo argentino llegaba a una final de esa naturaleza, con la enorme, pero enorme cantidad de gente que estaba en la cancha pero no en las tribunas (que estaban repletas) sino a los costados del campo de juego, sin que uno supiera muy bien qué hacían, y que entraron corriendo, saltando y abrazándose con los jugadores, festejando como poseídos de la misma forma en que festejé yo, mucho más de lo que celebré ese salto tan pequeño para un astronauta pero tan importante para la humanidad y que, sin embargo, poco significaba para la historia del fútbol argentino.

*Fragmento del texto publicado en el libro No te vayas, campeónEditorial Sudamericana – 2000