Soy de Cutral-Có, Neuquén, pero viví cinco años y medio en Buenos Aires para estudiar la carrera de chef. Durante todo ese tiempo ocupé un departamento en el barrio de Almagro, en la esquina de Sarmiento y Río de Janeiro, y soñé que en algún momento tendría la fortuna de encontrarme a Diego Armando Maradona. Alucinaba con cómo sería ese encuentro. En ese momento, el 10 vivía en Cuba y venía poco a la Argentina.
Ya en el final de mis días en la Capital, en el último fin de semana porteño, decidí hacerme mi primer tatuaje: la cara del Diego. Al día siguiente -para ser precisos, el 4 de abril de 2004- fui a la cancha a ver el partido de Boca contra Talleres, con mi amigo Daniel, que había viajado para ayudarme con el tema de la mudanza. Ya me había recibido y era hora de volver a mis pagos.
Esa noche me senté en la vereda de mi edificio, medio resignado porque no iba a poder cumplir la fantasía que había rondado en mi cabeza durante todo ese tiempo. Entonces se acercó una vecina y me dijo que Maradona estaba a dos cuadras de mi casa, en un restaurante. “Con eso no se jode”, le respondí un poco incrédulo. Ella me juro que era cierto y yo corrí como nunca en mi vida. Llegué a la ventana del restó y efectivamente, ahí estaba el Diez.
Quise entrar, pero ya habían cerrado las puertas al público, así que me aferré a las rejas de la ventana mientras lo veía fumar un puro y disfrutar de una botella de ron. Me puse a llorar.
Debe haber pasado más de media hora de lágrimas y miradas cruzadas con los amigos de Diego, cuando uno de los mozos se me acercó, preguntó mi nombre, se dirigió a la mesa de él y le habló al oído. Diegote me miró, me saludó y escribó en un papel: “PARA BRUNO CON CARIÑO, DIEGO (10)”.
A todo esto, la vereda ya estaba ocupada por una multitud. Se empezó a armar un operativo para su salida y yo quería ver si lo podía llegar a tocar, a decirle algo. Fue imposible. Maradona salió en una camioneta y se alejó.
Decidimos seguirlo en un taxi con mi amigo Daniel y dos flacos que se colaron en el auto sólo para ver más de cerca al ídolo. En medio de la persecución, yo le decía al tachero: “No tan cerca, no tan cerca que al Diego no le gusta que lo sigan, ¡se va a enojar!”. Pero el tipo era tan fanático como yo, o más. No nos cobró el viaje, se puso a la par de la camioneta al grito de “una foto Diegooooo”.
Maradona bajó un poco la ventanilla e hizo señas para que siguiéramos camino. “Ya está, ya está, ya lo vimos”, decía yo. Aceleramos, lo pasamos y llegando a la esquina nos agarró un semáforo en rojo. Diego frenó la camioneta y empezó a hacer luces.
Yo no lo podía creer. En ese momento pensé que se había enojado y me quedé paralizado en el asiento delantero del taxi, mientras mi amigo, el tachero y los dos colados se bajaban a verlo. Un grito me hizo volver a la realidad: “¡Bruno, Bruno!”. Mi amigo Daniel me gritaba: “Dale, Boro, ¡vení que te está llamando!”.
Me bajé llorando, me acerqué a la camioneta y le di un abrazo interminable por la ventanilla, mientras le decía que había soñado mil veces con ese encuentro y con todo lo que le iba a decir. Sin embargo en ese momento no me salía nada… sólo abrazarlo llorando y agradeciéndole por todo lo que nos había dado. “Bueno… ¡no llores más!”, me decía. Se bajó de la camioneta, se sacó una foto con todos, me regaló una camiseta que llevaba en la 4×4. Yo me tiré al piso para abrazarle la zurda… Sin lugar a dudas es uno de los momentos que nunca borraré de mi mente.
Y como no todo es color de rosa en esta historia les tengo que decir que las fotos que nos sacamos… se velaron. Fue el dolor más grande que sentí, así que aprovecho esta publicación de Un Caño para hacer un llamado a la solidaridad. Si alguno de los dos colados tiene esas imágenes, ya que recuerdo que nos sacamos fotos con las cámaras de ambos, por favor dejen algún dato a los muchachos de la revista. Harían muy feliz a un fanático que tiene un recuerdo imborrable y un souvenir borrado.
Feliz cumple, querido 10. Y gracias por ser argentino.